Parálisis onírica. Matías Villarreal. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matías Villarreal
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9789874935205
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algo le había disparado.

       Estaban sentados en el living de la casa de Roberto Morelli. Lloraban del miedo, y los piedrazos en la ventana sonaban cada vez con más intensidad. Afuera, una muchedumbre indignada pedía que salieran a dar la cara, mientras agitaban los dedos arrancados de la señora que había sido disparada por error.

       Levantaron la persiana de la panadería y entraron a saquear todo lo que había dentro. Desde una ventana del balcón, con la persiana baja, Roberto veía lo que sucedía, cómo se llevaban todo. Lloraba y gritaba de la bronca. Sus lágrimas se estancaban en la comisura de sus labios y bajaban pastosas de cocaína que sobraba de sus fosas nasales.

       A las tres de la madrugada, los vecinos corrieron lejos de la panadería. Se escuchaban sirenas de policías. Carlos y sus compañeros asomaron la cabeza por uno de los ventanales que daba al balcón, y vieron camionetas. Uno de ellos gritó: —Son los del Grupo Halcón, son el Grupo Halcón. Avisen a Roberto. Vino el Grupo Halc…

       La frase quedó incompleta y fue a causa de un estallido que se escuchó en la habitación que Roberto Morelli compartía con Leticia, su esposa.

       Corrieron a la habitación y los cuatro gritaron de horror. Lloraban y se sacudían sin saber qué hacer.

       En la cama, y todavía con el arma en la mano, Roberto miraba hacia el techo con los ojos abiertos y muertos. Un hueco en la carne, todavía largando un humo débil, en su sien derecha dejaba en evidencia que había decido escapar de este mundo por no tolerar que le saquearan sus pertenencias. La sangre manaba de su cabeza y empapaba la cama matrimonial. Carlos Villarreal supo que ahora conocía el fin de todo. Bastó con verlo muerto en la cama para que el tiempo se detuviera y su cabeza se separara de su cuerpo.

       Cuando volvió en sí, estaba en una camioneta de La División Especial de Seguridad Halcón, con las manos esposadas y mirando a sus tres compañeros. Todos lloraban y eran presos del miedo de no saber a dónde los llevaban. Los fantasmas de los setenta se hicieron presentes y bailaron una danza macabra junto con el mismo miedo que emanaba de los cuatro ahí.

       Los llevaron a una comisaría, los desnudaron y revisaron, los golpearon como nunca los habían golpeado. Los llevaron, sin ropa, al patio y se reían de ellos mientras tiritaban del frío cuando les tiraban agua con una manguera que parecía estar conectada a un iceberg.

       Los tiraron en una celda oscura. Sin comida, sin cigarrillos, sin la posibilidad de poder hablar con sus familiares. A los veinte años, Carlos Villarreal comenzaría su primera estadía en la cárcel de San Miguel. Su bautismo trágico fue sólo el inicio. Estuvieron encerrados cinco meses hasta conseguir salir de ahí.

      1973

      BEATRIZ

       El 27 de febrero de 1973, a las siete y media de la mañana, un poco al norte y en el jardín de la República Argentina, daba su primer grito de vida Beatriz García, hija de Olga Abasse y Guillermo García; hermana de Sandra y José Luis.

       Sus primeros seis años los vivió en Tucumán, donde conoció las puestas de un sol norteño y comió praliné de la mano de su padre, que la llevaba a pasear y le mostraba distinto animales que aparecían en los campos aledaños a su casa. Cuando cumplió siete años, se trasladó a Buenos Aires junto a su hermana y sus padres vivieron en la localidad de San Martín, en los conventillos de Villa Martelli.

       Durante su estadía en Buenos Aires, Beatriz tuvo que afrontar un gran desafío, que incluía ir a un colegio que no le gustaba porque extrañaba constantemente a sus pequeños amigos de Tucumán.

       Iba al colegio llorando y volvía de la misma forma. Su nariz sangraba cada vez que eso pasaba. Y la tristeza de haber salido de su lugar de origen logró que repitiera segundo grado.

       Los errores que cometía Beatriz se pagaban con gritos constantes: su mamá, Olga Abasse, la retaba a cualquier hora, en cualquier momento del día.

       A los 7 años, Beatriz no podía acostumbrarse a los ritmos de Buenos Aires. Su manera de demostrarlo era mojando la cama cuando estaba dormida. Lo que irritaba y crispaba los nervios de su madre.

       Le habían dado una última chance de no mojar la cama. Si lo hacía, las medidas de castigo iban a cambiar. Así que Beatriz dejó de tomar líquido por la noche para no hacerse pis. Y dejó de dormir tranquila. A veces, iba al baño y se quedaba haciendo presión con su uretra para expulsar hasta la última gota de orina contenida en su interior. De esa forma, se aseguraba de no recibir un castigo.

       Estaba durmiendo y soñaba con sus compañeros de clase, con las sonrisas que había dejado allá.

       Todas las noches soñaba con una de mis mejores amigas de Tucumán. Ese día fue como siempre. Ella, la vino a visitar en sueños y se hicieron cosquillas hasta el estallido. Y la ensoñación de Beatriz se interrumpió cuando entendió que no se había hecho pis sólo en un sueño, era lo que había ocurrido también en el plano de los que estaban despiertos. Abrió los ojos en la oscuridad y sintió pánico. Su cama estaba nuevamente empapada con orina. Beatriz temblaba, estaba amaneciendo y su madre tenía la costumbre de despertarla para arrancar el día. Se quedó paralizada en su cama y volvió a dormirse hasta que alguien le tiró del pelo y le preguntó con gritos por qué se había vuelto a hacer pis. Estaba muerta de terror y temblaba ante la cara iracunda de su madre. Y volvió a pasar. Volvió a mojar su cama porque tenía miedo. Su madre lo tomó como una provocación y accionó para “tratar de curarla”, como se justificó después. En el piso de su cuarto, Beatriz vio a su madre traer una pila de diarios y armar una pira con bollos de papel. Cuando la pira fue lo suficientemente grande como para que ella se pudiese sentar, la prendió fuego. Se dirigió a Beatriz, que empezó a llorar gritando que no, que por favor no. Cuando estuvo cerca, su madre la tomó del pelo y la arrastró al fuego con la intención de hacerla sentar sobre la pira, que ardía. Beatriz lloró gritando que no le hicieran nada. Su madre la soltó del pelo cuando estaban muy cerca del fuego, se echó a reír y le dijo: Espero que ahora entiendas como se cura a las meonas. Te va a servir el día que decidas traer hijos al mundo. Beatriz tenía doce años cuando su madre la obligó a comer y ella no quería. El menú, como el de hacía cinco días venía siendo el mismo: arroz con huevos fritos y papas hervidas. Comé, dale. No te hagas la artista que hay miles de chicos que no tienen para comer —le decía su madre mientras observaba el plato lleno. Beatriz detestaba esa comida por repetirla todos los días. Negaba con su cabeza mientras la miraba. Sus ojos se empaparon de lágrimas, su madre había estallado de furia y le había tirado el plato de arroz con huevos en la cabeza. Harta de la situación y al grito de —Comé, comé, hija de puta. A los dieciséis años, Beatriz pasaba fuera de su casa la mayoría del tiempo. Mentía que iba al colegio y se escapaba con su banda de amigos “Los dueños de la chacra”. La pandilla se bautizaba con ese nombre porque habían encontrado la forma de meterse en una chacra abandonada. El bendito punto de encuentro para reírse, tomar vino y fumar marihuana mientras escuchaban a Los Pasteles Verdes. En ese grupo de personas Beatriz se volvió la mejor amiga de Julio, “el chileno”. El chileno tenía veinte años cuando conoció a Beatriz. En menos de tres meses se enamoró de ella para siempre y se lo confesó años después, pero sólo recibió un rechazo rotundo. La familia de Julio era numerosa e integrada por muchos menores de edad y sus hermanas, todas madres solteras. Las bocas tenían hambre combinada con carencia de trabajos. Julio y sus cuatro hermanos salían a robar para tener ingresos y mantener a la familia de nueve hermanos. Los saqueos fueron un alivio para ellos. Ya no robaban con armas de fuego, ahora sólo tenían que meterse en los negocios y sustraer mercadería ajena. Habían salido a saquear el 05 de junio del año que corría, 1989. La pandilla entera y las chicas también. Beatriz no tenía la necesidad de hacerlo, pero quería ser rebelde y robarse algo que no tenía. Ella quería pañales para su primer sobrino, Emanuel. Se habían organizado con los “dueños de la chacra” y por la noche, en caravana, fueron todos al mismo comercio mayorista. El blanco perfecto para un montón de bocas hambrientas desesperadas en la noche. Más de cien personas esperaban en la puerta. Agitadas por el sentimiento de entrar y llevarse cada paquete de harina, azúcar, yerba y fideos. Cuando lograron, entre las personas amotinadas, tirar la puerta principal del mayorista, entraron a llevarse todo. Los hombres de