Parálisis onírica. Matías Villarreal. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matías Villarreal
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9789874935205
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sacudió con violencia cuando la policía ya asomaba por las calles. Intentó llamar a sus amigos y alertarlos, pero ellos estaban ensañados con llevarse carritos llenos de mercadería. Alertados por sus gritos, corrieron con los carritos a cuestas y no pudieron escapar de la ley. Balas de goma se incrustaron en algunas piernas, en espaldas y brazos. Ella salió ilesa pero los veía caer uno por uno, como una bandada de pájaros que se cruzaban con un destino poco amigable. Algunos heridos, otros presos del susto. Beatriz corrió llorando, sentía que los había traicionado en la noche de los saqueos. Llegó a su casa con dos bolsones de pañales. Besó en la frente a su sobrino y se tiró en la cama a llorar hasta que se quedó dormida. A la mañana siguiente, Beatriz fue a la casa de su mejor amigo y se enteró de que “los dueños de la chacra” estaban presos en la comisaría de San Miguel. No podían recibir visitas. Sólo podían tener contacto con el mundo exterior mediante cartas que, además, eran entregadas con la mitad de los paquetes de cigarrillos y galletitas que ella les mandaba todas las semanas a Julio y sus amigos. Entre las cartas que recibió, empezaron a aparecer otras dirigidas hacia ella, pero de ninguno de sus amigos. Cartas firmadas con las iniciales C. V. le empezaron a llegar cada vez que iba a la visita. Empezó a contestarlas, ya que se encontró hablando con un muchacho cuatro años mayor que ella, que en pocas palabras le había explicado la sacudida violenta que dio su corazón cuando Julio le había mostrado una foto de ella una de esas noches en las que sólo les quedaba hablar de sus asuntos en el exterior y mirar fotos, extrañando hasta que dolía intensamente. Carlos quedó fascinado con la foto de aquella chica, y en silencio le escribió la primera carta a Beatriz. La primera de tantas en esos cinco meses de furia y encierro. Un lazo invisible y luminoso salía desde el corazón de Carlos Villarreal, aprisionado en la minúscula celda de la comisaría de San Miguel, y llegaba hasta el cuerpo de Beatriz García y la envolvía. El lazo del amor que la revitalizaba y la hacía pedalear con bolsas de comida hasta la prisión que la separaba de sus amigos, mientras sonreía y era feliz por sentir el sol en la cara. Se juraron esperarse cuando él saliera de ese pozo. Algunos días pasaban volando y otros de forma muy lenta. Y Beatriz seguía escuchando “Los Pasteles Verdes” mientras se probaba ropa, abrazada al pensamiento de la cantidad de cosas que tenían para hacer con Carlos. Se prometieron ir directamente a un hotel a tener sexo. A despojarse de la ropa y de la ansiedad. Un auténtico apetito que a los dos los comprometía al mismo tiempo que les generaba deseos desenfrenados en el corazón. Una mañana, no muy lejana, Beatriz despertó con una sonrisa en la cara y el canto de los pájaros en sus orejas. Se bañó y controló que su cuerpo estuviera liso y sin vellos. Se lavó los dientes dos veces y practicó caras de sensualidad frente al espejo. Ese día no fue a la comisaría en bici. Se subió a un colectivo y su cuerpo olía a perfume importado (el único perfume que su madre guardaba en un ropero). Fue sonriendo y practicando lo que iba a decir llegado el momento en que el sol empezase a caer y por fin, después de cinco meses, liberaran a Carlos Villarreal junto con todos los demás que esa noche habían caído.

       1990

      El 25 de octubre de 1990, después de una temporada de romance intenso, Carlos Villarreal y Beatriz García contrajeron matrimonio.

       Él, con veintiún años y ella pisando los dieciocho, decidieron pronunciarse votos y se prometieron amor en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Se juraron amor de por vida hasta que la muerte los separe. Sellaron la unión con aplausos, lágrimas y risas. Dejaron su marca en el tiempo con fotos, vestidos de gala, y comiendo a lo grande, bailando hasta el amanecer, interactuando con las dos familias involucradas en la unión. Ahora en sus dedos descansaban unas alianzas de oro, gemelas, que los vinculaba de forma directa y legal.

      1991

      El calendario hace hincapié en el día catorce del mes de febrero, cuando Beatriz empezó a sentir náuseas y que una vida se alojaba en su vientre. Lo sentí desde mi primer atraso. Creyó que había un bebé en su interior, y una prueba de embarazo le dio la razón. Esperó sentada a Carlos y cuando lo vio atravesar la puerta, lo hizo sentar en la mesa. Le hizo un mate y, con los ojos llenos de lágrimas, anunció que estaba embarazada. —Si es varón, le vamos a poner Carlos Fabián —le dijo él totalmente decidido. —Se va a llamar Matías. Es un varón, lo sé ya. Algo me lo dice en todo el cuerpo —le respondió Beatriz y se fue corriendo a vomitar. Cuando hubo terminado con sus espasmos, desde el baño gritó: —Se va a llamar Matías Ezequiel. Ah, Feliz Día de los enamorados. Su voz sonaba con eco. Carlos ya se había acostado en el sillón y estaba sumido en un profundo sueño reparador que acompañaba con ronquidos, que apagaron el trayecto de la voz de Beatriz.

       22 de octubre de 1991

       Beatriz García se despierta a las cuatro de la madrugada. Su panza es enorme y un bebé ya formado del todo nada por sus entrañas y le recuerda que está vivo. Que están vivos los dos. Ella se toca la panza y sonríe. ¿Hoy salís, no?, se pregunta en voz alta. Carlos, a su lado, descansa con olor a alcohol en la boca. Ella lo mira, lo observa cuando duerme y se da cuenta de que puede amarlo sólo cuando está así de inerte y cuando no está haciendo estupideces o volviendo tarde a casa con los ojos enrojecidos. Se da cuenta de que está dejando de sentir ese lazo que los unía. Mientras tanto, toca su panza y sonríe. No quiere amar a un hombre borracho y pestilente. Ella sólo tiene amor incondicional para el hijo que lleva en el vientre. El sol amenaza con salir muy tímido y ella siente una punzada que le asegura que las contracciones no van a parar. Intenta despertar a Carlos y, como no consigue resultados, se levanta para preparar el bolso. Mete pañales, ropita de recién nacido, un perfume Baby Johnson, mientras se sostiene contra la pared porque una contracción asestó contra su estabilidad. Abre la canilla de la ducha y pone la radio a todo volumen en el equipo de música que ambos habían recibido como un regalo cuando se casaron. Carlos salta de la cama sin entender nada. Como si depositaran a un ser vivo en una olla llena de realidad líquida e hirviente, libre de toda anestesia y borrachera que apaga el cuerpo junto con la cabeza. La mira y abre grande los ojos. Entiende lo que está pasando y comienza a ayudarla. Las contracciones se vuelven más constantes a eso de las seis y media. Pero le llama la atención que no le duele como pensaba que le iba a doler. Quizás, sus expectativas del dolor de parir eran muy altas. También revolotea, en su cabeza, la idea de que si su bebé no le hace doler es porque algo malo está sucediendo. Piensa en un bebé flaco y sin fuerzas. Sin ganas de salir a conocer el mundo. La angustia invade su pecho. No siente dolores. Las contracciones disminuyen, pero el médico no puede entenderlo, el bebé parece venir en camino de todas formas. Siendo las 07:32 de la mañana, y con una tormenta de primavera que estallaba en el cielo con relámpagos parecidos a raíces de luz, Beatriz alzó su grito de guerra en el mundo sólo dos veces para que su bebé pudiera ser expulsado de su cuerpo y así poder transitar el camino de la maternidad, al que adornaría con gemas de experiencia. Un camino que ya se había descubierto desde los inicios, con esas nauseas tan premonitorias, y que ahora estaba preparado para ser transitado. La ausencia de dolor extremo que imaginaba sólo le dejó más tiempo para sonreír mientras se lo acercaban. Vio un cuerpo con muchos pelitos, un pelo negro azabache que adornaba la cabeza del recién nacido, que solamente lloró cuando le cachetearon las nalgas. Quedó enamorada de tan preciosa e hinchada creación que tenía en sus brazos. Le besó la frente para darle inicio al mismo lazo que los unía cuando él. Ahora estaban juntos para caminar en la vida. Carne con carne. Unidos para siempre en un mundo que se caía a pedazos, y del que mucho no importaba. Eran ellos dos, contra lo que pudiera pasar. Beatriz lloró de felicidad y bañó a su hijo en lágrimas. Carlos no había hecho el curso para presenciar el parto. Se adjudicó débil para esas cosas. Y durante esas horas se la pasaba tomando vino y comiendo asados con amigos nuevos que conseguía todo el tiempo. Cuando por fin pudo ver a su bebé en brazos, un brillo le iluminó los ojos, aunque no parecía entender lo que veía. —Está hinchado, ¿no? —dijo el reciente padre, dudando, pero siendo sincero. Se notaba a leguas que jamás había tenido un bebé en brazos, ni a sus hermanos menores. —Sí. Y es hermoso. Ahora está hinchado —le dijo Beatriz, reacia con cualquier crítica que pudiera deformar el concepto