Parálisis onírica. Matías Villarreal. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matías Villarreal
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9789874935205
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de reaccionar. —Mati, él es Coco, nos conocimos en la rockería.

       Coco me extendió la mano y, mientras me miraba a los ojos, abrió la boca y conocí su guardiana voz.

       —Hola, campeón. Hoy vine a conocerlos. Tenía muchas ganas de saber cómo eran los hijos de ella —ladeó su cabeza hacia mi madre— …y también vine a pedirles la mano de ella. Quiero ser su novio. Quiero ser su marido algún día. Quiero respetarla, ayudarla y hacerla sentir la verdadera mujer que es. Yo no quiero que piense que los hombres que pasaron por su vida la maltrataron. Es una mujer hermosa, con unos hijos hermosos y se merecen lo mejor. Si me dejan, yo quiero ayudar.

       —¿Vas a ser nuestro nuevo papá? —dijo Belén, mientras tomaba un Baggio de Manzana.

       Todos nos echamos a reír. Coco se puso rojo, un brillo de bondad bañaba sus pupilas. Unas lágrimas salieron de sus ojos y nos contó que no tenía hijos.

       Nos contó que trabajaba manejando colectivos y mi hermanita le preguntó cuánto ganaba por mes. Mamá la retó y Coco prefirió no responder. De todas formas, algo me decía que además de quererlo, mamá había buscado a un nuevo marido para que nos ayudara económicamente. Me odié por pensar en eso, así que decidí mitigar ese pensamiento contando mi novedad.

       Alcé una taza con restos de café y le pegué con una cucharita.

       —Atención, familia y Coco, les tengo que contar algo… —el suspenso nunca fue lo mío así que directamente fui al grano —voy a ser el abanderado del acto de la promesa a la bandera. Me eligieron, mamá, me eligieron.

       Mi madre se abalanzó sobre mí y me estrechó con fuerza a su cuerpo. Sus lágrimas, calientes; su olor, tan rico en el pelo; su suéter, negro; y el corazón latiendo con fuerza y orgullo. Nos fundimos en un abrazo que no pasaba hacía muchísimo. De esos abrazos que reviven la suma infinita de abrazos que uno se puede dar con quienes ama.

       El lazo que nos unía ahora se multiplicaba en múltiples filamentos que enlazaban su cuerpo con el mío. Amaba a mamá, de nuevo y como nunca lo había hecho.

       Hicimos un asado para festejar y vinieron personas a saludarme. Todos los que me querían. Esperé hasta las doce de la noche con la esperanza de que alguien le contara y él decidiera venir corriendo a verme. Pero no pasó. Mi papá estaba desaparecido de nuestras vidas y un hijo abanderado no iba a lograr que viniera.

       De todas formas, qué importaba. Esa misma tarde, un señor bajito, morocho y con un jopo que caía sobre su frente había tenido la cortesía de pedirme la mano de mi madre y ayudarme a ser un verdadero “hombre de la casa”.

       Abanderado y con nuevo padre. La vida me soplaba brisas de tranquilidad, y un aroma dulzón empezó a manifestarse en los días siguientes. Aunque cada tanto me despertaba y pensaba en ¿por qué? ¿Por qué nos hizo esto a nosotros?

       El día había llegado y mi pelo no estaba bien crecido del todo. Mamá siempre había optado por llevarme a la peluquería y pedir que me pasaran una maquinita porque mi pelo crecía de una forma horrible y no era maleable. Motivo por el cual siempre me sentí burlado y feo. Mis orejas tienen una forma particular, cuanto menos pelo había en mi cabeza, más apariencia de taza con doble manija tenía.

       Sin embargo, ese día había usado colonia y me había cepillado los dientes dos veces. Practiqué miradas de triunfo frente al espejo y me repetía que todo iba a salir de maravillas.

       Llegamos al colegio y las maestras me miraban como si portara una corona imaginaria. Todas me sonreían, todos lo hacían. ¿Eso era a los 10 años: una figura que despertaba un sentimiento de superación y disciplina? Aunque iba mucho al psicólogo porque la ausencia de mi papá me producía desequilibrios emocionales, ese día no podía parar de pensar en él. En lo que se estaba perdiendo.

       Me dieron instrucciones de cómo sostener la bandera, de cómo incrustarla en esa lata forrada que se pegaba a la franja honorífica del abanderado. Tenerla entre mis manos era como llevar un mástil sagrado. Sentía poder, como si se tratara de una varita mágica gigante que multiplicaba la sonrisa y el orgullo de mi madre.

       «Demos un fuerte aplauso a quien hoy tiene el honor de portar la bandera, y a quienes la escoltan, asegurando libertad y amor por la patria: de cuarto grado, Matías Villarreal, y Daniela Visconti y Federico Trinidad».

       Los aplausos enviaban electricidad por todo mi cuerpo. Se multiplicaban cada vez más. La sangre subía y bajaba, así como mis náuseas y en mi interior ardía la caprichosa esperanza de ver a mi papá entre los cientos de rostros que esperaban vernos ahí parados celebrar a la patria.

       El himno había comenzado a sonar y ahí estábamos los tres, rígidos y serios como las maestras nos habían pedido. Entre las personas que nos miraban había flashes de fotos. Yo cantaba buscando a mi padre entre la gente. Pero no estaba. ¿Por qué pensé que iba a venir? …y los libres del mundo responden al gran pueblo argentino salud… ¿Dónde estaba? ¿Con quién? ¿Tendría nuevos hijos? ...coronados de gloria vivamos… ¿Esa piña que le pegó a mi mamá fue todo lo que nos dejó? ¿De eso se trataba todo, de que te engendren y te lastimen para siempre, para luego irse de tu vida? ¿Odiaba a mi papá? Sí, lo odiaba. Lo odiaba tanto que deseaba verlo muerto. Enterarme de cómo había muerto. Quería poner un aviso en el diario que dijera “Despedimos a Carlos Fabián Villarreal. Mal padre, sorete gigante”. Entre la gente que me fue a ver pude ver los rostros de mamá, de Coco, mi hermanita, mi abuela y mi madrina. La sien me titilaba demasiado y la cabeza me dolía, ¡Oh! Juremos con gloria morir, cantaba mientras una gota de sangre se asomaba por mi nariz. ¡Ohhh! Juremos con gloria morir, ahora sangraba por las dos fosas mientras que por mis cuencas oculares volvían a aparecer las lágrimas que había derramado cuando aquella noche me tiró la televisión. Podía ver los rostros de todos los que tenía enfrente, sus caras estupefactas por culpa de un niño de diez años que sostenía la bandera mientras lloraba y sangraba. Gran papelón. Todo por esperar ver a mi papá entre esas personas que ahora se llevaban sus manos a la boca mientras yo sangraba de forma continua. ¡Ohhh! Juremos con gloria morir, grité con todas mis fuerzas antes de apagarme y ver cómo todo se fundía a negro.

      2000

      Aquellos tesoros de la niñez, el que le roba a un(a) ladrón(a) tiene cien años de perdón

      Me quiero cambiar de colegio. —le dije a mi mamá. —en el colegio todavía me joden por lo que pasó el día que juramos la promesa a la bandera, y me tienen harto.

       —En este momento está medio difícil. ¿Qué te parece para el año que viene? Te quedan tres meses nomás. Aguantá. —mamá me acarició el pelo y me miró de forma dulce.

       Me besó la cabeza y se fue a limpiar. Me quedé tirado en la cama leyendo y jugando con un libro de “Elige tu propia aventura” que se trataba del Titanic. Aunque trataba de elegir las opciones que me aseguraban morir, de alguna u otra forma siempre quedaba vivo y eso me daba rabia. Lo tiré a un costado de la cama y me puse a contar mis figuritas de Dragon Ball. Eran más de 250. Mi propio tesoro, los billetes de mi infancia. Las miraba todos los días y las clasificaba por tipo, por repetidas, por hologramas. Las amaba realmente, como cualquier niño que descubre el sentimiento de atesorar cosas.

       La señorita Griselda era una mujer rechoncha y de cara seria, y nos llamaba la atención por todo. Estar en su curso de Lengua era como practicar el arte de quedarse quieto y trabajar en silencio, porque ella no toleraba los ruidos. Sus clases eran como velorios sin llantos. El lenguaje de basaba en miradas y movimientos de labios. Cada tanto una risita. Pero siempre hablando con el compañero que tuvieras cerca, muy cerquita.

       Mientras ella corregía pruebas, y después de que nos dictara las consignas para trabajar, yo me dedicaba a intercambiar figuritas repetidas.

       Había una sensación de adrenalina muy fuerte cada vez que lo hacíamos; una simple mirada de esa mujer, que no perdonaba y nos gritaba con su voz finita e infernal, podía arruinar toda la jugada. Nos paralizaba y, mientras se acercaba, nos estudiaba el cuerpo y la cara, para luego sacarnos el tesoro, que devolvía al final de la clase.