Parálisis onírica. Matías Villarreal. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matías Villarreal
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9789874935205
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preguntas, mutantes, antes de dormir

       ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué me eligió a mí? ¿Dónde estaba mi mamá cuando eso pasó? ¿Dónde estaban todos cuando eso pasó? ¿Por qué me sentía incapaz de contárselo a alguien? ¿Por qué tenía erecciones cuando recordaba aquello que pasó? ¿Por qué tenía pesadillas con eso que pasó? ¿Cuándo me iban a empezar a gustar las mujeres? ¿Por qué cuando sentía olor a vino o cerveza, una angustia se despertaba en mi interior y me golpeaba las paredes de la garganta y anudaba todo a su paso? ¿Por qué Mirtha apareció, al día siguiente de lo que me hizo, en casa con la cara desfigurada por golpes, y mi tío, por la noche, lloraba gritando que era una puta de mierda que se había hecho un aborto? ¿Qué mierda era un aborto? ¿Por qué todos hablaban de Mirtha como si fuese una asesina que había roto los sueños de mi tío? ¿Por qué Mirtha había desaparecido para siempre de nuestras vidas sin decirme aunque sea “chau, pendejito, chau”?

      Diariamente una de estas preguntas aparecía en mi cabeza y me carcomía la atención. Pero no encontraba respuestas, y las preguntas mutaban en otras preguntas que me carcomían más, cuyos recuerdos estaban salpicados de miseria, asco y culpa.

       Nunca sabré su verdadero motivo, jamás voy a saber por qué me tocó. No recuerdo su apellido, quizás jamás se lo pregunté. Mamá estaba en la casa de mi abuela. Habían dejado a Mirtha durmiendo en mi habitación, pero ella insistió en colarse en el cuarto de mamá para dormir conmigo, para romperme por dentro y llenarme de mierda.

       Sentía vergüenza por pensar o querer expresar lo que me había pasado, había un miedo invisible mientras me sumergía cada vez más en un imaginario paranoico, contárselo a mi mamá resultaba catastrófico. Entonces, sólo me quedaba en silencio, haciéndome preguntas sin respuestas. Analizando toda esa situación de aquella noche, separando cada momento y tratando de entender por qué lo había hecho, por qué me lo había hecho. Eso es un abuso, una ruptura en el pensamiento de alguien que todavía no ha crecido y no puede procesar todo lo que le pasa. Terminar con su inocencia, llevarlo a un terreno desconocido y no apto, tirarlo ahí y abandonarlo.

       Las erecciones eran puramente producto del estímulo que recibí y la presión que me auto-ejercía para no gustar nunca más de un chico. Al fin y al cabo, no me quería quemar en el infierno.

       Las pesadillas eran el resultado de una gran masa oscura que mi mente trataba de procesar y olvidar.

       Las mujeres me empezaron a gustar, pero la mayoría tenían más de treinta años y eran las amigas de mi mamá. A las que les hacía bailes de stripper mientras ellas aplaudían y las hacía reír. No me gustaban las mujeres, las amaba.

       El olor a vino y cerveza me angustiaba porque me recordaban a las dos personas que quería ver muertas y destrozadas: Mi papá y Mirtha. En el mismo ataúd si fuese posible, cortados en pedazos.

       Mirtha estaba embarazada del tío Julio pero decidió hacerse un aborto con una vecina que los hacía en la otra punta del barrio. A mi mamá le dijo, llorando, que no estaba preparada para ser madre.

       Un aborto, según me explicó mi mamá cuando Mirtha se había ido de casa con la cara rota por los golpes de mi tío cuando se enteró, era «una operación para sacarte un “casi-bebé” que tenías por hacer el amor sin cuidarte, y porque a veces las cosas no funcionan y es mejor matar a la semillita antes de que se convierta en un bebé y llegue al mundo para sufrir». Como me había pasado a mí, pensé. Quizás yo hubiese querido un aborto para mi vida. Le pregunté a mi mamá si ella me hubiera abortado antes de verme sufrir. Sus ojos se inundaron de un brillo lacrimoso y me abrazó fuerte. Me dijo que me amaba y sentí la necesidad de contarle lo que Mirtha me había hecho. Pero las palabras se quedaban atoradas en mi cabeza y no descendían por mi garganta. Sentí que en ese momento era mejor cederle el espacio al “casi-bebito” que esa perra inmunda había elegido sacar de su cuerpo. Abracé fuerte a mamá, pensé en un bebé cortado en pequeñas partes. Mis arcadas empezaron a invadirme la mente.

       Mamá me preguntó si me sentía bien y le dije que sí. Que estaba impresionado. Esa tarde aprendí que había mujeres que pagaban para sacarse bebés y otros reciben dinero por hacerlo.

       Cuando, acostado, me tapaba hasta la cabeza y quería dormir, comenzaban las preguntas de siempre, y algunas nuevas: ¿Por qué me hizo esto a mí y además asesinó a su bebé? ¿Por qué? ¿Tiene algo con los niños? Los odia. Ella me odiaba.

       Palabras afiladas y nuevos odios

       Estuve sin poder decirlo y levantándome todos los días con la misma sensación: Mirtha me había tocado el cuerpo, me había hecho cosas feas. En la tele veía casos similares. Pero no podía hablarlo. Cada vez que intentaba buscar el momento, algo me interrumpía. A veces era mi propia mente que gritaba: te salvó del infierno. Ya no vas a ser puto nunca más. Otras veces la palabra “abuso” aparecía en todos los lugares, en todas las noticias.

       Y como una marea que sube por la noche y obedece los deseos de una luna, cubrí toda mi superficie con cosas que trataran de no anclarme en ese momento, en esa noche, aunque fallaba muchísimo. Mamá me había dicho que ese año en el colegio haríamos la promesa a la bandera. En su cara vi el deseo más profundo en mucho tiempo: quería que sea abanderado. Me lo repetía todos los días: que yo era un chico muy inteligente y que me amaba. Me miraba con sus ojos negros, y un manto oceánico de cariño me bañaba y me sentía renovado.

       Iba a lograrlo. Me propuse sacar buenas notas y a tratar de hacer todo lo posible para que mamá estuviese feliz.

       De día estudiaba intensamente y por las noches, me sentaba con mamá frente al televisor a tomar café (me servía porciones minúsculas en tazas de porcelana berreta) y mirábamos películas en I.Sat.

       Ella estaba soltera de nuevo y se sentía tan sola que me convertí en su amigo. Y mi principal sorpresa para celebrar nuestra amistad era que iba a ser todo lo posible para estar parado frente al mundo sosteniendo la bandera, siendo una figura de orgullo para ella, grabándome en su memoria por siempre.

       Belén ya iba al jardín. Era vivaracha y hablaba de todo y con todos. Me encantaba verla; su piel morena y sus rasgos oculares eran similares a los míos. Y al mismo tiempo, los dos éramos un poco —demasiado— parecidos a mamá. Nuestra relación oscilaba entre explosiones de ira y enojo, pero a los tres minutos ya nos estábamos riendo de nuevo. Hay algo en la sangre que te une a tus hermanos, el mero hecho de crecer juntos, y es lo mismo que te puede hacer odiarlos en un par de segundos.

       Mi abuela Olga nos mantuvo varios años, se encargó de pagarnos la educación. Aunque cuando ya estaba en cuarto grado, ella y mamá tuvieron una gran pelea y dejaron de hablarse.

       Mamá empezó a mantenernos con la ayuda del tío Julio. Y volvieron a salir por las noches. El destino elegido era una inmortal “rockería” que ambos frecuentaban desde tiempos remotos, desde que eran chicos. Un antro lleno de historias donde sonaba música country y de estilo Rockabilly. Se expresaba mediante una danza extraña que se basa en pasamanos y en ocuparte de llevar de acá para allá a tu pareja. Mirarse a los ojos y sentir que ambos se manejan al mismo ritmo mientras a tu alrededor el tiempo sigue avanzando. Mamá me había enseñado a bailar. Y nuestros días se iban entre abrazos y música country, que escuchábamos a un volumen alto mientras ella limpiaba la casa.

       El destino empezó a sonreírme el día en que estaban anunciando los próximos abanderados para el acto de promesa a la bandera y dijeron mi nombre:

       Matías Villarreal. Un grupo de pequeñas cabezas giraron, al mismo tiempo, y más de cincuenta ojos estaban depositados en mí. Salté de la silla, a modo de festejo, y en el recreo todos se acercaron a felicitarme. No podía esperar hasta llegar a casa y contarle a mamá que lo había logrado. Si la felicidad y la buena suerte pudieran enfrascarse, juraría que ese día había tomado un poco de esa pócima. Mi sangre se sentía menos contaminada, como si todas mis células tuvieran una sonrisa grabada en alguna parte de sus microscópicas existencias.

       Esa tarde en casa me esperaba ella, mi hermana y, además, un hombre que jamás había visto en mi vida.

       Entré, los vi riéndose y saludé de forma tímida