Parálisis onírica. Matías Villarreal. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matías Villarreal
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9789874935205
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sentía su perfume antes de verla, mi corazón se sacudía y quería aferrarse con fuerza a ella y todo su mundo: era la viva promesa de que las chicas me seguían gustando, y me veía caminando con ella por un valle, sin zapatillas y vestidos de blanco, yendo hacia la cima a unir nuestras almas en un matrimonio imaginario, bajo un cielo caprichosamente estrellado y bichitos de luz parpadeando en todo mi escenario.

       Pero tenía que hablarle. Llegar a ella era imposible. No figuraba en su campo visual. ¿Qué miraría una chica tan mala? Cuando descubrí que su mochila era de Nirvana, pensé que tenía un punto a favor. Pero mi corazón caía en mares de preocupación cuando la veía hablar con los chicos de secundaria. Podría ser beneficioso que compartiéramos el gusto por las melodías de Kurt Cobain, pero había tanto que un muchacho de secundaria podía darle. Me iba a dormir con esos pensamientos. Odiando que los días pasaran y ella me ignorara por completo.

       Cuando cumplí trece años, en una caja chiquita y con un diseño totalmente futurista que también parecía un desodorante Rexona, llegó mi primer teléfono celular: Un Nokia 1100. Tener celular era innovador, obligaba a buscar una nueva forma de comunicarse. Cuando la pandemia telefónica se expandió en el colegio, todos empezamos a interactuar buscando un poco de amor. También fracasando en el intento.

       Conseguí el número de Danielle Soto y comencé a escribirle. Al principio no lograba hacerle entender que me gustaba y que necesitaba sentarme con ella a observarla de cerca para abstraerme en su mirada y, sin oprobio, besarla para perderme siempre en ese beso. Esa noche, antes de dormir, me mandó “besitos :-*” por mensaje de texto, y mi corazón saltó de alegría.

       Al día siguiente la vi y me saludó sin mirarme a los ojos. La vi desfilar hacia el patio de secundaria y no entendí qué le había pasado. Danielle seguramente le mandaba “besitos :-*” a todos. Me dolía en el alma, pero quería tenerla a mi lado. Deseaba besarla, que fuera mi salvadora. La mujer que me hiciera feliz antes que sufrir. No podía dejarla ir.

       Salimos un mes entero. Me esforcé al punto de que aceptó que la acompañara a la parada del colectivo. Durante el camino fuimos cantando “In bloom”. Sus encantos me dejaban borracho de alegría, era un espécimen hermoso y roto al mismo tiempo.

       Me convidó el primer cigarrillo que probé en mi vida, el primero que me hizo marear y sentir una constante campanada, como si su voz rebotara en mi cabeza y me hiciera perder el equilibrio.

       Después de fumar, me ofreció un chicle y hablamos un poco más. El momento se aproximaba y ya no sabía cómo domarlo: en segundos nada más llegaría el silencio que definiría si podía besarla o no.

       —Gracias por estos días de charlas, no puedo creer que seas tan maduro para tener trece años. —me dijo Danielle mientras mascaba el chicle y largaba olor a frutos rojos que disfrazaba su aliento Marlboro.

       —No, yo soy cero maduro. Soy experto dando consejos de cosas que no me pasan. Te quiero ver bien, creo que te queda mejor sonreír que esa cara de… —no me dejó terminar la frase. Se acercó sonriendo y acomodó sus labios sobre los míos.

       Nos besamos largo y tendido en la parada de un colectivo que jamás iba a venir. Danielle no tenía necesidad de usarlos porque su madre tenía el local que vendía ropa para bebés a diez cuadras del colegio.

       Mientras la besaba, trataba de sincronizar mi lengua con la suya e imitarla en sus movimientos de besuqueo. Pero era todo tan nuevo que mi concepto de besar fue: entregarse del todo y mucho, sin abusar de la lengua. Eso fue lo que Danielle le contó a todo el mundo de mí, días después de pedirme que dejáramos de hablarnos por un tiempo: “Es interesante, pero usa mucho la lengua”. Y de esa manera, mi corazón totalmente vulnerable (por momentos) comenzó a romperse en cámara lenta cuando me enteré de que estaba saliendo con un chico alto, lindo y todo lo que yo no era. La estaba agarrando en un pasillo, contra la pared, y apretaba su cintura contra su metro cincuenta y cinco. Ella reía y se besaban como una verdadera pareja. Danielle de mierda, pensé, no me enamoro nunca más. Nunca más pienso poner la cabeza contra la ventanilla del colectivo para imaginar cosas lindas, futuros completamente alegres. Al parecer, hay una zona en la que se unen los filamentos del pensamiento con los hilos del corazón, y se forman ilusiones que al romperse se envenenan y se estancan. Y todo es una gran mierda. Al parecer todo obra para que se rompan y mueran de la peor forma. No me enamoro más. Al estar con una chica linda, me había ganado el respeto de mis compañeros que disfrutaban de maltratarme. No dejé de investigar los métodos defensivos de la oruga serpiente y todos los días me los recordaba cuando me veía en una situación tensa con ellos. No te dejes maltratar, inflate de ese falso valor y sé cómo ellos, incluso peor. Cuando quise mirar hacia atrás, el tiempo había pasado volando. Tenía cuatro materias desaprobadas para rendir en diciembre. Mi madre estaba furiosa y había planeado no dejarme salir hasta que me pusiera al día con el colegio.

      La familia

      El primo Nico

      Llegó diciembre con un calor húmedo, de esos que calientan el cuerpo de forma paulatina y constante. Rendí cuatro materias en una semana y ya estaba listo para disfrutar de mis vacaciones. Esa navidad me hice amigo del primo Nico, y la Playstation nos invadía la pubertad, la inundaba como una droga hipnótica que nos incubó un espíritu de sedentarismo. Ya no había necesidad de sacar las bicis y explorar el barrio. Siempre había deseado tener un hermano mayor que me guiara en la vida y me diera soporte. Y eso nunca había pasado hasta que empezamos a ser amigos, además de familiares. Ese verano, junto a él aprendí a no querer ser la oruga inflada que da miedo para no ser atacada. Por fin había encontrado un amigo con quien jugar Resident Evil y matar zombies toda una madrugada mientras escuchábamos discos de Oasis. Empezamos a comprar nuestras primeras cervezas, latas que escondíamos y abríamos cuando mamá se iba a bailar y nos dejaba en casa. El primo Nico tenía la piel morena, dientes blanquísimos y una forma de ser tan suelta y auténtica que en los años siguientes transitamos experiencias juntos que nos hicieron crecer a la par. Vivíamos en el mismo barrio, a sólo dos cuadras, y éramos distintos de los chicos de nuestra edad, que optaban por volverse cancheros y fingir ser rudos. Villeros de mierda, decía Nico cuando se cansaba de ser observado con sorna por aquellos amigos del barrio que ahora decidían escuchar cumbia, tomar vino a escondidas y jugar a los fichines. Mientras nos odiaban por ser los que teníamos Playstation, los que se vestían con pantalones apretados. «Ese punky de mierda y el otro negro que viste como si tuviera un circo desde la cabeza a los pies» nos gritaban muchas veces. Son unos villeros del orto, decíamos con el primo Nico mientras matábamos zombies y decíamos que así de asquerosos eran esos chicos que ahora nos insultaban sin razón, zombies de mierda… se les van muriendo las neuronas de tanto jalar poxi. Para ese entonces, el país seguía atravesando crisis y en las estaciones de tren, en los barrios, en todos lados había una invasión de gente sin hogar aspirando de una bolsa de pegamento. Era una droga barata de la que abusaban personas de todas las edades. Niños, mujeres embarazadas, adultos. Muchos morían por quedarse dormidos con la bolsa en la boca, se les pegaba a los labios y nunca volvían a despertar, asfixiados y envenenados; algunos se caían de los trenes.

      La nona, lo que me contaba los viernes por la noche

       Me quedaba los viernes, toda la noche leyendo las aventuras de un joven y desdichado mago, hasta dormirme con mi pijama favorito y despertarme al día siguiente sabiendo que era sábado, y las chicharras celebraban la salida del sol. Sentía el olor a café y tostadas que venía de la cocina, asegurándome que estaba en la casa de la nona. Cerraba los ojos y me desperezaba en la cama, asimilando ese momento como si fuese el más importante de mi vida, mientras unas fuentes invisibles de alegría segregaban chispas desde mi corazón a todo el cuerpo cuando la abuela se asomaba por el marco de la puerta gritando que era hora de levantarse, simplemente porque hacía un día hermoso ahí afuera.

       La nona, la gringa, era mi abuela. Una mujer de hierro que nació en Tucumán, entre ocho hermanos más que hacían lo mismo que ella: trabajar para sus padres y entre todos juntar una moneda para comer todos los días. Todo comenzó en 1952, cuando mi bisabuela, María Hernández, y mi bisabuelo, Brahim Abasse,