Parálisis onírica. Matías Villarreal. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matías Villarreal
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9789874935205
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empezar otro. Me esperaba, en la página 215, un poco del brillo de vida que sentí que había perdido o me habían robado. Leí “Harry Potter y la piedra filosofal” catorce veces. En cada lectura encontraba detalles nuevos y me había llegado un rumor: la película venía en camino. Ese verano, con mis primos, nos pusimos a juntar cobre de cables que no servían y que encontrábamos en las calles o, en todo caso, robábamos. Tenía que buscar la forma de conseguir el segundo libro. Mamá me regaló “Harry Potter y la cámara de los secretos” para año nuevo y, sin saberlo, participó activamente de que empezara a leer para sanarme. Sin entender cómo funcionaba, y hasta admirando mi capacidad para estar quieto y volando al mismo tiempo, pasaba por al lado mío y me besaba la cabeza cuando me veía con un libro abierto y los ojos buceando entre letras; en los territorios curativos de mi imaginación. Y así fue como muté por primera vez, y muy a lo lejos y cada vez más cerca. Abrir un libro se convirtió en un gran alivio para los recuerdos que me perseguían, leer se convirtió en mi actividad favorita, a la que descuidaba sólo porque me había fanatizado con “Nevermind”, un disco de Nirvana que se había olvidado un amigo de mamá hacía mucho. El día que se fue tomó prestada una bicicleta que jamás devolvió y yo me tomé la libertad de apropiarme de ese disco, valía mucho más. Había empezado una nueva etapa en mi vida. Era malo y odioso durante el día, la voz de Kurt Cobain expresaba los desgarros internos que sentía en el pecho. Mientras que por la noche, J. K. Rowling me curaba con sus párrafos y conjuros, actuando como un bálsamo.

      2001/2002

      Teoría de defensa para sobrevivir en el colegio

      Lo mejor de tener once años era que ya podía camuflarme detrás de cualquier libro y así ocultar mi cara de enojo. Lo peor: estaba todo el tiempo enojado.

       Todo me producía ira, pero lo ocultaba bastante bien. Era realmente malo para los deportes y eso me jugaba en contra todos los días.

       El cambio de colegio no fue tan bueno como esperaba, me cambiaron a uno nuevo y estaba rodeado de flacuchos apenas más altos que yo, y mucho más deportistas.

       El primer día me condené, aunque lo presentí desde un principio, y me senté con los del fondo. Cinco chicos que habían repetido de grado y además tenían serios de problemas de conducta. Eran ruidosos, hablaban de forma ruda, se hacían los machos. En cambio, yo era silencioso por excelencia, tímido y demasiado ocupado pensando en los libros de Harry Potter como para engancharme en sus bromas pesadas. Pero como esas relaciones enfermizas de las que me costó salir, por miedo a estar solo en un lugar tan grande (a veces es un colegio, otras el mismísimo mundo), me quedé y me banqué el maltrato con la falsa ilusión de que en el algún momento se transmutaría en respeto, en una aceptación que no fuera a cambio de humillación.

       Regla número uno que aprendí del maltrato: dejándote maltratar te convertís en un ser más débil y totalmente despreciable. La única forma de revertir esto es corriendo lejos de las personas que te agreden. También, podés soportar el maltrato hasta que un día te morís por haberte callado las cosas tanto tiempo, porque el maltrato llegó demasiado lejos. Esas cosas en el otro no podemos cambiarlas, lo único que me indicaban era que me salvara corriendo de ellos y que buscara compañeros más pacíficos, esos que no parecían estar fingiendo ser alguien que no eran.

       El nuevo colegio tenía demasiados salones para todo el mundo. En los recreos solía recorrerlo e idealizaba una especie de Hogwarts. Escaleras por todos lados, que en mi mente se movían y cambiaban de lugar todos los viernes. También cada profesor tenía asignado un profesor inventado por Rowling. Vivía en un mundo que combinaba la fantasía que me permitía volar y hacer todo más llevadero, y esos vuelos eran interrumpidos por el bullying constante que recibía por parte de los chicos del fondo.

       Era muy bueno en clase, cada cosa que contestaba me aseguraba un nuevo maltrato. Así que dejé de hacerlo y me apagué, me quedé totalmente en mi lugar: callado y sin vida como un fósforo usado y apagado.

       Pero fue peor, mi aspecto tímido les había empezado a molestar. Ya no bastaba con pararles el carro cuando me tiraban papeles llenos de baba o me dibujaban pijas en todas mis hojas. Mi forma de sobrevivir a ellos, al no poder abrirme con otros compañeros, fue simulando ser la misma mierda, convertirme en un violento.

       Lo descubrí una mañana mientras miraba un documental en Discovery Channel. Estaban hablando de un insecto que para evitar ser comido por sus depredadores, tenía una técnica que me deslumbró, fue como una lámpara en mi cabeza. Una revelación lumínica que estaba siendo narrada por la voz gruesa y profunda que suele aparecer en los documentales.

      “La esfinge morada o gran esfinge morada proviene de una oruga que se puede encontrar fácilmente en muchas regiones de Europa y Asia, la particularidad de este insecto es que puede convertirse en una agresiva serpiente cuando se le acerca un depredador y quiere saborear su viscosa carne. Mientras es una oruga y necesita protección porque carece de las alas que serán creadas durante su metamorfosis, tiene que valerse de un mecanismo para defenderse: inflar su abdomen. Auténticos maestros del disfraz, ya que cuando la oruga se siente amenazada, se ensancha a lo largo de su cuerpo y su parte posterior adquiere una apariencia que asemeja a la cabeza de una víbora con cuatro ojos enormes. De esta forma va sobreviviendo.

      Y ahí estaba la clave para sobrevivir en el nuevo colegio. Conocía mi condición agusanada y cobarde, pero debía parecer una víbora amenazante. Debía usar mi enojo en la forma correcta y hacerme respetar. Internet nos invadía y los primeros cibercafés abrían sus puertas a chicos que elegían evitar la entrada al colegio y sumergirse en un mundo que empezaba a conectarse sin parar, todos los días un poco más y se unificaba como un ser vivo en desarrollo infinito y desbordante.

       Busqué información sobre la esfinge morada y su oruga. Kurt Cobain empezaba a asomar su voz desgarradora e iracunda en esta nueva etapa de mi vida. Estaba listo para defenderme; mejor dicho, estaba aprendiendo a sobrevivir.

       El primer día en el que me asumí como un insecto mimético estábamos en el recreo, en las típicas rondas que armábamos y desde las cuales nos dábamos el lujo de criticar a todos los que pasaban cerca de nosotros.

       —Mirá a esa, tiene lindo culo pero su nariz está tan parada que parece un chanchito. —dijo Jonathan Farías, un muchacho colorado de ojos claros que siempre tenía olor a snacks de queso.

       —Al menos tiene lindo culo, tu mamá parece una chancha también. Pero de las que se comen a sus crías. —dije yo, y lo hice poner rojo de la ira.

       Todos rieron, pero los cinco del fondo me miraban callados, quizás estaban viendo mi táctica o estaban tramando alguna maldad para ponerme a prueba.

       A Jonathan Farías le contesté eso y debí agradecerle, aunque mi disfraz no me lo permitía, ya que cuando se puso a criticar a esa chica de nariz respingada y mis ojos se posaron en su rostro tan liso y tan único, sentí un dolor en el pecho parecido al que uno siente cuando el corazón se acomoda y se enamora.

       Tenía que averiguar cómo se llamaba. Tenía que aparecer en su centro de atención. Unos ojos grandes y definidos formaban parte de su cara; unas mejillas realmente pulidas y bien ubicadas. La nariz respingada, que le otorgaba un aire de aristocracia, que me hacía imaginar lo suave que podía ser besar su tabique y su frente descubierta. Oler su pelo con ondas, sumergir mi rostro en su melena y dejarle todo en un abrazo o un beso eterno en alguno de los recreos que compartíamos. Pero no sabía su nombre y ella desconocía mi existencia, en un patio gigante salpicado de personas que gritaban excitadas y nos separaban como un cordón de asteroides separa a un planeta de otro. Eso era enamorarse por primera vez, en un lugar tan grande, con tanta gente.

       Flechazo

       Se llamaba Danielle Sotto. Tenía 13 años y había repetido de grado dos veces: la primera vez, repitió segundo por no aprenderse las tablas. La segunda había sido en séptimo grado. Venía de una familia disfuncional compuesta sólo por una madre, que trabajaba día y noche en su negocio de ropa para bebés.

       A Danielle, yo le robaba media cabeza, la distancia necesaria para poder mirarla