Siempre que realizamos un ritual o una ceremonia estamos comunicando con nuestro cerebro ancestral y reptiliano; también es propio de este cerebro la territorialidad y el deseo de poder, que se extiende mucho más allá de un trozo de tierra y que tiene muchas máscaras, como el racismo, la misoginia y cualquier conducta que tenga detrás la emoción asco. El asco es reptiliano. El asco es necesario en la naturaleza para no acabar contagiados con algo venenoso o peligroso para la salud; sin embargo, en el ser humano ha sufrido la mutación de tener asco a las personas por su color, raza, identidad sexual, físico, cultura o clase social.
Los reptiles no se emocionan, pero sí que tienen plataformas de acción, que son la antesala de las emociones. Las tres plataformas de acción de los reptiles son el ataque, la huida y la aversión, que son los escenarios que dan lugar en los mamíferos a las emociones básicas de rabia, miedo y asco. Por todo ello, cada vez que ritualizamos o hacemos una ceremonia estamos comunicándonos con nuestro cerebro del reptil, es como si el rito permitiera no solo metabolizar el hecho a nivel racional, de alguna manera también tiene que metabolizarlo a nivel reptiliano, de no ser así, en los sueños, nos vendrá la información aún no amortizada. Un ejemplo lo tenemos en los rituales de pérdida por muerte. Cuando un ser querido muere, sabemos que somos capaces de reconocer esta muerte y vivirla como tal en el plano racional desde los primeros momentos. Así, cuando nos preguntan qué ha pasado, podemos decir que ha muerto, pero también sabemos que, aunque seamos conscientes de su muerte, a otros niveles más profundos, al difunto lo sentimos vivo, siendo común tener lapsus verbales hablando en presente de la persona fallecida o manteniendo las cosas impolutas en su habitación durante meses, como si estuviéramos momificando sus pertenencias y con ellas su marcha definitiva. De esta manera, es muy frecuente que en sueños aparezca hablando con nosotros y siga estando vivo. Por esto necesitamos de los rituales y las ceremonias, para trasmitir a esta parte tan profunda de nuestro ser lo acontecido y poder metabolizarlo a este nivel. Este momento es fundamental para que la persona sienta que con ese sueño es cuando realmente ha asimilado el fallecimiento en todos los planos de su mente.
A la mañana siguiente Natalia, Pedro y Félix despertaron con la resaca que produce dialogar tan de cerca y de una manera tan consciente con su biografía. Cuando esta comunicación se establece a nivel del cerebro del reptil, mamífero y humano, se siente una especial luminosidad en la mente, es como si millones de neuronas que han estado desconectadas comenzaran a comunicarse entre sí, fluyendo “el darse cuenta” y con ello lo fantástico y atroz de la información. Félix había conseguido dormir siete horas seguidas después de bucear sobre su vida y su forma de vivir. De los tres, curiosamente, era el que menos tenía que perder, ya que en este momento no poseía nada estimulante en su vida. Puede parecer extraño, pero aquellas personas que tienen menos necesidades son habitualmente las más felices. La felicidad no está tan ligada a la meta como creemos, ni sucede cuando conseguimos lo que deseamos; precisamente, al conseguir algo somos menos felices que cuando planificamos o deseamos lo que queremos. En este momento Félix sentía la tranquilidad de aquel que no tiene incertidumbre, ya que nada peor puede pasar. Estaba solo, no tenía a nadie esperándole, ni que sufriera por su desgracia. Sus viajes, que eran lo único que le motivaba en los últimos años de su vida, tendrían que esperar durante una temporada. Por ello, por primera vez hizo lo que tantas veces le habían indicado y no había hecho, pidió utensilios para afeitarse y asearse él mismo, tenía todo el tiempo del mundo para realizarlo.
Natalia se despertó con la sensación de que algo no estaba totalmente cerrado en su mente. El análisis realizado la había dejado con la sensación de que en este momento no podía tener algunas respuestas, ya que aún había preguntas que no se había hecho. Se levantó y desayunó tranquilamente, tenía tiempo de sobra para poder mirar el despertar de Madrid desde el balcón de su estudio y luego se fue para el hospital con la intuición de que hoy sería un día muy especial.
Pedro se despertó después de apagar dos veces el despertador, estaba aturdido, es como si las horas de sueño hubieran pasado muy deprisa. Ese día tenía durante la mañana tres pacientes en su consulta y después, al mediodía, dos horas de hospital. Se levantó, decidió desayunar en una cafetería cercana a su consulta y marchó con paso firme, en su mano izquierda tenía el maletín, en la derecha su mochila con la ropa de Escarabajo dentro.
Cuando Natalia llegó al hospital se dirigió a la planta segunda donde se encuentra su despacho, cuando llegó a la recepción a recoger sus historias le estaba esperando una señora de unos setenta años que, al verla llegar, se levantó con una sonrisa y se dirigió hacia ella.
– Eres Natalia, la psicóloga, ¿verdad?
– Sí, dígame –le contestó Natalia con asombro.
– ¿No se acuerda de mí?
– Lo siento, ahora no caigo, ¿la conozco?
– No, no tiene que conocerme. Yo a ti sí que te conozco, y tanto, te vi nacer. Pero es normal que tú no te acuerdes de mí, además, ahora soy muy mayor, por no decir muy vieja.
– ¿Quién eres? –exclamó con ciertos nervios Natalia–. ¿Me vio nacer?
– Soy Mª Luisa y estuve cuidando de ti durante más de dos años, hasta que fuiste a la guardería. Tu madre tenía que irse al instituto y tu padre a las pocas semanas de que nacieras tuvo que embarcar.
– Pero bueno, Mª Luisa, dame un abrazo.
Lo que era un abrazo de cortesía al principio terminó siendo una fusión de dos cuerpos que se conocían, de dos pieles que se recordaban, es como si al oler a Mª Luisa, le llegara a Natalia un vendaval de sensaciones. Ella no podía acordarse de Mª Luisa, pero su piel sí y su olfato mucho más.
– ¿Y qué haces en el hospital? ¿Cómo sabes que trabajo aquí?
– Bueno, ya lo sabía desde hace tiempo, me lo dijo tu madre un día que pase por Sanxenxo. Nos vimos y estuvimos hablando mucho tiempo y ella me lo contó.
– ¿Qué te contó? –preguntó Natalia.
– Bueno, muchas cosas, ya sabes cómo somos las gallegas, nos contamos sin decirnos casi nada, pero entendí que estaba preocupada por ti. Y puesto que eres como una hija para mí, aunque no me recuerdes, me dije, un día voy temprano y a ver si podemos hablar.
Natalia en ese momento, sonrió. Cuando despertó sabía que hoy iba a ser un día especial, pero nunca hubiese adivinando que de pronto iba a visitarla la mujer que la cuidó durante sus tres primeros años de vida. En casa se había hablado de Mª Luisa, pero ahora que la tenía delante sentía algo especial por esa mujer, tenía una mirada limpia y sobre todo tenía tremendamente limpia la expresión. Era como si descubriera que era adoptada y tuviera a su madre delante, en este caso al revés, ya que siempre había tenido presente a su madre de sangre y ahora se presentaba su madre adoptiva. Tal como hablaba, en el tiempo que estuvo con ella, no fue simplemente una mujer que la cuidaba, había sido como una madre. De hecho, conociendo a su madre, no hubiese dejado que nadie sin ese perfil estuviera con su hija.
– Ahora tengo que visitar a unos pacientes en las habitaciones, pero si quieres comemos juntas.
– Claro, qué ilusión me hace oírte decir que quieres que comamos juntas. ¿Dónde quedamos?
– En la puerta principal del hospital a las 15.00 horas, después no tengo que volver hasta las 18.00 horas.
– Pues así quedamos, Natalia.
– Así quedamos, Mª Luisa.
Y se dieron dos besos y un abrazo, esta vez apretándose con las manos y los codos, la una sobre la otra. Se miraron una vez más y se dijeron hasta luego.
Una vez afeitado y aseado, a Félix parecía que le habían quitado diez años de encima. Entró López, uno de los enfermeros que estaba de mañana en la planta de trauma.
– Por Dios, qué te ha pasado Félix, si tienes cara y labios,