El árbol de los gatos. Marcelo Motta. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcelo Motta
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878346175
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mí. Dijo que él era un médico reconocido, y que yo no sabía con quién me estaba metiendo. En todo caso, la amenaza vino de él. ¿Entienden?

      —Déjese de joder, Contreras.

      Iván me fulmina con otra de sus miradas desaprobatorias.

      El mal abogado enciende un cigarrillo, y nos convida. Yo no acepto. Iván agarra uno, mientras pregunta:

      —¿Qué hizo después? ¿Insistió con las llamadas? Porque según Berta, su secretaria, usted lo llamaba dos y hasta tres veces al día.

      —Sí, lo hice. Claro que sí. Pero nunca contestaba. No quería hablar conmigo. Me tenía miedo. Así que un día me aparecí por el consultorio.

      —Y fue así como cobró los quinientos mil pesos —asegura Iván—. Lo persiguió, lo amenazó, y tal vez llegó al extremo de pensar en matarlo.

      —¡No lo maté! —grita Contreras.

      —Dijo que si no le pagaba, contaría la verdad —agrego—. Y Pereda prefirió el silencio.

      El abogado baja la vista al piso. Se toma las manos como en un rezo y las apoya sobre las piernas. Baja el tono de voz, como si estuviera cansado.

      —Sí, prefirió el silencio. No sé qué pasó luego. Desaparecí de su vida y no lo jodí más. Se los puedo asegurar. Ya tenía lo que quería. La guita. Me la gané tapando la verdad a la prensa. Actué honestamente. ¿Qué pretendían, que le contara la verdad a todo el mundo, después de que el tipo me pagó? No señor, conozco los límites.

      Me empiezo a reír. El tipo sí que es una absoluta mierda, no me caben dudas. Miro a Iván y los dos nos levantamos de las sillas.

      —Bien, señor Contreras. Nos volveremos a ver. Gracias.

      —¿Qué, no me van a detener?

      —No por ahora —contesta Iván—. Puede dormir tranquilo, al menos por un tiempo. Nos pondremos en contacto con usted.

      Saludamos a Contreras, quien se queda como una estatua.

      Salimos del edificio.

      Al subir al auto, otra vez pienso en voz alta:

      —Él no pudo haber asesinado a Pereda. Una vez que cobró la guita, desapareció de su vida. ¿Para qué matarlo, cuando ya obtuvo lo que quería?

      —Claro, podría obtener más guita dejándolo vivo —contesta Iván, y arranca el auto, cuando comienza a caer una fina llovizna sobre Buenos Aires.

      Esa noche de otoño, Berta Molina plancha en la sala. El televisor permanece encendido en el canal de novelas de México.

      La lluvia repiquetea como una ametralladora en el techo de chapa. Berta deja la plancha sobre la mesa cubierta con una sábana, y va a la cocina por un vaso de jugo.

      Pancha duerme en el sillón.

      El ruido de la lluvia tapa el de la cafetera.

      La mujer vive sola. Pedro la había dejado hace dos años, cuando estaban a punto de viajar al sur. El cáncer de garganta crecía, pero él nunca había dejado de fumar. “De algo hay que morir” decía Pedro.

      Y al final, se murió.

      Ahora Pedro duerme en uno de los nichos del cementerio.

      Berta vuelve al living con un vaso de jugo de naranja, dispuesta a seguir planchando, pero nota que algo falta en la mesa. Y no se da cuenta de qué es lo que falta.

      Pancha, ahora despierta, observa los movimientos de la mujer. La gata tiene las orejas bajas y la cola entre las patas.

      —Misha, ¿qué te pasa?

      La gata mira fijo a la mujer, con profundos ojos verdes.

      La mujer siente la mirada de su mascota.

      Y el golpe.

      Y el ruido a huesos rompiéndose.

      Un planchazo de costado, en la sien. Berta cae al suelo como un árbol talado.

      Y el ruido de la cabeza que golpea el piso.

      Y Pancha, o Misha, mirando fijamente a su dueña en el living.

      Y el charco de sangre in crescendo.

      Terminaba de darme una ducha tibia, dispuesto a meterme en la cama con Cementerio de animales, cuando suena el celular.

      Me rompe soberanamente las bolas hablar por celular, y más cuando estoy dispuesto a irme a la cama con un buen libro.

      Es Iván. Berta había muerto, y él ahora me espera en la escena del crimen.

      Me seco lo más rápido que puedo, me visto y llego al lugar media hora después.

      No me gustan los cadáveres, y Berta se había convertido en uno, ahí, tirada en el living, en medio de un charco de sangre. Los ojos no están, o al principio creí que no estaban.

      Más tarde compruebo que habían sido quemados.

      —Un planchazo en la sien —explica Iván—. Eso fue todo. No vio el golpe. Después le quemaron los ojos. El asesino se metió sin robarle nada. Ni siquiera revolvió buscando valores o dinero. Nada. No se trata de un robo.

      —¿Una venganza? ¿Alguien que la quería ver muerta? ¿Por qué? —pregunto.

      Los forenses se mueven en el living. Analizan la escena del crimen, entre cintas de peligro, guantes de látex y sustancias fosforescentes y alcalinas para detectar huellas.

      Yo, por más que pienso, no entiendo el móvil. La mujer jubilada no guardaba ahorros. Ni siquiera una cuenta en el banco tenía.

      —Una simple secretaria —dice un perito.

      —Una simple secretaria de una persona que ocultaba algo —agrega Iván, y todos lo miran—. Pereda no era trigo limpio, y la pobre tal vez pagó una deuda por él.

      El piso de Marcelo Correa es pequeño pero lujoso. Vive sólo, disfrutando de su divorcio. Un año luchó para divorciarse de Camila, y lo consiguió. La soltería, para algunas personas, a veces se convierte en algo similar a un paraíso.

      Cuando Marcelo llega de la clínica San Lucas esa noche, lo estamos esperando.

      —¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen en mi casa?

      Iván se levanta del sillón de diseño y sonríe.

      —Mucho gusto, señor Correa —dice, estirando la mano para un saludo, el que no es correspondido por el médico—. Me llamo Iván Roverez, y éste es mi socio, Mateo Luján. Estamos investigando acerca de la muerte de su amigo, el señor Francisco Pereda.

      —Sí, no me hablen de eso. Me hacen...

      —¿Por qué no hablarle de eso? ¿Le molesta? —pregunto.

      —Él era mi amigo, uno de los mejores amigos que tenía.

      —Pero a veces discutían. Por mujeres compartidas, tal vez. O por algún ascenso.

      —Ah, sí. Compartíamos ciertos gustos. Pero no sé de qué ascenso hablan.

      —Del puesto a Director de la Clínica —digo—. Casi se van a las manos por eso. Un custodio tuvo que separarlos.

      —Y sino, qué habría pasado —prosigue Iván—. Tal vez alguien hubiera terminado con un ojo en compota. Pero no. Alguien se quedó con la bronca contenida. Y ahora el que está muerto es Pereda.

      —¿Qué me quieren decir?

      Correa esboza una falsa sonrisa.

      —Que usted mató al doctor —contesto.

      —¿Cómo se les ocurre...? ¿Por qué creen que querría matar al doctor Pereda?

      —¡Competencia! ¡Celos! Envidia, tal vez. ¿Le suena familiar?

      —No