El árbol de los gatos. Marcelo Motta. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcelo Motta
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878346175
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de “Apuesta Máxima” que parpadea en amarillo en la tragamonedas. Ya venía perdiendo quinientos pesos.

      Colgué el cartel de “Reservado” en la máquina y fui por más cambio. Debería recuperar algo del dinero perdido, el que había ganado investigando un caso de supuesta infidelidad. Y el resto lo guardaría para la editorial. Porque publicaría ese libro. Sí, ¡Por los dioses del Olimpo y los mil demonios del séptimo círculo del infierno que lo haría!

      Yo, Mateo Luján, no me considero un escritor de ficción. Soy amante de los clásicos policiales y deseo escribir una novela policial, un thriller. Pero no quiero crear algo desde la nada. En realidad, no puedo: necesito crear mi novela extraída de algún caso real. Pero no cualquier novela, sino una basada en mi propia experiencia, nutrida del propio devenir de los sucesos. Varias veces me senté ante la hoja en blanco, y ésta, después de varios vasos de Jack Daniel’s, no cambió. Siguió así, tan blanca como mi mente. En realidad, sigue así desde hace tres meses.

      Por eso necesito sacar las historias de la misma realidad. Y por esa razón me dedico a hacer las veces de “investigador privado”. Sí, con comillas, porque en realidad, no soy lo que se dice un investigador.

      Para eso cuento con la asistencia de mi amigo Iván Roverez, investigador dependiente de la Brigada de Investigaciones.

      Gracias a la ayuda de Iván, descubrí que la mujer de su cliente, sospechosa desde un primer momento de infidelidad, finalmente cayó en la trampa. Yo tenía las fotos que daban cuenta del engaño. Marcia Garay, había dicho que no conocía a Dany Caro, el jefe narco.

      Las fotos no decían lo mismo.

      Me había tomado una semana de descanso, lo que se traducía en no escribir una sola línea, exclusivamente para vigilar a la mujer. Hasta que obtuve lo que quería: en las fotos se veía a Marcia y a Dany, en el Hotel Las Serpientes, cogiendo como dos bestias.

      Por ese caso, y gracias a las fotos y a la declaración de Marcia, Iván ganó treinta mil pesos en poco más de una semana. Alfonso Noriega, la “víctima” de la infidelidad, le había abonado por adelantado la mitad del dinero, y le entregaría el resto cuando tuviera las fotos en su poder.

      Los laureles, finalmente, se los llevó Iván, aunque la investigación previa haya sido mía. Bastante jodida por cierto. Obtuve sólo dos mil quinientos pesos por el caso.

      —Es todo lo que puedo ofrecerte. Más no puedo —me había dicho Iván.

      —Siempre el mismo tacaño, vos. Pero no importa, los acepto igual.

      Los rodillos virtuales giran y se detienen en un bonus. Una sonrisa corona mi momento. Ahora me hago de quince juegos gratis, con la posibilidad de acumular más créditos. Al segundo juego, suena el celular.

      Decido no atender.

      Ya tendría tiempo para eso.

      El bonus de la Cleopatra no puede esperar. Había apostado veinte líneas por diez créditos, el máximo permitido en esa máquina.

      Cuando el ciclo de juegos libres termina, el teléfono deja de sonar, y acumulo catorce mil créditos, lo que representa setecientos pesos de ganancia. Feliz por haber recuperado lo perdido, me levanto de la butaca y salgo del casino. Entonces leo el mensaje:

      Te espero en la Clínica de Ojos San Lucas.

      Es urgente. Iván.

      Al estacionar, compruebo el revuelo de médicos y policías.

      Me acerco a un médico y me presento. Le muestro mi credencial: una credencial casera, con una foto pegada de cuando era vendedor de libros a domicilio. No tiene ningún tipo de valor, pero ese cartón plastificado con mi cara impresa le otorga cierta credibilidad y una pizca de misticismo a mi profesión de escritor investigador. Mi orgullo asoma a la superficie cada vez que la muestro, especialmente a los canas. La tarjeta dice:

      Mateo Luján. Escritor e

      investigador periodístico.

      El médico mira la credencial, al tiempo que pregunta.

      —¿Investigador periodístico?

      —Así es. Mateo Luján, investigador periodístico —confirmo, mientras le doy la mano al tipo—. La tiene sudada.

      Iván, que se acercaba, me mira, y reprime una sonrisa.

      —Renzo Martínez, jefe de oftalmólogos de la Clínica de Ojos San Lucas. Como verán, esto ha sido una tragedia. El doctor Pereda ha muerto.

      —¿Cómo murió? —le pregunto.

      El doctor Martínez nos mira, incrédulo.

      —Creí que ya estaban enterados. Está en la cochera, en su auto. Le sacaron los ojos. Y tiene una herida punzante en el hígado.

      —Venganza, tal vez, o algún romance secreto. Tal vez fue por dinero o...

      —Mateo, suficiente. Doctor Martínez, llévenos a la cochera.

      Iván Roverez, mi amigo y cómplice de tantas noches de ron y cervezas, me conoce a la perfección, y sabe que soy un sanatero de antología. Sin embargo, él es severo a la hora de resolver un caso —demasiado severo— y no tiene el menor inconveniente en dejar plantada la investigación si algo no le gusta, o no le cierra. Yo le resto importancia a sus enojos y caprichos porque lo conozco muy bien, tanto como él a mí. ¡Mierda si lo conozco!

      Tanto como yo conozco a las tragamonedas.

      —Dejate de joder. Tenés sesenta y parecés un chiquilín con tus berrinches.

      —Callate, pendejo ludópata—. Dice, y me cierra el culo. No se puede hablar con Iván.

      Suelo visitar el casino cuatro veces a la semana, intentando siempre recuperar un dinero que jamás se recupera. No me considero un jugador empedernido, aunque muchos digan que esa afirmación oculta en realidad al jugador empedernido por excelencia. La verdad, ese tema me chupa un huevo.

      Al llegar a las cocheras, veo al auto estacionado, y el cadáver en su interior. Un hombre sentado, con la cabeza apoyada en la butaca, como si estuviera descansando. Pero no descansa. No señor. Está bien muerto.

      Y le faltan los ojos.

      En su lugar, dos horrendos agujeros sangrantes.

      La boca en un gesto de espanto, como si antes de morir hubiera visto a su propia suegra.

      —Siempre lo mismo. Cuando me estoy por ir a casa a ver televisión, alguien decide matar a alguien, y aquí estamos.

      Carlos, el forense, se enoja fácilmente por boludeces. Yo lo conozco bien. Trabaja con Iván en todos aquellos casos considerados “complejos”. Muy bueno en su profesión, minucioso y pulcro, dice leer al dedillo los cadáveres en todas sus fases. Pero la verdad es que para mí Carlos es un reverendo pelotudo.

      Iván se acerca a Carlos.

      —La víctima se llama Francisco Pereda —dice Carlos—. Sesenta y cuatro años. Era oftalmólogo de esta clínica, una eminencia.

      —Un oftalmólogo que curiosamente muere sin sus ojos —pienso en voz alta.

      —Creemos que fue atacado en su propio auto. Lo tomaron de atrás por sorpresa. Le clavaron algo punzante en el hígado y luego procedieron a realizar un trabajo muy fino.

      Me aproximo a las cuencas donde antes estaban los ojos.

      Percibo rasguños y cortes, como si hubiesen utilizado un bisturí o algo por el estilo.

      —Carlos, vení. Fijate.

      —Arañazos de mujer, tal vez. O de algún travesti arrepentido —dice Carlos, riendo como una vieja tortuga.

      A mí no me gusta que se rían en presencia de un muerto. Y menos Carlos.

      Para nada me gusta que se ría. Confirmo que Carlos es un pelotudo.

      Tampoco