El árbol de los gatos. Marcelo Motta. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcelo Motta
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878346175
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las palabras de Berta y el silencio de Iván. Me animo a preguntar. Siempre lo hago de manera directa, frontal, y ésta no es la excepción:

      —¿Esa es la única macana que se mandó?

      Berta traga un pedazo de buñuelo.

      —Bueno, no. No era la única macana. Hubo otras.

      —¿Qué otras?— pregunta Iván.

      —Jurídicas— responde Berta.

      —¿Cuestiones jurídicas? ¿Puede aclararnos? —Pregunto, como si fuera un abogado, dejando la taza de café en la bandeja y poniendo cara de circunstancia.

      Berta termina de comer el resto del buñuelo y continúa:

      —Bueno, le diré que trabajo… trabajaba para el doctor desde hacía siete años. Cuando comencé me di cuenta de que él era algo así como el jefe perfecto. Eso creía yo. No tenía problemas, excepto por el pago, como ya les dije. Era respetuoso y de vez en cuando me daba días de franco. Hasta que una tarde me pidió que entrara con él al consultorio, cerró la puerta y me dijo que me sentara, que tenía algo que lo incomodaba, y que debía contármelo. Yo, de algún modo, era su confidente, ¿sabe? Y él a mí no me ocultaba nada, ni los problemas laborales ni tampoco los sentimentales. Era soltero y jamás se casaría, según sus palabras.

      La mujer hace una pausa, tal vez para recordar. Luego prosigue:

      —Era un buen hombre, pero un día, de buenas a primeras, cambió su proceder y se volvió más hosco, más cerrado. Se enojaba a menudo porque sus pacientes no seguían su tratamiento, o no compraban el remedio que él les recetaba. Además era mujeriego, y tenía sus asuntos.

      —Háblenos de los juicios —interrumpo.

      —Mateo, dejala hablar.

      Estoy ansioso. Sí. Me pongo así cada vez que el interrogado se va de tema. Y me froto las manos como si tuviera frío. El vestigio de mi impaciencia. Por fin, la mujer sigue hablando.

      —El doctor tenía algo que le molestaba, que tal vez estuviera muy adentro de su mente, ¿saben? y me pidió que lo escuche. Me contó acerca de dos juicios, según entendí, por mala praxis.

      Hace más o menos treinta años atrás tuvo problemas con dos pacientes. Parece ser que uno se murió y el otro perdió la vista. Según me contó, el segundo paciente —el que perdió la vista— era alérgico a no se qué droga, el doctor no se dio cuenta y lo operó igual. El chico quedó en la total oscuridad. Pero el doctor tenía influencias, contactos para nada buenos, y pudo demostrar en los tribunales que lo sucedido había sido accidental.

      —A eso queríamos llegar —le digo—. Seguramente sobornó a alguien.

      —Efectivamente. Sobornó y pagó mucho dinero para cubrir los gastos de los abogados. Y ellos hicieron lo suyo. Los casos quedaron en el olvido y el doctor Pereda, casi en la ruina. Debió prescindir de todos sus ahorros y de algunos bienes para pagarle a su amigo, el fiscal. Porque el doctor tenía influencias, ¿saben? Así el asunto quedó tapado. Fue en ese momento que cambió su humor. Ya no sonreía como antes, y no bromeaba conmigo como lo hacía habitualmente. Su carácter también cambió. Se volvió más hosco, más encerrado en sí mismo, y puteaba a quien se le cruzara adelante.

      Yo anotaba minuciosamente la declaración de Berta. En un momento, dejo de escribir para preguntarle:

      —¿Usted conoce al fiscal que lo ayudó?

      —No, señor. Al fiscal no. Pero un día vino al consultorio un tipo siniestro, un tal Contreras. Decía ser abogado. Declaraba tener pruebas en su contra, y sabía lo que el doctor había hecho para encubrir su proceder.

      Luego desapareció como por arte de magia. Me acuerdo todavía de su voz ronca, profunda:

      “Si lo ve, dígale que sé cómo ocurrió todo, que tengo las pruebas. Le pudo haber mentido al fiscal y al Juez, pero a mí no. Dígale también que el silencio cuesta, en este caso, quinientos mil pesos. De lo contrario, tendré que hablar”

      Quinientos mil pesos, ¿se dan cuenta? Nunca más volvió. Por lo que pude averiguar, el doctor no sé de dónde sacó la plata, y le pagó. Él me lo dijo bien claro: “Berta, estoy en la ruina. Le tuve que pagar mucha guita a un tipo y no sé qué hacer. Creo que tendremos que bajar la cortina”.

      Ivan y yo nos miramos un segundo, y ese segundo es suficiente para saber lo que deberíamos hacer en las próximas horas. Nos despedimos de Berta y salimos a la calle. El día se nos había alargado como un chicle, y teníamos que descansar. Mañana le haríamos una visita a Contreras.

      Las oficinas de Pedro Contreras quedan en el piso dieciocho de un edificio inteligente, en Puerto Madero. La secretaria nos recibe en una amplia sala minimalista, forrada de cuadros abstractos. Una verdadera porquería.

      —Somos abogados consultores. Venimos a hacerle una oferta al doctor Contreras —digo, sin presentarme.

      —¿Qué tipo de oferta?

      —No se lo diremos a usted —contesta Iván—. Es al doctor Contreras a quien venimos a ver. Pero es mucho dinero, créame.

      La secretaria nos mira de reojo, con mala cara.

      —Esperen aquí.

      Mientras la secretaria se va, moviendo el culo como una copera de cabaret, estudiamos mejor el entorno. Una oficina desprovista de muebles, con retoques art decó y cuadros con pinceladas neuróticas. Media hora después, mientras yo hojeaba una revista de decoración, se abre la puerta.

      —Pasen, por favor —dice la secretaria, y vuelve a su escritorio.

      Nos recibe un hombre diminuto, regordete, de pecas.

      —Mucho gusto. ¿En qué puedo servirles, caballeros?

      —En mucho. Iván Roverez, investigador privado. Como verá, no somos abogados. Estamos investigando acerca de la muerte del doctor Francisco Pereda.

      —¿Pereda murió? No sabía, yo…

      —Por supuesto que no podía saberlo —interrumpo—. Hace muy pocas horas que ocurrió, y aún no hemos dado aviso a la prensa. Pero la antigua secretaria deslizó su nombre, y acá estamos.

      —¿Y yo que tengo que ver? No lo maté.

      —No dijimos que usted lo haya hecho —contesta Iván—. Venimos a verlo por ciertas cuestiones jurídicas. Usted llevaba adelante algunos asuntos de vital importancia para el doctor Pereda. Por lo que investigamos, usted sabía algo que el doctor ocultaba, y decidió sobornarlo. Y cobró un dinero.

      —Quinientos mil pesos —agrego.

      —Eso es mentira. Señores, estoy ocupado. Si me disculpan…

      Iván contraataca:

      —Sabemos que no es un abogado lo que se dice... decente, y tenemos pruebas de sobornos que lo llevarían a la cárcel por no menos de ocho años. ¿Puede ayudarnos?

      Contreras hace una pausa, se pasa la mano por el pelo ensortijado, y luego dice:

      —Está bien. Siéntense.

      —Lo escuchamos.

      —No sé por dónde empezar.

      —Por el principio. Relájese, Contreras —le digo, ante la mirada desaprobatoria de Iván.

      —Está bien. Hace casi diecisiete años, conocí a un hombre que vino a mi bufete. Un tal Codesal. Ramón Codesal. A su hijo, Mauricio Codesal, lo operaron de cataratas. Una operación de lo más simple. Nada podía salir mal. Pero ocurrió lo peor. Se pasaron de la anestesia, y mandaron al chico al otro mundo. Le había fallado el corazón, porque tomaba sustancias, y nadie hizo los estudios correspondientes. Su padre vino a verme para que lo ayudara. Me nombró a Pereda. Francisco Pereda. Él había operado a Mauricio.

      —¿Y cómo ayudó al padre? —pregunta Iván— ¿Chantajeando al médico? ¿Tal vez