El árbol de los gatos. Marcelo Motta. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcelo Motta
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878346175
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de plástico blanco.

      Inspecciono el tapizado del vehículo, y luego el piso, entre los pedales. Y encuentro algo.

      —¿Qué es esto?

      Iván saca de su bolsillo derecho una bolsita de polietileno. Mete su mano enguantada entre el freno y el acelerador.

      Los tres observamos extasiados el pequeño objeto en la mano de Roverez: una pequeña y afilada uña. Como la de los gatos.

      Esa misma noche, Iván y yo nos reunimos en mi departamento. Entre tragos de ginebra, hablamos del caso.

      —El tipo tenía un gran prestigio en la clínica, pero había gente que lo envidiaba.

      —La envidia, a veces, es buena, pero no al punto de sacarle los ojos —digo.

      Iván desecha el comentario y continúa:

      —Hace poco había discutido con su colega Marcelo Correa, por un ascenso. Los dos se disputaban un puesto como Director de la Clínica San Lucas. Se envidiaban, y esa tarde discutieron. Dicen los que escuchan a través de las paredes que casi se fueron a las manos. Pero un custodio los separó.

      Abro mi aparador turquesa y saco un habano. Sí, es turquesa por mi novia, que ama ese color. No me gusta fumar cigarrillos de filtro, pero sí puros y habanos. Lo hago antes de emprender una novela, cuando la hoja aún está en blanco. Es un elemento más de inspiración. Eso, y una botella de Jack Daniel´s contribuyen a que la musa inspiradora se instale en mi casa por un rato, si es que existe esa puta musa.

      Pero esta vez es distinto. No se trata de escribir una novela, sino de resolver un crimen.

      Enciendo el habano y dejo que el aroma me acaricie. A Iván le molesta. No le gusta que fumen en su presencia. Desde aquella noche en Pelvis, cuando lo conocí, me di cuenta que él era un tipo muy particular. Estaba arrinconando a un cliente porque le había tirado el humo en la cara. Le llenó la cara de dedos.

      Mi amigo tose dos veces. Yo también. No me acostumbro todavía a los habanos.

      —Dejate de romper las bolas con eso.

      —Callate, boludo. Sabés que siempre que vengas a casa vas a tener que bancarte que fume habanos.

      Iván me ignora, y sigue con el relato.

      —Marcelo Correa envidiaba a Francisco, quien había sido su jefe tres años atrás. Según Berta Molina, la secretaria de Pereda, no se llevaban nada bien

      —¿Su secretaria? Creí que se llamaba Nancy.

      —Nancy es la actual secretaria, diecinueve años, muy joven, del gusto de Pereda. Berta es la anterior. Un vejestorio. Trabajó con él siete años, hasta que la echó. No sabemos el motivo.

      Miro un segundo la punta del cigarro encendido. Largo el humo y, mientras éste se diluye en el aire, me surge un pensamiento en voz alta:

      —No sabemos por qué la echó Pereda. Berta debe saber muchas cosas. ¿Por qué no le hacemos una visita?

      Iván toca el timbre dos veces. Al tercero, se oye el ruido de unas llaves.

      Al abrirse la puerta, vemos a una mujer de baja estatura, de unos setenta años. De cabello corto, castaño oscuro, y ojos pequeños, como si todo el tiempo estuviese a punto de cerrarlos. Lleva lentes y un delantal de cocina que huele a milanesas.

      —Buenas noches. No tengo plata. Discúlpenme.

      —Buenas noches, Berta —responde Iván—. No somos vendedores. Somos policías y queremos hacerle algunas preguntas sobre Francisco Pereda.

      —¿Qué le pasó a Pereda? ¿Qué macana se mandó ahora?

      Iván se demora en contestar. Tal vez piensa lo que va a decir. Yo me adelanto y le digo:

      —Me temo que no va a poder hacer más macanas, señora. Él…

      Iván me echa una mirada fulminante con sus ojos claros.

      —Ninguna macana —dice Iván—. Venimos porque necesitamos saber si el doctor andaba en algo raro.

      —¿En algo raro? —pregunta la mujer.

      —Sí. A ver ¿Alguien hubiera querido que él estuviera muerto?

      —¿Qué? ¿Él doctor está muerto?

      —Así es —contesto yo—. Lo encontramos muerto en su auto, en la cochera de la clínica donde trabajaba. Le sacaron los ojos.

      La mujer mira a Iván, quien se toma la cabeza, y luego me mira a mí. De inmediato me doy cuenta de la cagada que me mandé. La sorpresa se anticipa a la pena en el rostro de Berta.

      —No puede ser ¿Por qué? ¿Quién?

      —No sabemos el motivo aún, ni quien lo hizo. Seguramente usted nos puede ayudar —responde Iván.

      La señora Molina comienza a llorar. Saca un pañuelo del delantal.

      —Dios mío. No lo puedo creer.

      Berta se suena la nariz. Se produce luego un silencio, cortado por la invitación.

      —Pasen, por favor. ¿Qué desean tomar?

      —Para mí un té —dice Iván.

      —Un café, señora. O un whisky, si tiene.

      —¿Whisky? Yo no tomo whisky.

      —Entonces lo primero. Un café. Gracias.

      Cuando la mujer desaparece por un pasillo, Iván me frena en seco:

      —No interrumpas. Dejá que hable yo. Esta mujer trabajó mucho tiempo con Pereda. Y no le pidas whisky a todo el mundo.

      —Dejate de joder, Iván. Mejor para nosotros que Berta haya trabajado mucho tiempo con el doctor, ese detalle nos puede facilitar las cosas. Mi intuición de escritor...

      —Dejate de joder con eso de la intuición.

      —Es cierto, mi intuición me dice que una secretaria conoce muy bien los asuntos de su jefe, sea éste médico, empresario o narcotraficante. Tal vez ella sepa algo de la relación entre Pereda y Correa. Me intrigan las “macanas” que nombró Berta.

      Freno mi boca cuando veo una sombra moverse entre las cortinas.

      Me levanto del sillón y veo que se asoma un gato blanco. El gato nos mira con un dejo de curiosidad y temor. No se acerca a nosotros, sólo mira de lejos.

      —Se llama Pancha. Es miedosa y cauta, como todos los gatos —nos dice la mujer, que trae una bandeja con dos tazas y un plato repleto de buñuelos.

      —Nunca me gustaron los gatos —dice Iván.

      —Los gatos son tan antiguos como las civilizaciones. Parecen de otro mundo —aseguro—. Mi ex tenía dos, y cuando rompí con ella, se escaparon, estuvieron dos meses vaya a saber dónde. Un día abrí la puerta de mi departamento, y ahí estaban, paraditos los dos en la entrada, hechos bolsa. Pero sanos. Los tuve un tiempo y luego los regalé. No podía mantenerlos. Comían atún. Es lo único que querían comer. Y vomitaban. El atún les hacía mal. Eso me lo dijo el veterinario. Yo los llevaba al parque para que se purgaran y...

      —Está bien, Mateo. Escuchemos a la señora.

      Iván conoce de memoria la historia de los gatos de mi ex. La había escuchado y la escucharía cada vez que nos encontráramos con alguien que tuviera gatos en la casa. Y me frenaría cada vez que yo empezara a contarla.

      —Hábleme sobre Francisco. Usted habló de macanas.

      La mujer termina de servir las tazas y sigue hablando.

      —Bueno, el señor Pereda no era muy santo que digamos. A mí me regateaba el sueldo, o me prometía el pago tal día, y luego lo pasaba para la semana siguiente. Cuando le pedía algún adelanto, me preguntaba que qué carajo hacía con la plata, si me la comía. Eso a mí me molestaba mucho. Hasta que un día