Sincronía. Paula Velásquez "Escalofriada". Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Paula Velásquez "Escalofriada"
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013300
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Dijon, picante y cremosa, mezclada con la miel con regusto a malta, acentuada por condimentos italianos, sal y pimienta, hizo una fiesta en su boca. El olor del pollo horneado y las papas humeantes invadió su nariz. Sus dedos acariciaron la mixtura espesa de salsa de queso cheddar, leche, mantequilla, sal y mostaza seca.

      Intentó tomar una foto con su celular para mostrársela a Elijah, pero el metro reinició la marcha y le quedó borrosa. No le dio importancia, nada podría arruinarle esa dicha. Había visto su trabajo impreso en revistas, en menús, en las paredes de restaurantes, incluso en vallas de paradas de autobuses, pero nunca en el metro. Ahora la fotografía recorrería Vancouver, despertando apetitos. El deleite estremeció su estómago. Eso debía celebrarlo con una banda sonora épica.

      Abrió su bolso para buscar sus audífonos. ¿A quién escuchar? ¿Hans Zimmer? Algo glorioso para celebrar el triunfo. No los encontró en el bolsillo en el que siempre estaban.

      Ese momento ameritaba, mejor, algo de John Williams.

      Él siempre convertía todo suceso cotidiano en algo extraordinario. Un escalofrío cruzó por su espalda. Los audífonos no estaban en ninguna parte del bolso ni de los bolsillos de su ropa.

      La angustia trepó por su garganta. Para cualquier otra persona, este incidente no hubiera sido más que un molesto contratiempo, pero para Layla Bramson, suponía todo un desafío.

      Llamó a su hermano mayor; era lo que siempre hacía cuando estaba en alguna emergencia. Su teléfono se fue a buzón de mensajes después de timbrar seis veces. Marcó de nuevo, él contestó después del primer timbre, arrastrando las palabras.

      —¿Hola? ¿Layla?

      —¡Elijah! ¡Qué bueno que contestaste!

      Se demoró unos segundos en responder, bostezaba.

      —¿Qué haces llamándome desde tu habitación? ¿Por qué no vienes hasta acá? —dijo, su voz adormilada.

      Él tenía el sueño tan profundo que ni se había percatado de que ella había salido.

      —No estoy en el apartamento, estoy en la estación King

      Edward.

      —¿Qué? —dijo, e hizo una pausa—. Son las cinco y media de la mañana. Los domingos son para descansar.

      Él gruñó.

      —Para eso tenemos un chico que hace las compras, ¿recuerdas? Se llama Craig, tiene frenillos, siempre usa botas... Él trae la comida, tú haces la magia...

      —Él lo hará bien. Ya hemos hablado de esto, tienes que confiar en el trabajo de los demás. Ven a dormir, ¿okey? Voy a colgar.

      —Vi algo grandioso —dijo rápido—, ¿quieres saber qué es?

      —¿Unos deliciosas donas con glaseado de jarabe de arce?

      —No. Pero podría prepararte unas si vienes con tu cámara y mis audífonos a la estación.

      —Estás loca —dijo y colgó.

      Inclinó la cabeza hacia atrás y soltó un quejido. ¿Pero qué estaba pensando? Sacarlo de la cama después de un concierto era casi tan imposible como convencerlo de ordenar su habitación. Se ubicó en la fila para abordar el metro y se cruzó de brazos. Perdería mucho tiempo si iba y volvía, alguien más se llevaría los mejores ruibarbos. Iba a ir al mercado sin audífonos, ¿qué tan malo podría ser?

      Un par de amigos se hicieron detrás de ella en la fila. Les echó una ojeada rápida. Iban vestidos con pantalones cortos y cargaban maletas gigantes en la espalda. Uno era de baja estatura, cubierto de tatuajes y tenía cabello rizado; el otro era alto, fornido y tenía la cabeza rapada. Parecían senderistas, quizás iban a recorrer alguna de las montañas que rodeaban la ciudad.

      —Los gigantes son lentos, seguro alcanzas a correr antes de que te caiga una roca.

      —Viejo, lo más probable es que me hubiera quedado atontado viéndolos y tomándoles fotos.

      No era tan malo, estaban hablando de viajes. Le encantaba escuchar esas historias.

      —¿Como te quedaste atontado mientras te hundías en las arenas movedizas?

      —¿Qué más querías que hiciera? —respondió su amigo riendo—. No tenía a dónde ir.

      —Pudiste haber retrocedido.

      —¿Alguna vez has estado en arenas movedizas? No es como que puedas decirles «Hey, ¿saben qué? Recordé que tengo que ir a otra parte, nos vemos al rato». Cuando las pisas, tus pies se hunden porque no pueden soportar tu peso, el agua se separa de la arena y se forma un vacío alrededor de tus piernas que las hace sumergirse. Me tomó apenas siete minutos estar hundido hasta la cintura. La arena era espesa, no había forma de moverme. Me sentía atrapado en cemento, para salir necesitas la misma fuerza que para levantar más de una tonelada.

      «Oh, no».

      Por esa clase de cosas le gustaba usar audífonos en lugares públicos.

      El asfalto se deshizo bajo sus pies. Levantó los brazos asustada, clavó la vista en el suelo; seguía intacto. Aun así, sus pies se hundían, sin apoyo alguno. Intentó levantar una pierna, pero una presión intangible le impidió moverla más de unos milímetros. Trató de usar sus manos para hacerlo, sin embargo, cuando la bajaba más allá de su cintura, se enterraba en la arena húmeda invisible. Ella metió y sacó las puntas de los dedos de aquella arena varias veces. Los miraba para cerciorarse de si se habían impregnado, pero no había ni un grano sobre ellos. Estaba anonadada, no dejaba de sorprenderla su capacidad de sentir cosas que no podía ver.

      El problema era que nunca se había hundido en arenas movedizas antes; no había forma de que pudiera caminar a menos que alguien describiera cómo se sentía salir.

      —Hey, ¿vas a entrar? —dijo una voz detrás.

      El metro había llegado y estaba interrumpiendo el curso de la fila. Intentó mover las piernas sin efecto.

      Demonios.

      Giró la cabeza para ver quién le hablaba; era el de la calva. Les dio una sonrisa forzada a los dos amigos y los invitó a pasar con el brazo.

      —No, adelante.

      La rodearon para entrar al metro. Odiaba admitir que había estado escuchando una conversación de extraños, pero una situación como esa ameritaba que reuniera fuerzas y lo hiciera.

      —¡¿Y cómo se sale de unas arenas movedizas?! —gritó.

      El hombre de pelo rizado se volteó y sonrió.

      —Primero debes echarte hacia atrás y arriba, recostarte sobre tu espalda y gritar por ayuda. Después debes...

      Las puertas del metro se cerraron y no terminó la oración.

      «Ay, no».

      La única persona que podía ayudarla se había ido.

      Se recostó lentamente hacia atrás con los brazos extendidos, segura de que no perdería el equilibrio porque sus piernas estaban adheridas al suelo. Un coro de risas la interrumpió. Un grupo de chicos estaba viéndola hacer su maroma. Qué vergüenza. Seguro pensaban que estaba imitando a Neo en Matrix o practicando para jugar al limbo en el cumpleaños de alguna prima.

      Se sostuvo con el cuerpo doblado unos segundos, pero no se sintió liberada de ninguna forma. Enderezó la espalda de nuevo, frustrada. Necesitaba