Esta función comunicativa que el tono asegura, tiene su origen en la primera infancia, cuando el cuerpo del niño no es algo distinto del cuerpo de la madre y del mundo que lo circunda.
Se trata, según la feliz expresión de Ajuriaguerra, del “diálogo tónico” que une al niño con su madre. Veamos cuál es el papel y cuál es el lugar de la madre en esa relación, analizando tres aspectos comunicacionales y vinculares (Coste, 1978).
El primero, precisamente, es el mecanismo de comunicación entre la madre y su hijo. Hasta el noveno mes, si bien progresivamente se establece entre la madre y el niño una comunicación activa, recíproca, el niño aún no emplea ninguna “señal semántica”, es decir, cargada de sentido, ni, claro está, palabras: no hace más que reaccionar de manera espontánea a estímulos, tanto externos como internos, que sólo la madre sabe interpretar dándole un sentido. Esta comunicación se organiza en un sistema gestual hasta el fin del primer año, cuando el niño utiliza algunas palabras que indican más que nombran. Hay que esperar hasta el segundo año para que el niño utilice de manera realmente simbólica algunas articulaciones fonéticas.
Spitz (1965) señala que en toda la naturaleza no hay otro ejemplo de una comunicación cuya relación sea tan desigual. Desde antes del nacimiento el niño ocupa un determinado lugar en el deseo de la madre: deseo de tener un niño o una niña, una educación, un ideal.
Además, sostiene Coste (1978), depende enteramente de su madre en todo lo que se relaciona con la supervivencia, pues sólo ella puede satisfacer sus necesidades, y todas sus necesidades son vitales.
La madre tiene una triple función: protege al niño de los estímulos exteriores que lo perturban imponiendo, por ejemplo, reglas de silencio en el entorno; apacigua la tensión nacida de los estímulos interiores suscitados por las necesidades, satisfaciendo a éstas y proporciona los estímulos necesarios para su desarrollo perceptivo y afectivo como el contacto dérmico, calor, caricias, miradas, palabras tiernas (Coste, 1978).
“Esta presencia materna exhibe caracteres muy destacables, que pertenecen a la psicología profunda. La identificación íntima que une al niño con su madre («carne de su carne…») le permite percibir muy sutilmente sus necesidades y sus reacciones. Lo escucha moverse o gemir en su cuna aun cuando el ruido de una calle con mucho tránsito no la despierta. Por su parte, el niño percibe, no sólo en el tono de su voz y en sus gestos, sino también en la más ínfima variación neurovegetativa, el humor y las disposiciones afectivas de su madre para con él” (Coste, 1978).
Tales son los caracteres de esa díada, según el término de Spitz (1989), donde “lo que en ella ocurre sigue siendo un tanto oscuro”. Uno de los procesos que se verifican en esta díada que será la base de los comportamientos comunicativos del niño está constituido por la doble relación dolor/placer, tensión/distensión que señala el ritmo de las variaciones de la necesidad.
Otro aspecto esencial en este análisis es lo que Ajurriaguerra (1993) ha dado en llamar la hipertonía del llamado y la hipotonía de satisfacción. Dice Freud que “el fin de una pulsión es siempre la satisfacción, la cual sólo puede obtenerse suprimiendo el estado de excitación que es la fuente de la pulsión”.
“Toda necesidad es fuente de una excitación que crea tensión, y ésta es acompañada de displacer. El descenso de la tensión, por la satisfacción de la necesidad, va acompañada de placer, correlativo de la distensión. El niño, como para defenderse de la agresión que representa para él su estado de necesidad, manifiesta una tensión en todo su cuerpo. Tiende los brazos, cierra los puños, levanta su cabeza sosteniéndose sobre su eje corporal (espalda y nuca). En el nivel neurovegetativo se registra rubor, calor, llanto. Grita, suspira: es la hipertonía de llamado. Y lo hace porque la madre interpreta el comportamiento del niño como un llamado dirigido a ella. Responde a él satisfaciendo su necesidad de calor, de comodidad, su hambre. Durante el amamantamiento, la distensión se apodera del niño, ya no grita y, naturalmente, sus miembros se relajan, los dedos se abren y el ritmo respiratorio se hace más lento. Después del amamantamiento, cuando la necesidad está satisfecha, su cuerpo se halla enteramente distendido, su fisonomía se ha apaciguado, su respiración es regular y profunda. Es el estado de hipotonía de satisfacción” (Coste, 1978).
El tono y su vinculación con el placer
El tercer aspecto del análisis se refiere al interjuego entre displacer/placer y tensión/distensión. Dice Coste (1978): “la tensión es la manifestación y el signo de un displacer. La fuente de la excitación de necesidad, que se sitúa en ciertas partes del cuerpo, suscita estímulos de displacer en esas zonas: el niño vive el hambre como un malestar en la boca, esa parte extraña de un cuerpo aún desconocido”.
El placer, ligado a la satisfacción de la necesidad, será experimentado en esa misma zona: ése es el motivo por el cual tal o cual región del cuerpo será una zona erógena, lugar de displacer (estado de necesidad) y de placer (durante la satisfacción), que rápidamente el niño aprenderá a estimular con independencia de la necesidad, por el solo placer que en ella encuentra y para pasar así a la distensión y al sueño con sólo chupar su dedo (Coste, 1978).
Pero es la madre y su cuerpo, al responder al cuerpo del niño, lo que le permite resolver esas tensiones: “El placer/displacer y la tensión y la distensión que le son inherentes, se vinculan siempre con la ausencia y la presencia de la madre, y están marcadas por el silencio o las exclamaciones y las palabras de ésta. Es en la necesidad insatisfecha y en la boca que busca en vano el seno donde nace el deseo, el deseo de que su madre acuda, el deseo de su madre” (ibid.).
Es una verdadera corriente de intercambio la que se instaura entre la madre y el niño, intercambio que toma las vías silenciosas e intuitivas del cuerpo y del tono. “Esta alternancia de la tensión y de la distensión, del displacer y el placer es escondida por las expresiones y las palabras de la madre: «Aquí está… nono… bebé…». El niño se halla, pues, condicionado a la articulación de un sonido y de una reacción tónica, a la simbolización de su estado de necesidad y de los medios de resolverlo. Podrá hacer que surja el placer de la presencia materna, escondiendo, como lo describe Freud, su aparición y su desaparición” (ibid.).
Estas experiencias originarias que el niño vive en el cuerpo serán las que en definitiva lo empujarán al universo de la comunicación humana, la cual, si bien se organiza según el modelo y las leyes del lenguaje, no excluye, sin embargo, al cuerpo y sus reacciones. Por el contrario, siempre presentes e interviniendo constantemente, nuestras posturas, nuestras actitudes, nuestros gestos, tejen la textura de nuestras relaciones con los otros. Nuestro placer, el que obtenemos en la satisfacción parcial que nunca llega a ser realmente completa, de nuestro deseo, provoca una distensión. La tensión o el hipertono acumulado es fuente de malestar (ibid.).
Ese es el motivo por el cual el dominio de las reacciones tónico-emocionales es un elemento fundamental en el comportamiento equilibrado de un cuerpo muchas veces vivido bajo la incomodidad, la inquietud o la torpeza. Permite la elaboración de una gestualidad adecuada al mundo e integrada con la personalidad.
La evolución normal del tono en el niño
Según Ballesteros Jiménez (1982) el ser humano nace sin córtex, ya que las estructuras corticales son ineficaces. Podemos decir, por tanto, que es un ser subcortical, ya que solo funcionan las estructuras cerebrales más antiguas y es a lo largo del desarrollo psicomotor cuando las diferentes estructuras cerebrales se van haciendo eficaces, esto es, van entrando en funcionamiento sucesivamente.
En el momento del nacimiento, el tono está regulado por los centros subcorticales que aún no están inhibidos por el córtex. El niño es en estos momentos hipertónico. A medida que el córtex va entrando en funcionamiento,