En un sisterna nervioso inmaduro son frecuentes las sincinesias sin que sean patológicas, por ejemplo el niño que saca la lengua mientras intenta escribir. En los enfermos neurológicos se aprecian frecuentemente, tal cual es el caso de la elevación del brazo paralizado de un hemipléjico que bosteza. Son movimientos agregados, sin propósito, generalmente inconcientes, que se pueden asociar a un movimiento intencional. Son fenómenos fisiológicos y, en realidad, naturales en el desarrollo del niño, cuyo número e intensidad disminuye con la maduración.
La anormalidad surge de su exageración, o bien de su persistencia o reaparición fuera de la edad habitual, e incluso, en algunas ocasiones, de su ausencia. Para Dupré es indicio, como ya dijéramos, junto con las paratonías, de un retraso en el desarrollo psicomotor y signo de debilidad motriz. Según Macagno et al. (1998: 138), N. Fejerman (1988) las clasifica:
a) Según su evolución
- permanentes (por ejemplo el movimiento de los brazos al andar);
- de evolución (que desaparecen con la edad);
- ocasionales (que aparecen en ciertas condiciones de atención como el ejemplo de la lengua al realizar con las manos movimientos que requieran gran concentración).
b) Según su forma:
- de imitación (que reproducen en la extremidad contralateral el movimiento voluntario);
- axiales (movimientos linguales o de la boca ante acciones de las extremidades).
Por ello “es posible intervenir en la educación de estos problemas utilizando la voluntad para llegar progresivamente a la resolución muscular. De la misma manera, la intervención dirigida de la conciencia del niño puede conducirle al control de las contracciones musculares, incluso cuando la insuficiente maduración nerviosa ha dejado subsistir ciertos movimientos parásitos. Aquellas actividades que conducen al niño a la percepción y control en todos los casos, hacer desaparecer estas alteraciones” (Vayer, 1974).
Veamos ahora la conjunción del débil motor paratónico y sincinético. Según Ajuriaguerra (1993) se nos muestra en su forma limitada, demasiado estrecha en movimiento y tiempo; aparece como espectador del movimiento de las cosas. Los esquemas motores con que participamos en la acción de los demás no llegan a adquirir en él la forma de esquemas dinámicos. Algunos superan la no participación de su cuerpo mediante representaciones espaciales justas, pero incomprensiblemente asimiladas. Se producen aparentes desplazamientos sin que el cuerpo siga el movimiento. El pensamiento se desplaza en un espacio en donde queda retenido el cuerpo representado. Al no concordar la forma dinámica del cuerpo y la estructura del espacio representado, aun viendo su finalidad y siendo posible su impulso, el movimiento no tendrá la elasticidad de lo perfectamente acabado y parecerá una incompleta desautomatización en la línea del movimiento continuo. Para nosotros, continúa,
“en la infancia existen el tiempo y el espacio como movimiento o desplazamiento; el cuerpo anda o se detiene, gozando al superar el obstáculo que le sale al encuentro. La agilidad del cuerpo gusta de la resistencia externa, pero la aportación apetitiva se integra de diversos modos, en el débil motor, según su propia resistencia. El necesario narcisismo es vivido como una satisfacción en la debilidad y en la coacción de la paratonía. El cuerpo encerrado en los límites de su propia acción pierde su calma por efecto de los movimientos sincinéticos que le impiden actuar de manera ordenada. El paratónico sincinético parece combatir en dos frentes: la necesidad de vencer el obstáculo, de mover su masa, y la búsqueda de un freno para sus movimientos involuntarios. Si bien en realidad parece vivir esta lucha, los hechos nos muestran que una situación aparentemente antinómica como ésta (totalmente coherente en la fase temprana del desarrollo) puede alterarse al modificarse algunos de sus aspectos, por ejemplo la relajación del fondo tónico” (Ajuriaguerra, 1993).
Las actitudes
La noción de actitud se encuentra en el filigrana en toda la obra de Henri Wallon, donde elabora una vital concepción sobre las consecuencias que ella acarrea en el desarrollo personal.
“Nada –dice él– podría ayudarnos a conocer mejor las grandes etapas y el plan general de la vida psíquica, que el relacionar cada conjunto con el sistema funcional, con un determinado momento del desarrollo cerebro-espinal y con las formaciones anatómicas correspondientes” (Wallon, 1949). Así fue cómo consiguió describir la serie de los primeros estadios del desarrollo funcional en el niño: estadios impulsivo, emocional, sensoriomotor y proyectivo.
La función postural desempeña pues, un papel fundamental en este desarrollo funcional. Las diversas actitudes que elabora permiten definir mejor las funciones, identificar sus orígenes y poner en evidencia su filiación. “Las diferentes etapas, a través de las cuales se realiza la función postural –escribe Wallon– pueden ayudar a definir mejor la sucesión de los estadios por los que pasa el desarrollo del niño, desde los primeros meses hasta la edad en que (cuando el sistema de conexiones corticoposturales entra en actividad) su comportamiento comienza a manifestar la necesidad de afirmarse y de definir su yo” (1949). Es durante los tres primeros años que se opera la génesis de los diferentes tipos de actitudes y su transformación en actitudes mentales. Van a desarrollarse durante las edades siguientes y a organizarse progresivamente en diferentes sistemas.
Las actitudes emocionales afectivas
Por la emoción con que ha vibrado, el individuo se encuentra virtualmente unido a cualquier otro en el que se hayan producido las mismas reacciones.
H. Wallon
Wallon (1925) sostiene que las actitudes afectivas son las primeras en aparecer en el desarrollo del niño. Se elaboran a través de las emociones, bajo el efecto de las integraciones del tono y de las sensibilidades intero y propioceptivas, realizadas al nivel de los centros extrapiramidales mesencefalodiencefálicos cuya maduración comienza a partir del nacimiento y se acaba hacia el sexto o séptimo mes. Las reacciones emocionales, aisladas hasta este momento, van a organizarse en sistemas diferenciados: alegría, cólera, miedo, etc.
Las emociones son el resultado de la actividad postural. Su base reside en el tono de los músculos del esqueleto y de las vísceras. “La emoción, sea cual fuere su tipo, tiene siempre como condición fundamental las variaciones en el tono de los miembros y de la vida orgánica” (Wallon, 1949). La reacción emocional consiste en una especie de corriente tónica que se propaga por medio de olas sucesivas, que se relacionan entre ellas y que pueden cambiar de sentido, pasar del placer al sufrimiento, de la cólera ofensiva a la cólera sobre uno mismo. Wallon ha analizado minuciosamente todos los tipos de emociones que se pueden manifestar en el niño, y concluye: “todas las emociones: placer, alegría, cólera, miedo, timidez… pueden reducirse a la forma como se crea el tono, se consume o se conserva” (1949). Por ejemplo, la alegría se produce como consecuencia de un deslizamiento del tono que se encuentra en relación de equilibrio con su producción y eliminación en movimiento. La cólera, por el contrario, surge cuando el exceso de tono es mayor que la posibilidad de eliminación: el placer que manifiesta el lactante cuando se le acaricia se cambia por irritación y cólera cuando estas caricias duran demasiado tiempo. La risa y los llantos son una liquidación del hipertono, pero mientras que el hipertono de la risa se relaciona sobre todo con los músculos del esqueleto, el de los llantos se localiza en las vísceras (Trang-Thong, 1981).
Trang-Thong (1981) indica que las emociones presentan una orientación centrípeta. En lugar de responder a la excitación de forma refleja o de una forma automática limitada y apropiada, suscitan un “desencadenamiento que se propaga y difunde por todo el organismo” y engendran “una especie de indeterminación llena de virtualidades, cuya expresión es una actitud” (Wallon,