Grávido Río. Ignacio Piedrahita . Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ignacio Piedrahita
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789587205930
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por templo un valle entero, pero aislado del resto de la tierra, misterioso y casi impenetrable”.

      A pesar de que el informe de Codazzi se supone debía ser técnico y preciso, en esta parte de su viaje no consiguió privarse de consignar sus sensaciones: “cerrando el paisaje al sur [están las] lóbregas i desiertas selvas escalonadas en los planos superpuestos de la altísima serranía, coronada al poniente por el páramo de las Papas i cortada por el fragoroso camino que conduce a las cabeceras del Magdalena. […] Tal es el espléndido marco en que está engastado el valle de San Agustín, separado del resto de la tierra como un santuario misterioso, y aun podría decirse que invijilado por las moles estupendas que, cual centinelas de la eternidad, se levantan a su alrededor. […] Lo secuestrado i silencioso del valle, oculto al comun de los viandantes i sin mas puntos de ingreso a él, que un desfiladero al S. i otro al N., lo hacia mui apropiado para dar importancia sobrenatural al culto de los ídolos i para la celebracion de ceremonias secretas”.

      Codazzi era geógrafo y no antropólogo, y más hermosas son sus descripciones del paisaje que precisas las de las estatuas, según Preuss. A pesar de que Codazzi se ocupó en su informe de treinta y siete esculturas y un “adoratorio”, y levantó un plano topográfico con la localización de las estatuas, al antropólogo alemán le pareció un estudio impreciso y poco fiable. Pero Preuss no iba por las figuras que vio Caldas y luego describió Codazzi, sino por las del Alto de los Ídolos, un tesoro que aún faltaba por recuperar.

      Mientras paseaba me detuve ante una estatua que por alguna razón se me hacía familiar. La miré con detenimiento. Tenía la nariz ancha pero no parecía que resoplara, como en otras figuras. La boca carecía de colmillos o dientes visibles y estaba cerrada. En realidad, era apenas una hendidura algo desplazada hacia su izquierda. Los ojos tenían una especie de bolsas en la parte de abajo, y el conjunto insinuaba la sabiduría de una mujer mayor. ¡Claro! Era la estatua original de la “mujer del cuenco”, cuya réplica comprada al tallador había dejado en la urna junto al río.

      Preuss llegó a la conclusión de que esta figura era una mujer porque tenía falda corta y un turbante que atrás formaba un anillo. También por las cintas debajo de las rodillas y por las pulseras en las muñecas. Y dice que era importante por su adorno en el pecho, decorado con supuestas plaquitas de oro. Asegura que tenía el torso abrigado y que era gorda, no solo por el abdomen grueso sino porque, al apretar su propio pecho con los brazos, hacía notable una cierta protuberancia. No puedo negar que me gusta ese tipo de observación aguda de los especialistas, que ven un mundo donde uno apenas alcanza a poner la vista.

      Se ha dicho que Preuss venía de México con la frustración de no haber podido enviar al Museo Etnológico de Berlín –su patrocinador–, obras precolombinas originales. De ahí que en San Agustín se asegurara un par de docenas, que junto con la copia de otras, despachó pronto a Alemania. En el envío de las originales no iba, por fortuna, la “mujer del cuenco”.

      En épocas recientes, especialistas colombianos han analizado las rocas en las que fueron talladas las estatuas. Sobre la “mujer del cuenco” afirman que está hecha en toba, la misma que llevaba en sus hombros el tallador. La toba es una roca de origen volcánico, como la mayoría de las que conforman la cordillera cerca de San Agustín. Está formada por pequeños fragmentos arrancados del cuello de un volcán, al paso de gases que han salido por allí a velocidades vertiginosas. Luego, estos gases se propagan por los alrededores y, cuando pierden velocidad, dejan caer al suelo los fragmentos, que forman una sábana gruesa. Con el tiempo esta capa es aprisionada bajo tierra, donde aguas subterráneas terminan por soldarlas y convertirlas en rocas. Al acercarme a la “mujer del cuenco” me pareció sentir que la roca despedía aún su antiguo calor.

      De vuelta en Berlín, Preuss organizó una exposición de sus tesoros precolombinos. Era la primavera de 1923 y el clima permitía hacer el evento en la terraza del museo. Pero poco podía augurarse sobre el resultado de la muestra, en medio de la difícil situación económica y política que se vivía en una Alemania derrotada en la guerra no hacía mucho: “No creí que por mis queridos gigantes del interior de Colombia se interesara más que un grupo muy reducido de especialistas”.

      Sin embargo, el éxito inesperado levantó la moral de Preuss y le llevó a decir, conmovido, en la introducción de su libro, unas bellas palabras cuyo talante en las obras científicas de nuestros días es raro encontrar: “La psicología del científico generalmente suele ignorarse por la mayoría de los hombres. La inclinación a una actividad espiritual que demanda sacrificio, además de la precisión que en estos trabajos debe observarse, paréceles más bien un síntoma de estrechez espiritual y más aún en los tiempos de preocupaciones económicas que cursamos”.

      Se ha dicho también que Preuss no excavó en San Agustín de la manera “científica y exacta” que él mismo apunta. A arqueólogos modernos se les hace casi imposible que hubiera hecho un buen trabajo científico en la extracción de setenta y cinco estatuas en solo ciento ocho días que estuvo en San Agustín. En vez de describir con juicio cada entierro incluyendo la cerámica, se centró únicamente en sacar las figuras monumentales. De esta manera destruyó el contexto en el que estaban enterradas las estatuas y no dejó información para ser estudiada posteriormente. Se le reprocha además que se aprovechara de que en Colombia no había leyes contra el saqueo del patrimonio y se llevara tantos originales.

      La tarde caía en medio de un cielo nublado. El vigilante se acercaba a mí a paso lento, haciéndome señas de que el parque estaba cerrando. Lo ignoré hasta que pude, mientras contemplaba la figura, la “mujer del cuenco”. Finalmente, guardé mi libreta de apuntes y mi cámara y me dirigí a la salida. En compañía de algunos de los empleados tomamos un transporte hacia San Agustín. Me tocó ir de pie, en el estribo de la parte trasera de un jeep, aferrado a los fríos hierros del capacete cargado.

      Una vez puse el pie en mi cabaña, el aguacero se soltó de nuevo. Tomé una ducha caliente y luego crucé con una pequeña carrera hasta el tibio comedor del hostal. Cené y pedí una copa de vino al final. A cada sorbo aparecía el cansancio en mi cuerpo. Una cierta anestesia me empujó hacia un placentero estado de ensoñación. Las imágenes discurrían por mi mente formando líneas, esquemas simplificados de los recuerdos recientes. El camino hecho durante la jornada se sintetizó en la forma de una simple letra: la V. Había bajado por un costado del cañón y luego había ascendido por el costado contrario. En el vértice de ambos estaba el río, representado por un punto, producto de la unión de las dos líneas oblicuas. No quería volver tan pronto a casa y lo interpreté como una invitación a continuar a lo largo del río, a explorar la metamorfosis de esa escabrosa forma de simetría vertical. Quería observar cómo se profundizaba o se ampliaba y, sobre todo, cómo se proyectaba hacia afuera, hacia una dimensión que creaba un espacio a mi medida, para mis ojos.

       Tres

       Los poetas dicen que la ciencia hurta la belleza de las estrellas, meros pegotes de átomos de gas.

      Richard Feynman

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      DESIERTO DE LA TATACOA, HUILA.

      Muchas veces había oído mencionar el desierto de La Tatacoa, ese pedazo de tierra yerma enclavado en el valle superior del río Magdalena. Pero hasta el momento me había sido esquivo. El lugar se convirtió en sitio turístico por las formas particulares de sus capas de arcillas, semejantes a castillos de brujas. Además, la sequedad de su cielo y la ausencia de luces de ciudades cercanas lo hicieron ideal para la observación de la bóveda celeste. Yo lo tenía aún más presente por los fósiles de animales que vivieron allí hace millones de años.

      Al pasar por Neiva, en vez de dejarme llevar por la autopista que cruza el Magdalena hacia su orilla izquierda, seguí de largo por una vía secundaria rumbo a la población de Villavieja. Allí compré algo de comida y doblé al oriente, alejándome del río hacia la cordillera Oriental.

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