En un momento en el que el camino giraba en ángulo agudo para ir haciendo su escabroso trazado, pude ver de lleno el cañón del río. También el cauce de este último avanzaba de una manera similar a la del sendero, dando curvas cerradas, como bandazos entre las salientes sucesivas de la montaña. El hecho de que el río fuera el Magdalena le imprimía mucha más fuerza a la imaginación que si se tratara de uno cualquiera, tal como lo decía Heráclito. Sus aguas recorrían de allí en adelante casi todo el país a lo largo de mil quinientos kilómetros.
El Magdalena corre en ese lugar en dirección sureste, como si fuera rumbo a la selva amazónica. Pero, poco a poco, una serie de fallas geológicas lo van orientando hacia el norte. Las fallas geológicas son planos imaginarios enormes. A través de ellas se desplazan entre sí grandes porciones de montañas, o incluso cadenas de montañas. Su tamaño hace que sean más visibles desde el aire. Se ven a la manera de líneas extendidas por kilómetros, a lo largo de las cuales se disloca algún rasgo de la superficie de la Tierra: una serranía cortada y desplazada, por ejemplo. O, como en este caso, ríos que llevan una dirección y, de repente, tuercen noventa grados. Aquella era una región llena de fallas, de rocas fracturadas.
Vi entre unos cafetos un árbol abarrotado de mandarinas rojas. Atravesé la cerca y caminé hasta él. Me colgué con éxito de un gajo, aunque una ducha de agua fría me bañó por completo. Repetí la operación y puse algunos frutos en mi morral, junto con las guayabas, para comerlos más tarde. El solo hecho de reservarlos me produjo un placer de origen ancestral, un recuerdo genético de los tiempos en los cuales todos los humanos éramos cazadores y recolecto res de alimentos. Mientras reanudaba el camino sentí el deseo de verme transportado a esas épocas en las que no habíamos aprendido a cultivar ni siquiera las cosas más sencillas.
Si me preguntaran en qué año me habría gustado vivir, diría que varios miles antes del presente. Pensé en cien mil años atrás. En ese entonces, caminábamos ya por el mundo diferentes especies de homininos con la suficiencia propia del ser humano. Aunque todavía no por tierras americanas. Hace cerca de sesenta mil años partieron de África los primeros grupos de Homo sapiens que iban a llegar hasta aquí. Y solo hace unos veinte mil pisaron por primera vez el continente. Entonces rebajé un poco mi apuesta, hasta esos milenios más cercanos.
La partida de los que llegarían a América coincidió con un momento en el que la Tierra comenzaba a enfriarse. Mientras ellos avanzaban cruzando la península arábica y seguían la ruta de oriente, buena parte de las aguas de los océanos del planeta se congelaban en los polos. De manera que cuando llegaron a lo que hoy es un paso de mar entre Rusia y Alaska, el estrecho de Bering, lo encontraron seco y sin problemas para atravesarlo. Fue así como pusieron por primera vez pie en Norteamérica, sin darse cuenta de que estaban sobre otra masa de tierra diferente de la asiática. Todo parecía hecho para que los hombres colonizaran América, pues cuando estaban allí la Tierra volvió a calentarse y el paso de Bering se inundó de nuevo.
En el corazón de Estados Unidos se hallan los restos humanos más antiguos del continente: quince mil quinientos años antes de nuestros días. Sin embargo, en Chile las fechas son apenas menores en algunos cientos de años. Todo indica que a esos pioneros los gobernaba la fuerza de seguir adelante, de avanzar, en este caso hacia el sur, como si intuyeran tierras prometidas en un mapa imaginario. No importaba si el lugar al que llegaban era benigno o no, si había selvas o desiertos, si interminables llanos o montañas, simplemente se sentían llamados a continuar el recorrido de manera incesante. ¿Quién lideraba esa primera peregrinación? ¿Individuos de unos veinte años con sus mujeres e hijos? Sabiendo que la longevidad en aquella época rondaba los treinta años, yo sería, con algo más de cuarenta, un abuelo, una carga para la gran caminata.
Uno podría imaginar que al no haber fronteras ni otras personas en el camino –aparte de pequeños grupos que pudieran estar también en la vanguardia del recorrido–, las cosas eran fáciles en aquella gesta. Pero los restos de trece mil años de Naia, encontrados en un cenote en Yucatán, desdicen de una vida tranquila en esos tiempos. El examen de los huesos de esta joven mujer de quince años develó que había pasado hambre en su infancia y que incluso pudo haber sido maltratada. Poco antes de morir por la caída fortuita en la cueva, Naia había dado a luz, aportando un vástago a esa gran caminata por el continente.
A pesar de la evidencia, me gusta pensar que la América de hace unos quince mil años fue la mejor de todos los tiempos. Diferente a otros continentes que fueron poblados con anterioridad por varios linajes de antecesores de los humanos, en América solo un hombre moderno igual a nosotros caminó por primera vez entre sus paisajes. Las presas de caza eran abundantes y gigantescas: osos perezosos de tres metros, armadillos del tamaño de un Volkswagen, aunque también enormes tigres dientes de sable.
Me inquietaba la vida en esa época de oro. La mirada de cada uno de esos seres humanos iba creando la naturaleza a su alrededor, por el solo hecho de observarla por primera vez y maravillarse con sus paisajes. Haber sido el primero en ver un valle, una montaña, un río, de modo que estos empezaran a existir para los que vinieran detrás, bastaría para cambiar el anodino presente por ese momento épico. Sin detenerme, abrí el bolso y comí algunas de las guayabas.
El paso de Bering había sido la primera estrechura en la caminata americana. La segunda fue el istmo de Panamá, una lengua de tierra de apenas sesenta kilómetros de ancho. Este último fue, sobre todo, un paso simbólico. Alrededor de siete millones de años antes de que el hombre llegara al istmo, este aún no existía. Centro y Suramérica no estaban unidas, y el Caribe y el océano Pacífico eran un solo mar. Pero en esos años remotos, se elevó allí una cresta volcánica que unió los continentes e impidió el paso de agua entre los dos mares. Más que un simple cambio en el paisaje, esta nueva geografía tuvo grandes consecuencias para la vida en la Tierra.
Los cerramientos y aperturas de nuevos mares son un asunto trascendental para el clima del planeta, pues las corrientes marinas controlan con sus temperaturas las lluvias y las sequías. Una vez se cortó la comunicación entre el Caribe y el Pacífico sobrevinieron cambios dramáticos. La aridez se hizo sentir especialmente en África. El desierto del Sahara aumentó de tamaño, empujando con sus arenas hacia el centro del continente. Por consiguiente, las sabanas que lo limitaban por el sur le ganaron terreno a la selva húmeda ecuatorial. Algunos monos se internaron aún más en la espesura, pero otros se vieron obligados a salir y arreglárselas en la gran pradera. En vez de la selva enmarañada, ahora los pastizales y escasos arbustos dominaban su paisaje. Poder erguirse y descubrir los depredadores al acecho resultó un rasgo físico esencial para sobrevivir en la planicie.
Provenimos de esos primeros homininos, a quienes enderezarse les significó además un desplazamiento de la pelvis. El hueso se movió hacia adelante y cerró parcialmente el canal del nacimiento. Sus crías debían nacer más pronto, menos desarrolladas, y la consiguiente relación de dependencia con la madre se alargó, hasta que pudieran valerse solos. Esto marcaría a cada individuo para toda la vida, así como a sus descendientes en los millones de años venideros.
Siete millones de años después –y solo catorce mil años antes de nuestro presente–, los descendientes de esos africanos, ya como hombres modernos, pisaban el istmo de Panamá, esa cuna remota que quizás había dado lugar a su especie. Acaso les sucedió como hoy a nosotros, que a menudo pasamos sin darnos cuenta por encima de huellas que ignoramos, de sudor desecado de otros, de sangre vertida.
Una vez en suelo suramericano, algunos grupos de vanguardia siguieron la ruta de la costa hacia el sur, buscando quizá, de forma instintiva, la gloria de ser los primeros en llegar al fin del mundo. Otros se quedaron en las inhóspitas selvas tropicales, que aunque malsanas, estaban colmadas de frutos y presas de caza. Y hubo quienes sintieron el llamado de las misteriosas montañas de los Andes. Aun a cuatro mil seiscientos metros de altura, en las cumbres del Perú, se han encontrado antiguos lugares de habitación. En la cueva de Cuncaicha, en el monte Condorsayana, se hallaron restos de personas que vivieron allí hace unos once mil o trece mil años. Pareciera increíble que en aquellos tiempos el hombre eligiera esos inhóspitos páramos para quedarse a vivir.
Pero,