La sorpresa de despertar en el fondo del cañón, justo un par de metros sobre el agua, en medio de la naturaleza exuberante, desdibujaba la línea entre la vigilia y la ensoñación.
Me puse de pie, me eché el morral a la espalda y ataqué el camino de subida. Durante el ascenso sentí que el sonido de mi corazón se sobreponía al del río, que poco a poco quedaba a lo lejos. El viento azotaba una cascada de agua y la convertía en lluvia. Mi mirada se posaba cercana, en el piso, apropiándose de su textura y al mismo tiempo ponderando la necesidad de avanzar. Mientras tanto, caminaba sumido en una especie de silencio interior, dominado por el esfuerzo. Era consciente de la intuición que afloraba en cada paso para no pisar en falso, no por miedo a tropezar y caer, sino por la idea de perder un poco de la fuerza que se requiere para llegar a la cima.
De pronto, al ardiente sol lo veló un cúmulo de nubes y la temperatura mejoró para la caminata. Pero no tardó en comenzar a lloviznar y a caer el agua sobre mi espalda, empapada de sudor. Cada paso contaba y me preguntaba en qué podría apoyarme. Sentía que, si dejaba de andar, el precipicio me llamaría desde atrás. Aunque sabía que el sendero de subida no era más que un espejo del de bajada, este último parecía haber estado más firmemente marcado. Al descenso se suele acceder de buena gana, mientras que a menudo el ascenso se convierte en una obligación. Cuando se baja se tiene el escenario a los pies, con lo cual la medida de sí mismo no es más que fantasía. En la subida, por el contrario, uno es palpable y finito ante su imaginación.
Ya en plena cuesta pensé que, si mi vida fuera la primera mitad bajando y la segunda subiendo, yo estaría precisamente en ese trecho donde ya había empezado a ascender, y no había vuelta atrás. Y, si me atrevía a mirar a mis espaldas, la noche llegaría para envolverme. Aterrorizado, me detuve y tomé varios sorbos de agua. No podía seguir pensando de esa manera o iba a terminar odiando el recorrido. No se puede caminar sin amor, aun cuando sea una sola porción del sendero. De lo contrario, se dirige uno al propio Hades.
Una hora más tarde me encontré con una bifurcación. ¿Existe algo más simbólico? El mundo de repente se divide materialmente en dos y se nos impone la idea de que cualquier elección tendrá sus consecuencias. Sin embargo, hay en ello siempre una falacia. Al igual que ocurre con un río, hay decenas de cauces posibles, y al mismo tiempo uno solo. Pero en este caso no parecía aconsejable seguir por la mitad de la montaña abriendo un camino nuevo.
En medio de la bifurcación había un letrero, pero estaba tan deteriorado que no era posible leerlo sin esfuerzo. Me entregué a una cuidadosa labor deductiva frente a las borroneadas letras grabadas sobre la madera. Puesto que –mirándolo de frente– el camino venía recorriendo la montaña de izquierda a derecha, un desvío a la izquierda sería objeto de aviso, para que los caminantes no siguieran derecho sin percatarse del cambio de dirección. Si, al contrario, no hubiera necesidad de girar, sino que debiera seguirse la dirección general del sendero, el letrero ni siquiera sería necesario.
Decidí entonces tomar hacia mano izquierda, contento con mi capacidad de raciocinio. Fue solo después de casi otra hora de camino que se me ocurrió mirar el mapa digital en mi teléfono para darme cuenta de que había tomado la dirección equivocada. Dar marcha atrás ya no tenía sentido, así que opté por seguir hasta lo que en el mapa parecía ser una casa campesina. Allí preguntaría si era posible regresar por una carretera que aparecía en mi pantalla un poco más arriba.
El cañón del río quedó fuera de mi vista y ahora caminaba entre cafetales, por trochas llenas de fango. Al igual que al inicio del recorrido, los árboles estaban de frutos a reventar: guayabas, naranjas, mandarinas, guamas. Una gran rama de un níspero de tierra fría estaba recién caída, probablemente tras uno de los aguaceros de esa semana. En vez de ir tomando uno a uno los nísperos y comerlos juiciosamente hasta la última carne, les daba un par de mordiscos y despreciaba el resto. El derroche sin embargo no estaba dentro de mí, sino en el mismo árbol. La naturaleza se emperifolla en su libertad para entregarse al primero que pase.
El sendero me fue llevando a la casa marcada en el mapa. Era una pequeña vivienda levantada de la tierra por pilotes de madera, donde nadie respondió a mi saludo. Doblé directo hacia arriba por un cafetal hasta que tropecé con la carretera.
El terreno, ahora plano, era como una especie de premio al esfuerzo del ascenso. Me sorprendí con la alegría y la ligereza de mi paso renovado. No me había puesto el capote para la lluvia durante la subida y mi ropa escurría, pero no me importaba. Llevaba un buen par de zapatos y un bastón, y con eso era suficiente.
Al cabo de un rato de caminata me encontré de frente con un hombre que venía encorvado llevando un azadón al hombro. Cuando levantó la cabeza ante mi saludo pude reparar en las manchas rojas que salpicaban su piel como un sarampión. El gran tamaño del hombre y la manera como escondía su rostro me hicieron recordar la figura de Frankenstein cuando, una vez escapado de su cuidador, vagaba por las comarcas avergonzado de sí mismo.
La carretera era de tierra, pero bien afirmada y el paso rendía mucho más. Iba atravesando cafetales, sembrados de lulo, maizales y flacas arboledas a lo largo de las fuentes de agua.
A las cuatro de la tarde, con el cielo cerrado por una niebla baja, llegué por fin al centro de recepción de visitantes del Alto de los Ídolos. Pagué la entrada y tomé el camino que recorre un tramo boscoso. Diez minutos después se abrió un descampado amplio con dos colinas suavizadas a lado y lado. Estaban separadas por una especie de terraplén un poco más bajo, poblado de un césped perfectamente cortado. Sobresalían por grupos unos ranchos de madera y techo de paja que cubrían los enterramientos funerarios, así como las estatuas que los custodian. Tal vez por el clima y por ser ya tarde, apenas había una pareja lejana recorriendo los sepulcros, mientras un vigilante leía un libro recostado contra la base de un árbol.
Justo hacía cien años el conjunto arqueológico había sido sacado a la luz por el antropólogo alemán Konrad Theodor Preuss. En aquel entonces el lugar no lucía como hoy, sino que estaba cubierto de bosque. Solo el conocimiento de los habitantes locales daba alguna cuenta de su existencia. “A mi llegada”, dice Preuss en su Arte monumental prehistórico – Excavaciones hechas en el Alto Magdalena y San Agustín (Colombia), “no encontré más que una sola estatua desenterrada y los sepulcros se hallaban todos en su estado primitivo, con excepción de uno. Sin embargo, las piedras que los encerraban, mostraban una posición muy extraña. En todas estas sepulturas había sarcófagos de piedra que en su mayoría estaban provistos de tapas”.
Me dediqué a recorrer los montículos funerarios, cuál más impactante. El tamaño, como el arte mismo de las figuras, me sobrecogía. Al grabar cada motivo sobre las lajas de piedra, los indígenas les habían impuesto una intención de la que la roca carecía. Eran lavas y rocas volcánicas en general, que habían salido de la profundidad de la Tierra sin un objetivo diferente al de liberarse de las presiones del subsuelo. Y, luego, los indígenas las habían tallado y convertido en parte del culto a sus dioses.
A la llegada de Preuss, en 1914, solo había dos descripciones del sitio arqueológico de San Agustín, y no se referían al Alto de los Ídolos. Una de ellas era apenas una mención, por parte de Francisco José de Caldas: “San Agustín […] está habitado de pocas familias de indios, y en sus cercanías se hallan vestigios de una nación artística y laboriosa que ya no existe. Estatuas, columnas, adoratorios, mesas, animales, y una imagen del sol desmesurada, todo de piedra, en número prodigioso, nos indican el carácter y las fuerzas del gran pueblo que habitó las cabeceras del Magdalena. En 1797 visité estos lugares, y vi con admiración los productos de las artes de esta nación sedentaria, de que nuestros historiadores no nos han transmitido la menor noticia. Sería bien interesante recoger y diseñar todas las piezas que se hallan esparcidas en los alrededores de San Agustín. Ellas nos harían conocer el punto a que llevaron la escultura los habitantes de estas regiones, y nos manifestarían algunos rasgos de su culto y de su policía”. Allí donde Caldas decía “diseñar” se refería a dibujar, y con “policía”, a política.
Después vino Agustín Codazzi, en 1857, el militar