Reservé una habitación privada en un hostal campestre en las afueras del pueblo. Y, no bien se llegó el día señalado en el mes de abril, tomé mi automóvil e hice el trayecto en dos jornadas. Debía atravesar buena parte del país, desde el noroeste hasta el macizo montañoso en donde está ubicada la población, varios cientos de kilómetros de carretera hacia el sur.
Si bien era posible tomar la vía que remonta mi cordillera Central, directo hacia el valle del Magdalena y por ahí continuar hacia el sur, preferí irme por la zona cafetera hasta la ciudad de Armenia y allí cruzar la cadena montañosa. Durante la primera jornada apenas me detuve para comer y poner gasolina, quería avanzar.
El paisaje estaba completamente seco. La vegetación siempre verde en esa época del año, fueran potreros o bosques, lucía ahora opaca y amarillenta. El fenómeno del Niño azotaba la región andina con toda su fuerza desde hacía ya casi un año. Tal vez por eso cualquier manifestación de agua natural resaltaba a mi vista. Los arroyos quebrados y saltarines de la montaña, y luego el río Cauca, aún con su bajo caudal, parecían hablarme al oído.
Tanto tiempo sin viajar me hizo ver que las vías en general habían mejorado. En muchos lugares me hallaba conduciendo por autopistas de doble carril, dotadas con modernas estaciones de servicio. En ocasiones conducir resultaba aburrido y adormecedor, pero también el recorrido se sentía más ligero y avanzaba mucho más de lo previsto. En otra época habría tenido que entrar a un lugar poblado para pasar la noche, ahora los hoteles de carretera eran nuevos y cómodos. No bien oscureció me hospedé en el primero que encontré.
Al segundo día crucé la cordillera desde Calarcá por el alto de La Línea hasta la ciudad de Ibagué, situada en la base de la cuesta del otro lado, en el valle del Magdalena. Allí tomé la vía que sigue a buscar la orilla del río, y a medida que avanzaba sentí que mi corazón comenzaba a latir de una manera diferente, como cuando se acerca un encuentro con alguien largamente esperado. Ahora sé que se debía a las primeras sugerencias del Magdalena, hacia el cual conducía de una manera decidida, perpendicular en el sentido geográfico, hacia el oriente.
No obstante, el encuentro con el río tardó en llegar, pues la carretera doblaba hacia el sur antes de topárselo. De modo que anduve a cierta distancia de él, de manera paralela, intuyendo la porción de tierra que nos separaba. Pero luego de algunos kilómetros nos reunimos por fin: la vía comenzaba a dejarse tocar por el curso del cuerpo de agua.
Bajé la velocidad hasta que encontré un amplio espacio de tierra entre el pavimento y el río. Crucé el carril de mano contraria con precaución y me detuve. Al salir del automóvil, el fuerte resplandor del mediodía me obligó a entrecerrar los párpados, incluso tras las gafas de sol. Aún sentía la velocidad sobre el asfalto dentro de mí. Tuvieron que pasar algunos minutos antes de que mis sentidos armonizaran con el paso de la corriente.
Sudaba copiosamente y fui a buscar refugio a la sombra de unos arbustos desde donde pudiera observar sin achicharrarme. El cauce tenía en ese punto unos ochenta metros de ancho y formaba una curva; yo me encontra ba en su parte exterior. La orilla tenía en este lado la forma de un escalón, pues es allí donde el agua socava su margen. Del otro costado, la tierra entraba al agua como una playa de arena, porque la corriente tiene allí menos velocidad y deposita en el fondo los sedimentos que arrastra. A mis pies, la turbulencia producía pequeños rompientes que azotaban la base de la pared de tierra. El río lucía grávido bajo la canícula ardiente y el agua parecía un líquido más denso que ella misma.
Me pareció que el color marrón del agua tenía mucho que ver con la sensación que trasmitía. El calor y la humedad de las regiones ecuatoriales del planeta favorecen de tal manera la descomposición de las rocas, que las arcillas son fácilmente arrastradas por la lluvia y los arroyos. Y son estas las que, con su gama de ocres, tiñen las aguas corrientes de esta parte del mundo. Al igual que el Amazonas o el Congo, el Magdalena es naturalmente de color café, el color de la tierra.
Al cabo de media hora decidí retomar la marcha. Pero al darme vuelta vi, detrás de la carretera, una pared hecha de arena y guijarros de un color crema claro, que bajo el pleno sol encandilaba la mirada. Dentro de la pared misma, los diminutos granos estaban dispuestos de formas particulares. Semejaban festones y especies de arabescos, como si una cultura antigua los hubiera diseñado. Tras cruzar la pista de asfalto, caminé hacia ella atraído por la sutil magia de las formas de arena.
Una vez allí descubrí que aquel muro natural se desmoronaba con facilidad al paso de la palma de mi mano. Lo que tenía frente a mí no era otra cosa que el retrato de los movimientos de la corriente del mismo río en tiempos remotos.
SEDIMENTOS ANTIGUOS DEL VALLE DEL MAGDALENA, HUILA.
Lo que ocurre hoy –dice un principio de la geología–, y la manera como está ocurriendo, es similar a como eso mismo solía ocurrir en el pasado. Parece elemental, pero hasta hace dos siglos se pensaba que el pasado lejano de la Tierra había estado plagado de cataclismos. Montañas y valles y otros accidentes se explicaban a través de grandes explosiones volcánicas o inundaciones, de aperturas súbitas de zanjas o de aparición de enormes puentes entre continentes. Puesto que la edad de la Tierra aún se pensaba en términos de decenas de miles de años, y no de miles de millones como hoy, se hacían necesarias esas catástrofes para justificar las teorías geológicas.
Los guijarros y arenas apiladas en la pared de la vía eran antiguas playas del río, registros de su curso antiquísimo. Y, al mismo tiempo, narraban lo que estaba sucediendo actualmente por debajo y en las orillas del cauce actual. Esa pequeña colina era un río duplicado hacia un pasado de sí mismo. El Magdalena no era solo la corriente que en ese momento fluía por su cauce, sino también aquella que había dejado su huella en esa barranca en otro tiempo.
Aquella frase de Heráclito de Éfeso de que no se puede entrar dos veces en el mismo río no es realmente suya, sino una versión simplificada que hizo Platón. Unas palabras más cercanas a las que se cree que escribió el filósofo presocrático fueron: “A quienes penetran en los mismos ríos, aguas diferentes y diferentes les corren por encima”. Puesto que los ríos en la antigua Grecia eran en gran medida importantes según el nombre mítico que recibían, se interpreta que la verdadera idea de Heráclito se refería a la permanencia del nombre del río con respecto a la condición móvil de sus aguas.
Se cree que la mayor parte del agua que hay en la Tierra proviene de choques con asteroides y cometas congelados en los orígenes del planeta. Sin embargo, con el tiempo, una vez se formó la atmósfera casi nada de esa agua ha podido escapar, ni otra nueva ha entrado. La cantidad de agua que existe en nuestro planeta ha sido la misma por cientos de millones de años. Y, puesto que esta se recicla constantemente entre el mar y las cumbres de las montañas, al entrar en cualquier río uno está entrando en las mismas aguas de siempre.
Volví a mi automóvil y retomé la marcha. Más adelante la carretera cruzó hacia el lado oriental del Magdalena, cerca de la ciudad de Neiva. La atravesé sin detenerme y desde allí conduje concentrado en mi destino. Pasé Garzón, Gigante, Pitalito, pueblos ubicados a lo largo de la orilla del río, más o menos cerca de su cauce. Más hacia el sur el valle se fue cerrando, a medida que la vía ascendía hacia el macizo en el que las cordilleras Oriental y Central se funden en una. El aire se fue haciendo más ligero conforme mi automóvil y yo ganábamos altura. De nuevo aparecieron los arroyos de montaña, las faldas agrestes y, también, ya llegando a San Agustín, los hatos de vacas lecheras semejantes a aquellas cultivadas en las montañas donde vivo.