Para celebrar esas vidas de otro tiempo elegí un recodo del camino donde había una vista de especial belleza y me senté. Le quité la piel a una de las mandarinas, cuyos poros abiertos, grosor y holgura prometían jugos dulcísimos. Pero, no bien la probé recibí una acidez tal que lo primero que se me ocurrió fue lanzar la fruta al despeñadero. Hice lo mismo con las que había guardado en el morral, como si fueran veneno. Así debió haber sido en aquellos primeros tiempos: ensayo y error permanentes. Puesto que avanzaban de norte a sur, el clima cambiaba y así la flora y la fauna, de manera que lo aprendido en una región poco servía en la otra. No se trataba únicamente de ir recolectando por el camino las frutas y sacrificando las presas ya conocidas. Había que encontrar lo que era comestible, asumiendo riesgos una y otra vez.
De un momento a otro, la figura de un hombre con una roca sobre sus hombros me sacó de mis ensoñaciones. Al verlo subir jadeante por la cuesta me hice a un lado. Le era imposible levantar la cabeza y aún hablar, y pensé que seguiría de largo. Pero vino a descargar la piedra junto a mí. Le ofrecí un poco de agua mientras recobraba el aliento. Luego nos sentamos de cara al abismo y conversamos.
Era un artesano que tallaba figuras de suvenir con los motivos de las estatuas agustinianas. No era de la región, sin embargo. Había crecido en la ciudad, donde ejercía como vigilante. Un día, cansado de esa vida, decidió marcharse al campo. Mientras se alquilaba como jornalero, una curiosidad por el trabajo manual lo llevó a intentar con las figuras. Y con el tiempo llegó a convertir ese arte en un oficio.
Sacó un par de representaciones de su mochila y me las enseñó. Me pareció que hacía un buen trabajo. En este caso, la semejanza con las estatuas reales era importante, y él lo conseguía. No usaba formones, me dijo, sino radios de llantas de motocicleta. Eran resistentes y tenían la forma adecuada, además eran baratos y fáciles de conseguir. Saqué algunas guayabas y comimos.
Me acerqué a la piedra que venía cargando y la observé con cuidado.
—¿Es una andesita? –le pregunté.
—Una toba, me parece –dijo.
Aunque aquel hombre no era dueño de un conocimiento formal de la geología, había aprendido a identificar las rocas. El contacto con el material volcánico de la región lo convirtió en un experto local. Sin embargo, en ocasiones mencionaba alguna especie que no existía –que seguramente había leído en un libro y tergiversado–, de modo que resultábamos hablando de meras invenciones, aunque con el mismo cariño, igual que de las piedras convencionales. De cualquier manera, sabía dónde encontrarlas, así como reconocer sus texturas y predecir la respuesta a las herramientas sobre cada tipo de material rocoso.
Paradójicamente, me dijo, la dificultad de su oficio estaba en hallar la piedra. Primero tenía que encontrar una cantera, extraer la roca y luego transportarla hasta su taller. Uno de sus maestros había muerto cerca del lugar donde ahora nos encontrábamos. Había hallado una especie de cueva en la que era necesario desprender la roca del techo, y un día terminó sepultado. Otras canteras estaban dentro de fincas privadas. Sin embargo, por esos días se había acomodado con un cultivador de café, a quien le estorbaban los bloques de piedra dispersos en su parcela.
En ese ir a buscar la piedra, partirla y lidiar con su gran peso, y luego acarrearla a su lugar de trabajo y finalmente tallarla, había un bello homenaje al esfuerzo de la antigua cultura de San Agustín. No quería irme sin comprarle uno de sus trabajos y le pedí que me mostrara lo que llevaba consigo. Me llamó la atención una figura femenina, que según él era conocida como la “mujer del cuenco”. Era la imagen de una mujer de cuerpo entero, sosteniendo un recipiente con las manos a la altura de su pecho.
Nos despedimos antes de que él se echara encima de nuevo su carga. Quise ayudarlo, pero intervenir en tan preciso envión habría roto el equilibrio.
Con el idolillo en mi mochila, reanudé el camino. Al lado opuesto del cañón se veía cómo, cada tanto, a lo largo de la pared de roca cubierta de lianas y arbustos, se desprendía un hilo de agua que caía al vacío, abriéndose espumoso hasta atomizarse. En el camino de descenso no me había topado hasta el momento con chorros de ese tipo, pero sí con pequeñas cascadas que bajaban lamiendo la roca irregular. Entonces, el sol asomó por segunda vez en el día con fuerza renovada. Su gran disco se reflejaba en el agua sobre el camino. El efecto que causaba me daba la sensación de que estuviera pisando perlas que se escabullían bajo las suelas de mis botas.
En cuanto a más paseantes, ninguno aparte del tallador. Nadie subía ni bajaba, solo me acompañaban unas maripositas del color de la miel, que salían en grupos de a dos y de a tres. Su movimiento azaroso coincidía a veces con mi propio parpadeo, de modo que me era imposible determinar dónde estaban exactamente. Luego asomó una mariposa azul del tamaño de un puño, cuyo vuelo parecía apoyarse gentilmente en el aire como si este fuera líquido. En un momento me vi manoteando con mis propios brazos, queriendo atraparlas en una insólita danza. Y, más aún, me escuché balbuceando cualquier cosa, como transportado a esa edad infantil en la que no nos avergüenza hablar solos.
El estrépito del agua aumentaba conforme descendía por la pendiente, hasta que llegué a la propia orilla del río. En la base del cañón las laderas amenazaban con cerrarse del todo, azuzadas por el vértigo de la turbulencia. Los tonos de verde, la piedra oscura y las aguas color café se reunían sobre la movilidad violenta de la corriente.
Un puente colgante cruzaba el Magdalena en ese punto. Los viejos cables de hierro trenzado que lo sostenían lucían tiesos, como a punto de quebrarse. La madera de su esqueleto y el techo de láminas de zinc a dos aguas, estaban parcialmente cubiertos de líquenes. La pintura roja que lo cubría estaba ahora pálida y desteñida. Me detuve a calcular el paso antes de atravesar. Desde allí podía ver que la estructura, de unos quince metros de largo por uno y medio de ancho, estaba levemente retorcida, como por contagio de la fuerte corriente que trasponía. Di un paso adelante mirando dónde pisaba. Entre los tablones separados centelleaba la espuma del río, que me despistó y me hizo sentir un leve mareo.
En la mitad del puente, ya con algo de seguridad, me detuve a mirar la corriente. El agua lucía hinchada sobre sí misma, como en ebullición. Cerca de la orilla colgaba una rama desgajada de un árbol, cuya parte inferior alcanzaba a quedar sumergida en la turbulencia. El agua la mecía violentamente con la intención de devorarla. Incapaz de arrancar de raíz el propio árbol, la corriente se empeñaba en mostrarle su poder arrebatándole una parte. Pero, aun así, la rama resistía, no importaba cuán sometida estuviera, con tal de no romperse. Hay quien ha dicho que la tragedia sobreviene no cuando el árbol se dobla sino cuando se rompe. ¿Qué se puede decir de aquel que ya está desgajado, y, aun así, resiste? Quien ha caminado por el campo habrá visto cómo algunos gajos que penden apenas de un hilo del tronco mayor retoñan en la siguiente estación de lluvias.
A decir verdad, el puente se sentía firme a pesar del óxido y la falta de escuadra. Más bien parecía haberse incorporado a las torcidas formas de la naturaleza. Conseguí llegar al otro lado, donde me detuve frente a una urna montada sobre una pequeña torre fabricada con adobes. Adentro reposaba la imagen de una Virgen adornada con dos puñados de flores, ya marchitas a pesar de la humedad. Seguramente no pasaban casi peregrinos por allí. La lámina estaba deteriorada, pero se conservaba en el fondo de la urna. Representaba a una de esas vírgenes que llevan una corona repleta de piedras preciosas. Ese rasgo quizás fuera antes símbolo de distinción, pero para el tiempo en que vivimos resultaba ostentoso. Sin tocar la lámina, pero justo en su lugar, deposité la “mujer del cuenco” comprada al tallador. La sencillez de su expresión y el tazón que llevaba en sus manos, como ofreciendo de beber al caminante, me pareció un remplazo merecido.
Ya