Con la misma fuerza, San Jerónimo se hacía una idéntica pregunta, dos siglos después, al dirigirse a la Iglesia, que, a su juicio, se había hecho demasiado amiga de la cultura griega: “¿Qué tiene que ver Horacio con el Salterio? ¿Qué tiene que ver Marón con el Evangelio, o Cicerón con el Apóstol?”.18 Y mil años después de Jerónimo, escribió Petrarca en una de sus cartas: “Solamente se pueden amar las escuelas filosóficas y darles asentimiento si no se apartan de la verdad. Si alguien pretendiese intentar esto, y aunque se tratase de Platón, Aristóteles, Varrón o Cicerón, se le debería despreciar y pisotear con abierta tenacidad. Ninguna agudeza en la demostración, ninguna gracia del lenguaje, ningún nombre famoso debe seducir. Todos ellos han sido solo hombres instruidos, dentro de lo que alcanza la investigación humana, brillantes por su elocuencia, dotados de dones naturales, pero dignos de compasión por faltarles el más alto e indecible de los bienes. Debemos admirar sus dones intelectuales, pero de forma que adoremos al creador de ellos. Filosofemos de forma que amemos la verdad. Mas la verdadera sabiduría de Dios es Cristo”.19 Lo mismo quería decir Orígenes, tan admirado por Erasmo, al afirmar: “Huyamos, pues, con toda fuerza de ser solamente hombres. Apresurémonos a hacernos iguales a Dios; pues en la medida en que seamos solamente hombres, seremos mentirosos, como es mentiroso el padre de la mentira”.20
Junto a estos testimonios un tanto negativos encontramos también los de otros autores que no despreciaron los ideales del humanismo griego y latino. Justino, en su Diálogo con Trifón, escrito en el año 160, afirma: “Te voy a dar mi opinión: la filosofía es en realidad el mayor de los bienes y el más precioso ante Dios, al cual ella sola nos conduce y recomienda. Y verdaderamente son santos aquellos hombres que consagran su inteligencia a la filosofía”.21 Y, en la Apología, el mismo Justino, dice: “Cristo es el Verbo de quien todo el género humano ha participado. Y así, los que vivieron conforme al Verbo son cristianos, aun cuando se les haya tenido por ateos, como sucedió entre los griegos con Sócrates y Heráclito”.22 En los mismos términos se expresó Clemente de Alejandría y Gregorio Nacianceno. Para ellos, la sabiduría de los helenos no era enteramente ajena a la sabiduría de la fe.
Muchos de estos problemas y preguntas volvieron a formularse con gran interés durante la época medieval y, particularmente, durante el Renacimiento. No solo en Italia, sino también en la tierra en donde se inició la Reforma. En esta ocasión no me ocuparé del Renacimiento italiano y de sus grandes representantes. Mi interés se centra en el humanismo de los países nórdicos, en donde va a florecer la Reforma.
Varias han sido las teorías que han querido explicar el humanismo de tales países. Por una parte, hallamos la teoría de Jacobo Burckhart, según la cual el humanismo del norte resultó de la influencia del humanismo italiano, y la del historiador Wilhelm Dilthey, para quien la mayor expresión del Renacimiento fue la Reforma, la cual constituyó el paso decisivo del escolasticismo medieval al idealismo moderno y al concepto de libertad. Por otra parte, encontramos la teoría de quienes afirman que el humanismo nórdico fue autónomo respecto del Renacimiento italiano, pero dentro de una profunda relación con el pasado medieval germano y en dependencia de él, gracias a la actividad de los Hermanos de la Vida Común. No es ahora la ocasión de discutir estas teorías. Baste, por ahora, afirmar, como lo hace Spitz,23 que la verdad se halla en medio de estas dos posiciones extremas.
¿Cómo entender el concepto de “humanismo” en este período, es decir, en el contexto del siglo XVI? La palabra posee numerosos sentidos, como se señaló al comienzo del presente trabajo. Dos usos del término son, sin embargo, particularmente aptos para producir confusión dentro del contexto histórico a que nos referimos. El primero considera el humanismo como un punto de vista filosófico que refiere toda verdad y todo conocimiento al hombre, a quien se le constituye en centro absoluto de toda realidad. Tal antropocentrismo, no ajeno a una cierta tendencia renacentista italiana, no puede aplicarse, en general, a todo el humanismo italiano y mucho menos al humanismo alemán. El segundo considera el humanismo como un interés por la antigüedad clásica, por sus virtudes, que exige el cultivo de los clásicos grecolatinos con el fin de aprender de ellos, juntamente con la elegancia del estilo, la sabiduría antigua en lo que tiene de racional y de humano, y por tanto, de asimilable para todos los cristianos. Tal humanismo exige una eruditio cum pietate, como lo repite Erasmo, es decir, una amistosa unión de la doctrina y la erudición de los antiguos con la piedad y la religión cristianas.
Al hablar de Martín Lutero, me limitaré al humanismo alemán, que acentuó notablemente la reforma religiosa y dio un fuerte impulso a la conciencia nacional. Algunos de los humanistas se unieron en torno de Lutero y se convirtieron en defensores y constructores de la iglesia protestante. Entre los problemas que fueron comunes a Lutero y a los humanistas, en general, podemos destacar los siguientes: el rechazo a la escolástica, la reacción contra el formalismo de la vida religiosa y la pérdida de la dimensión existencial, la crítica de las prácticas eclesiásticas, de la jerarquía, y la necesidad de volver a las fuentes bíblicas y patrísticas. Algunas de las más importantes influencias provinieron de la devotio moderna y del misticismo alemán. Los Hermanos de la Vida Común desempeñaron un papel muy destacado en el desarrollo del humanismo alemán y formaron hombres de la talla de Nicolás de Cusa, Agrícola, Celtis, Mutiano, Erasmo y Lutero.
Pero ¿cuál fue, efectivamente, la relación de Lutero con el humanismo y la posición de aquél ante este? Hay que decir que la reacción de los humanistas frente a la Reforma no fue uniforme. Ninguno de los grandes humanistas italianos pensó jamás en separarse de la iglesia romana. Lo mismo puede decirse de los ingleses (Colet, Pole, More), de los españoles (Nebrija, Vives, Sepúlveda) y aun de los franceses (Lefebvre d’Etaples, Budé). Es cierto que numerosos humanistas alemanes se aliaron inicialmente con Lutero y le prestaron su colaboración. Entre ellos se cuentan Eobanus Hessus y Crotus Rubeanus, viejo amigo de Lutero. Felipe Melanchton, el mayor humanista de la Reforma, se sintió poderosamente atraído por la personalidad religiosa de Lutero, pero su formación lo fue separando de su maestro y amigo, sin que nunca llegara a romper su relación con él. Melanchton fue un intelectual de la especie de los no fanáticos, de los conciliadores, con una fuerte vinculación con lo antiguo. No podía entender que la naturaleza humana estuviera completamente corrompida. Para él, la voluntad del hombre y sus propias obras buenas son necesarias para la salvación. Erasmo de Rotterdam, en un comienzo, fue simpatizante de Lutero; luego, se convirtió en decidido adversario suyo; Hutten, en cambio, se asoció a las actividades luteranas incondicionalmente. Entre estos dos hombres ilustres: Melanchton y Hutten, hubo una amplia gama de humanistas que adhirieron a Lutero por un tiempo. Lutero admiró siempre a Erasmo, el padre de los humanistas. Lo llamaba “eruditísimo”,24 “nuestra gloria y nuestra esperanza”,25 “varón admirable”,26 que “introdujo el estudio de las lenguas y alejó los estudios sacrílegos. Posiblemente, al igual que Moisés, muera en los campos de Moab”.27 En otro lugar dice: “Lo que no puede negar el orbe entero es que el florecimiento y reinado de las letras, medio para llegar a la lectura limpia de la Biblia, es un don egregio y magnífico que Dios le ha concedido y que hemos tenido que agradecer”.28 Sin embargo, siempre criticó de Erasmo su falta de coraje y su pusilanimidad. Consideraba Lutero que el interés de Erasmo por las letras no le permitió llegar hasta las últimas consecuencias de la fe. Reconociendo su fama y su autoridad, y considerando que es mucho peor un mordisco de Erasmo que ser triturado por todos los papistas, le rogó, en una carta,29 que se limitara a ser un mero espectador de su tragedia. Erasmo, por su parte, aceptando que su programa de reforma tenía algo de común con el de Lutero, afirmó claramente que, en lo sustancial, no coincidía con él: “¿Dónde digo yo que todo lo que obramos sea pecado?”.30 Sostuvo, además, que “dondequiera que reina el luteranismo, sobreviene la muerte de las letras”.31