Memorias visuales. Adriana Valdés. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Adriana Valdés
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789569843600
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cada vez más provisorios y esquivos, no hay —dicen— un gran relato que nos transforme en fantasmales protagonistas (o nos dé siquiera un lugar fijo), y andamos queriendo atrapar algo de sentido, cada cual como puede. De la filosofía se ha pasado a la metáfora —dicen— del relato coherente y “verdadero” al tanteo incierto, a la búsqueda en que se va “ejercitando el inconsciente” (de nuevo Alicia Villarreal).

      En esta situación a cada cual se le impone una metáfora (digo yo). Un juego, es cierto, pero obligatorio, como el juego de ajedrez con la muerte que se veía en una película de Bergman. Cada uno tiene el suyo, más que buscarlo le llega —¿de dónde?— como marido o mortaja: del cielo bajan (decían). Alicia Villarreal tiene su metáfora y su juego. Su tablero es el alfabeto. Las piezas que hoy nos presenta son cinco (“vocales”), y lo que propone como juego es combinarlas, produciendo “versos” enunciados a partir de las cinco. Sólo que no enuncia. Busca tal vez un idioma “del cual no conoce una sola palabra, una lengua en que las cosas mudas se hablen entre ellas”1. Sus vocales no son sonoras, son efectivamente “signos mudos”, imágenes fotocopiadas de objetos a los que se llega mediante una generosa contribución del azar, mediante el encuentro surrealista entre un objeto de desecho y la impredecible y finalmente incomunicable emoción subjetiva. Como si, a la manera de Benjamin, el recuerdo (la incomunicable emoción subjetiva) fuese lo que transforma una ex-mercancía un desecho, una “pequeña nada” en un objeto de colección2. La fervorosa atención a estos objetos, la recuperación fotográfica de su huella física, su reproducción obsesiva, hablan de esa emoción subjetiva, finalmente incomunicable: crean el hueco de esa emoción, hueco donde puede ubicarse por un momento la emoción fluida y distinta de cada uno de los sujetos espectadores.

      Me interesa entrar un poco en el trasfondo de esta metáfora, de este juego. Al llamar “vocales” (letras del alfabeto) a los módulos de imágenes que entran en relación entre sí, se nos invita a leerlas como si pertenecieran a un texto; el mundo de las cosas mínimas, “las cosas/ que nadie mira salvo el Dios de Berkeley”, escribió Borges3, pasa a ser un inmenso texto que se escudriña con el afán de los cabalistas. Para la cábala, cada signo, letra o palabra del libro sacro provenía de Dios, tenía directamente por autor al Espíritu Santo; no había azar posible; toda aproximación encerraba un sentido4.

      Alicia Villarreal, “El pasado aparente”, dimensiones variables, instalación compuesta por dos cajas de madera y dos proyecciones de diapositivas. Galería Gabriela Mistral, “Fuera de Caja”, 1994.

      En la obra de Alicia Villarreal, el gran texto del mundo aparece sólo a través de cinco fragmentos del alfabeto: cinco letras, cinco vocales. El afán de encontrar sentidos se ejerce sobre los pedazos de un texto destruido. Ha sobrevenido, por lo tanto, una catástrofe muy parecida a la del ángel de la historia, de Walter Benjamin. Al astillarse ese gran texto, el deshacerse de sus enunciados y quedar sólo en los elementos de su combinatoria, se han destruido las certidumbres y los vínculos entre las cosas. El gesto de la obra es el de trabajar con el fragmento: lo ajeno a la lógica de los conceptos, ajeno a la continuidad y estructuración de la experiencia5. Se entra entonces a combinar fragmentos, a reconstruir posibles nexos entre ellos, a interrogarse por restos y briznas de un sentido ausente: en definitiva, a medir un vacío de sentido.

      La obra combina fragmentos, construyendo con ellas “frases”, o “versos” de ese idioma del cual aún no se sabe una palabra; procurando que las imágenes de cosas mudas se hablen entre ellas. La limitación del número de imágenes es una defensa contra lo que por pereza se llama el azar, la incontenible e inabarcable combinación infinita y desconcertante de las cosas. La limitación del número tal vez se protege contra la monstruosidad de ese azar incomprensible. (“Trato de reflexionar que todo objeto cuyo fin ignoramos es provisoriamente monstruoso”, dijo Borges). Alicia Villarreal investiga, experimenta con unas pocas piezas para comenzar a adivinar la naturaleza de un enorme juego monstruoso. Juega entonces limitando el número de las piezas, y hace ver, por contraste, la enormidad del juego ilimitado, del “mecanismo de infinitos propósitos, de variaciones infalibles, de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz”6. Esta última frase, encontrada por mí como ella encontró sus “vocales”, podría ser también un acercamiento a esta misma instalación. Un mecanismo de muchos propósitos, de variaciones azarosas, de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz.

      Catálogo exposición Fragmentos Diversos, Museo de Arte Contemporáneo, Santiago de Chile, 1993.

      1 Hofmannsthal: la búsqueda de un lenguaje “del cual no conozco una sola palabra, una lengua en que las cosas mudas se hablen entre ellas”. Citado por Buci-Glucksmann, Christine, La raison baroque. De Baudelaire a Benjamin, París, Galilée, 1984, p.40.

      2 Buci-Glucksmann, citando a Walter Benjamin, op. cit., p. 73.

      3 “Las cosas/ que nadie mira salvo el Dios de Berkeley”, Borges, Jorge Luis, “Cosas”, en El oro de los tigres, libro incluido en Obras completas 1923-1972, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 1104.

      4 Borges, J. L., “Una vindicación de la cábala”, en Discusión, 1932, libro incluido en las Obras completas ya citadas.

      5 Buci-Glucksmann C., comentando a Walter Benjamin, op. cit., p. 71.

      6 Borges, J. L., “Una vindicación...”, op. cit., p. 212.

       Roser Bru

      Una luz distinta

      Cada exposición de Roser Bru es una invitación distinta para el espectador. Hoy pone aquí, una vez más, rostros y miradas, frutos, figuras; pero en unos coloridos de ocres y tierras del Mediterráneo, en un resplandor de luz nueva que sorprende por su felicidad hasta a quienes hemos seguido hace ya tiempo su pintura (es decir, esa meditación suya, pincel en mano).

      El pincel está brevemente retratado también en esta exposición, como al pasar, como en una clave discreta. Roser ha pintado muchas manos de escritores, con su lápiz, y esta mano que sostiene el pincel lleva como ellas gestos de urgencia, de fuerza, de deseo, de necesidad. Un pincel que junta el gesto de la mano a la mirada del ojo, en una sola actividad que es a la vez hacer (poiesis) y mirar (theoria). Heródoto definía la theoria como un “viajar para ver el mundo”1 ; leído desde ahora, libra así la palabra de las connotaciones de pesantez que se le fueron agregando a lo largo de los siglos. Sólo a veces se logra recuperar la transparencia, la luz que tenían esas palabras al utilizarse por primera vez, en los comienzos de la cultura del Mediterráneo, irradiando hacia nosotros todavía.

      Viajar para ver el mundo, “en orden tuyo y nuevo”2. Suya y nueva, así es esta exposición en que los temas permanentes se reencuentran bajo una luz distinta (tratándose de pintura, esta frase hecha se vuelve literal). Habíamos visto antes someter a esta meditación visual el retrato pompeyano llamado del panadero y su mujer, leit-motiv de varias pinturas expuestas: hemos pensado antes en estos retratos del mediterráneo romano, cuyas técnicas recuerdan los de las pinturas funerarias egipcias de Al Fayyum (“portraits de momie”, de la época ptolomeica). En ambas, aparte de las semejanzas formales, se encuentra la aparición de individualidades no ya de personajes heroicos o históricos, sino de los dedicados a oficios cotidianos: en ambas, la supervivencia de rostros alguna vez reales, de miradas que efectivamente existieron y quisieron perpetuarse en la pintura, ponerse en parte a salvo de su propia fragilidad, de su mortalidad, de su fugacidad. La pintora reanuda hoy su juego meditativo con estos rostros, pero ha viajado para ver el mundo, y ha vuelto con otros rasgos en sus imágenes, con otra luz en la mirada, y en la paleta colores distintos.

      El juego meditativo del pincel, entonces, adquiere connotaciones nuevas. El ocre, el amarillo —antes, apareciendo en los zapallos, las pirámides de harina, las mesas cotidianas—