Pero verla también en relación con los medios con que lo hace: ver la represión no desde fuera de la galería de arte, sino desde dentro de la galería de arte, espacio de expectativas y conocimientos o ignorancias, espacio de precursores, espacio de imposiciones y de la amenaza de lo establecido. La ocupación de la galería como acto de usurpación, como una toma. Pensar cuáles son los “precursores” presentes aquí.
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Paréntesis chilensis. Estos términos epopéyicos de Bloom se están volviendo incómodos. La tentación de transformar esta epopeya en la Gatomaquia. La escala precisa estaría en algún punto intermedio que sintonizara con la áurea mediocritas —delachilenapinturahistoria. Uno tiene la fundada sospecha de que las epopeyas suceden en otra parte; que aquí las calcamos, nos disfrazamos con ellas. Pongámosle comillas a todo. No es ésta la polémica entre Kosuth y la transvanguardia.
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Aun así, un “precursor” de este trabajo es el trabajo del pintor. “La pintura me llena el corazón”. Aquí hay ultraje al trabajo del pintor: se vomita también ese trabajo. El lápiz arruga y mancha el papel. Se usan todos los colorinches que el “buen gusto” reprimiría (El “buen gusto” es también un “precursor” lejano: el “buen gusto” como represión). El objeto kitsch se refugia en una buena factura. Aquí se hacen —¿se remedan?— muchas facturas malas. La instancia del pintor, la instancia del buen gusto, la instancia del kitsch: todas ellas reprimidas en el planteamiento de esta otra instancia.
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Aquí, como se remedan las malas facturas, se remeda también (Soro) el mal dibujo, el dibujo de revistas femeninas de los años cincuenta, por ejemplo: un dibujo de líneas análogas al del modelaje del corsé o de los sostenes con barbas y rellenos duros. Las líneas del dibujo cliché aprisionan y delimitan, meten el cuerpo en un modelo de mierda. Le construcción de la femineidad como un modelo de mierda: trabajo del pintor como el de la costura casera —el tránsito de la mujer desde vestida a vestidora, la repetidora del modelo. Un remanente: el corazón como alfiletero. Y el andar de la máquina de coser, el tranca-tranca incesante del sexo, el motor del proceso de su propia represión. La represión soy yo, la matriz en una misma, en los trabajos de Paulina Aguilar: la matriz, doble valencia, la ambigüedad misma, la vida perforada para su propia e inútil repetición.
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El último gran “precursor” reprimido: la limpieza de factura, la limpieza conceptual. Entre heces y mugre nacemos, más o menos eso dice la frase de San Agustín.
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Negarse también a la asepsia de le presentación, al rigor —ver esa asepsia como un acto de salvación respecto de esas heces y esa mugre en la que realmente se nace.
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La línea del discurso se me inclina hacia la madre. Recordando a Soro: las revistas de las que salen esos dibujos, el passepartout “acretonado”, las estampas y las agujas, todo eso no es el “ahora”, es los años cincuenta o sesenta, los años en que se era niño —los adminículos y las creencias de la madre.
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En la otra sala, las matrices de Paulina Aguilar internalizan la madre; la miran con el horror de sentir perforado el propio cuerpo, de llevar la matriz adentro, el modelo adentro, de reproducirlo periódicamente, de ser esa repetición como la de los motivos del papel mural.
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Ambas —madre y matriz— se perforan y sangran. En el contexto de la repetición ridiculizada, sólo el dolor es real. El dolor de la sangre pintada con Bic rojo.
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La relación entre espacio público y espacio privado es puesta aquí también como tema. Esta vuelta al ámbito doméstico, señalada una y otra vez por los materiales, es una vuelta con saña. Nada de elaborarse ahí ni de celebrarse ahí: ya se dijo, es un vomitarse ahí. Pensar en el retiro obligado a lo privado por la veda de los espacios públicos. Pensar también en la continuidad entre la represión privada y la represión pública. En la posibilidad de que la represión sea la misma, con otros agentes: pensar que en nuestra vida privada somos represores y reprimidos. No dejar el conflicto puertas afuera, como si puertas adentro hubiera otra cosa.
Soro y los deseos cursis de la madre. Soro y el modelo de una femineidad de mierda. Entrañable (de entraña) pero por eso mismo de mierda. Mundo edípico: los submodelos de los años cincuenta. No los de ahora; los de la madre, los que se imprimieron en la infancia y se marcan en la frente como la herida purulenta de Santa Rita de Casia. El pus en nuestra idea de nosotros mismos. El modelo de femineidad como el pus.
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La pasión de la máquina Singer. Los símbolos cristianos a escala doméstica, contaminados. La inyección de esa simbología en el tejemaneje cotidiano. El ridículo martirio del papel femenino: las estaciones de esta crucificada (enagujada) puertas adentro.
Separata Nº 6, 1983.
Hugo Marín
El espectador es responsable de su propia experiencia
(Instrucciones para el uso de este texto. Leer después de haber visto lo expuesto; no pretende funcionar como introducción. Comparar la experiencia del espectador con la experiencia de otro espectador, recogida aquí sólo como un instrumento para que cada uno ahonde en la suya propia, ya sea por convergencia o divergencia, da lo mismo, casi... El sentido de la experiencia no es lo que el artista quiso decir, sino lo que el espectador se dice a sí mismo en el contexto proporcionado por el artista)1.
Presencias provocadoras
Entrar en un recinto donde el espectador es mirado fijamente por unos ojos cuyas miradas lo traspasan. Entrar en un espacio donde hay muchas miradas para las que uno es invisible. Entrar en un espacio delimitado por miradas cuyo horizonte no soy yo, el espectador. La extrañeza inquietante, lo que Freud llamó unheimlich, la variedad del miedo que lleva hacia muy atrás, hacia algo que no conocemos pero tiene algo de conocido, algo que nos ha sido por mucho tiempo familiar, pero que no logramos fijar en un punto determinado de la memoria. Lo que reconocemos y desconocemos al mismo tiempo: el elemento de miedo lo da algo reprimido, algo olvidado, que vuelve a hacerse presente. Presencias, eso es lo que son estas figuras, ubicadas en una zona intermedia entre el ídolo, la estatua y la muñeca, entre el objeto de culto, el objeto de contemplación y el objeto de juego.
Presencias figurativas, que miran. Los ojos son ojos de vidrio, son prótesis: fueron de alguien, fueron hechos para alguien cuyos ojos no veían. Ojos que no ven, y su mirada es la más inquietante de todas, la que más exige, la que remite directamente al territorio de nuestras fantasías, personales y colectivas. Leer esas miradas no es revelarlas a ellas, es revelarse uno mismo a través de las cosas que ellas, las ciegas, provocan, invocan, convocan. Y comienza el desfile de los propios sueños, de los propios fantasmas.
“Los juegos imposibles que olvidaron sus reglas. Los juegos olvidados que imposibles sus reglas”2.
Deliberadamente, estas figuras permiten el desfile de fantasmas propios. Evocan culturas no contemporáneas, sin duda, pero una mirada más atenta las percibe no como citas, sino como complicados entrecruzamientos iconográficos: “olmecas”, digo de repente, pero también, es cierto, tibetanos y mapuches, y otros, peruanos...