Las alzaprimas son también elementos paradójicamente vacilantes, en esta bella instalación de apariencia tan sólida. Las columnas no son tales: en sí mismas, sólo estaban pensadas como soportes pasajeros de una obra en construcción. En las obras en construcción, su presencia indica que no hay firmeza: las alzaprimas sirven para apuntalar lo frágil, lo que no ha fraguado todavía. Junto al texto dubitativo, angustioso, estas muletas. (“El sistema de regulación de sus muletas es análogo al sistema de regulación de los alzaprimas metálicos”, dice Justo Mellado, refiriéndose a Gonzalo Díaz). En instalaciones anteriores, el artista ha trabajado, por ejemplo, sobre molduras, y ha expuesto al ojo el proceso de su fabricación y fraguado, es decir, ha dejado a la vista lo que las mismas molduras están hechas para ocultar; ha expuesto, según Mellado, “el andamiaje del edificio de la República”. O de cualquier edificio, si se piensa en la instalación “Nuevas voces”, en el Museo J.M. Blanes, en Montevideo. Las alzaprimas están en su obra desde 1984 (“¿Qué hacer?”). No hay espacio aquí para referirse a la trayectoria internacional de Díaz; sólo se puede señalar que los sentidos que juegan en esta instalación tienen una historia también en su obra. Cómo se apuntala la convivencia social; los recubrimientos, los cuidados y las mentiras que hacen posible cualquier convivencia; la fragilidad real de la aparente solidez institucional; la amenaza siempre presente del desplome de nuestro frágil y retórico edificio, cualquiera que este sea; el carácter minusválido, precario, de todo cuerpo social...
Tienta pensar en esta instalación como dos obras diferentes (pero sería erróneo). Hasta ahora he concentrado la atención en la Sala Matta. Si voy al frontis del Museo (edificio), comienza a titilar otro conjunto de sentidos. Sobre el bajorrelieve que dice “Museo de Bellas Artes” se ha sobreimpuesto, en neón, la frase “Unidos en la gloria y en la muerte”, tomada del título de Rebeca Matte para su grupo escultórico que representa a Dédalo frente al cadáver de Icaro, ubicado frente al museo. Es decir, la frase se ha reiterado, pero en otro lugar. Se ha desencajado, se ha descontextualizado, como el texto de Bello en la Sala Matta. Ha adquirido así una ambigüedad que no tenía en su ubicación original. ¿Quiénes son, ahora, los “unidos en la gloria y en la muerte”, si ya no son Dédalo e Icaro, la historia del laberinto y del deseo imposible? ¿Quién encarna ahora esa historia, de qué manera, en esta obra?
(Una digresión, primero. En 1910, año de la inauguración del Museo y del bajorrelieve con su nombre, el arte era otra cosa de lo que es hoy. El neón, insolente, con sus connotaciones de espectáculo de variedades, de comercio, de electricidad y contemporaneidad, se impone de noche (de día es otra cosa) sobre el bajorrelieve, borrándolo. Los ecos de unas artes visuales en una sociedad del “show business”; de unas artes visuales cruzadas por la propaganda, la moda, la marca registrada, el diseño, se superponen a los de unas artes visuales limitadas a la pintura, a la escultura, a la expresión individual de sentimientos selectos; las artes del show business imponen su gesto plebeyo sobre el frontis del Palacio de Bellas Artes, señalan el cambio, la crisis de la noción de lo selecto y de la noción de lo bello).
No es primera vez que los artistas se tientan con “Unidos en la gloria y en la muerte”. En 1988, esas fueron las palabras con que una obra de Francisco Brugnoli marcó en las calzadas los trayectos de un Enrique Lihn que recién había muerto: “Unidos en la gloria y en la muerte, Lihn y Pompier”, la frase impresa en suelos y murallas recorría Bellavista e iba a instalarse a los pies del grupo escultórico de Rebeca Matte. También se recontextualizaba la frase, pero en un sentido muy diferente. Hoy, al ponerla en el frontis del museo, lo que hace Gonzalo Díaz es señalar al museo mismo como el lugar preciso de la intersección entre el arte y la institución, el arte y el poder: es hacer ver el punto oculto, doloroso y palpitante, contradictorio y pasional, de esa articulación. Unidos, arte e institución, arte y poder, en la gloria y en la muerte. Esto, por sí solo, ya constituiría una obra. Al superponerse a la presentación de la Sala Matta, se complejiza y enriquece esta “tenaz interrogación del poder” y de “las ínfulas de la institucionalidad” ambas frases son del ensayo de Pablo Oyarzún para el catálogo. (Un ensayo sagaz, para recomendar).
Tal vez sea este el momento de dejar al espectador ir viendo, por su cuenta, como “titilan azules los sentidos a lo lejos”. Es decir, cuántas sugerencias hay en la instalación para imaginar el ir y venir, la difícil relación entre arte y poder. No hay aquí un mensaje fácil de traducir: hay una instalación, un objeto, un dispositivo para lanzarse a pensar y a sentir. Se nos señala la fragilidad de las instituciones de apariencia monolítica —la ley, y por extensión el museo— sobre las que sentamos nuestra convivencia. Se nos hace asistir a un espectáculo de esa fragilidad, y ponernos así al borde de su gloria y al borde de su muerte. Arte y poder se necesitan mutuamente: hay una dimensión imaginaria, simbólica, en que necesariamente el poder debe constituirse, para subsistir, y en esa dimensión está el arte; y por otro lado, el arte, eterno trasgresor de legalidades varias, se muestra y existe a través de instituciones también varias, y por eso funciona dentro de códigos necesariamente sociales. La difícil relación entre ambos está perpetuamente en construcción y en permanente necesidad de ser apuntalada. El laberinto y el deseo imposible, a eso nos estamos refiriendo.
Hay, a la entrada de la Sala Matta, un breve texto sobre la pared, titulado “presentación”. Allí se postula que la instalación es una forma más eficaz que la pintura para cumplir una función de comunicación social; que la instalación es “una extensión o ampliación del lenguaje artístico”. Si es o no más eficaz que la pintura es a mi juicio un tema abierto, como lo demostró la exposición Sensation a la que ya se ha hecho alusión aquí. Pero sí es indudablemente una extensión o ampliación del lenguaje artístico. Esta obra de Gonzalo Díaz, sumamente profesional en su factura, da una oportunidad única al público chileno para salir de su tradicional “desprecia cuanto ignora”, como dice el verso de Antonio Machado. Aunque sólo fuera por eso, es algo que no nos debiéramos perder.
El Mercurio, 1998.
Carlos Leppe
El brillo (o “pinte como condenado a vivir”)
La inauguración de la muestra de Carlos Leppe, en la galería Tomás Andreu, tuvo un brillo rutilante, como el de su pequeña obra “El cumpleaños”. En ella, una fotografía nostálgica va al fondo del marco más excesivo que se pueda imaginar, todo hecho con los materiales de las fiestas infantiles y de las primeras, ingenuas fascinaciones de oropel. Tuvo además un grado de angustia no despreciable: “estamos todos ahí”, me decía una pintora, admirativamente, y por ahí mismo desfilaban en persona muchos parodiados por las obras (parodiados, no puedo resistir el chiste, odiados por sus pares, o por su par). Vi tropezar a una señora con la