Historia de la República de Chile. Juan Eduardo Vargas Cariola. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Juan Eduardo Vargas Cariola
Издательство: Bookwire
Серия: Historia de la República de Chile
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789561424562
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250 habitantes, alcanzaba a los 21645. Gabriel Salazar afirma que en 1870 existían dos mil 26 baratillos formalmente establecidos en todo Chile, de los cuales 948 estaban en Santiago y 147 en Valparaíso646.

      Los que querían comerciar en las plazas de abasto que se fueron estableciendo en las diferentes ciudades del país debían arrendar un puesto al que había subastado su administración, pagar el derecho correspondiente y someterse a las ordenanzas municipales. Estas exigencias y cobros no compensaban el privilegio de comprar primero los productos que llegaban del campo y venderlos con prioridad a los regatones. Estos últimos tenían costos inferiores y podían vender más barato647.

      Si bien los regatones no eran reconocidos oficialmente como comerciantes por las autoridades municipales —no pagaban patente—, los subastadores de las recovas solían cobrarles un derecho por vender en las inmediaciones de las mismas, y su expulsión significaba una pérdida de ingreso del concesionario. Desplazados del lugar, los ambulantes se trasladaban a otro sector y se repartían por las calles de las ciudades y pueblos. La aparición de mercados informales, sin sujeción al subastador del abasto, generaba una competencia con aquellos mercados que sí pagaban derechos. Gabriel Salazar, que ha estudiado el tema, advierte esta contradicción entre su marginalización oficial y la necesidad de incorporarlos al sistema para cobrarles los derechos correspondientes, una situación resuelta mediante el reconocimiento de sus actividades648.

      Así, a mediados de la década de 1840 el comercio informal se había apoderado de la plazoleta principal de Valparaíso, importunando a los vecinos. Loretta Merwin, la mujer del cónsul de los Estados Unidos, que estuvo viviendo en el puerto en la década de 1850, describe a las vendedoras de zapatos que ocupaban la plaza de la Municipalidad:

      un pedazo de género o de alfombra vieja tirado sobre el suelo cerca de la cuneta, y la vendedora sentada sobre un pisito, con su mercadería ordenada en el fondo de una canasta delante de ella. Tiene a la venta toscos zapatos para hombres y niños y polainas de todos los colores para mujeres. Se sienta allí todo el día, moviendo su piso para evitar el sol y, de vez en cuando, cediéndolo al comprador que quiere probarse un zapato649.

      La decisión de las autoridades municipales fue que solo podían ejercer su actividad entre las cuatro y siete de la tarde, pero el subastador de la plaza de abastos reclamó por los perjuicios sufridos y pidió que se le indemnizara “los $ 3 diarios que le producen el derecho que pagan las dichas ventas”. Ante ello, los ediles acordaron ampliar el horario de negocios de los regatones650.

      Los regatones extendieron su actividad por las calles de las ciudades, introduciéndose en los pórticos y patios de las casas más importantes, originando la molestia de los vecinos. A partir de la década de 1850 las autoridades municipales optaron por reconocer la existencia de estas “especies de recovas públicas”, que recibieron el nombre de bazares o baratillos. En el caso de Valparaíso, la propia municipalidad tomó la iniciativa de establecer nuevos baratillos como una forma de concentrar la actividad, despejar las calles y contribuir al ornato y aseo de la ciudad651.

      Además de los puestos fijos, existían los vendedores ambulantes, que eran muchos más numerosos. Un testigo de la década de 1870 anotó que esta forma de venta estaba muy extendida, y que un número considerable de esos comerciantes iba de casa a casa y de pueblo en pueblo vendiendo sus mercaderías, agregando que las ferias, aun las realizadas para la Navidad y Semana Santa, eran insignificantes652.

      Los vendedores ambulantes en las ciudades eran personajes típicos. Claudio Gay registra en su atlas para la historia de Chile las figuras del lechero, del dulcero, del heladero y de los vendedores de velas y brevas653. Merwin describe a los vendedores que atendían los cerros porteños: los aguadores transitaban por las calles acompañados de un borrico con un bastidor que sostenía un pequeño barril a cada costado. Agregaba que, si se vivía en los pisos superiores, el aguador subía con un barril a la vez, vertiendo su contenido en el depósito de agua; si se habitaba la planta baja, se hacía entrar el asno al patio. Entregada el agua, el aguador montaba el burro y partía a buscar una nueva provisión.

      Luego del agua, viene el hombre del pan. Todo el pan proviene de panaderías públicas y es de excelente calidad. Hombres en mulas atraviesan la ciudad llevándolo a las puertas de las casas cada mañana. Están equipados con dos alforjas de cuero, de casi un pie (30 centímetros) cuadrado, y con frecuencia llevan encima de estas un canastro o una bolsa llena de pan. El jinete va sentado sobre los hombros de la mula y el conjunto ocupa casi todo el ancho de la callejuela654.

      El lechero también iba montado en una mula cargada con tarros que colgaban a cada lado de la cabalgadura, mientras que la lavandera que traía la ropa limpia la llevaba sobre sus espaldas, sujetando con sus manos las prendas estiradas para que no se arrugaran655. Ximena Urbina agrega descripciones de otros vendedores ambulantes, como los carniceros, que se abastecían de carne de cordero o vaca en los mercados municipales, trasportándola a lomo de burro o mula por las calles y cerros del puerto. La mercadería, cubierta por unos paños y acompañada por enjambres de moscas, era trozada in situ, conforme al pedido del cliente. Otros comerciantes ambulantes eran los polleros, que se desplazaban a pie llevando un verdadero gallinero sobre sus hombros; los verduleros y fruteros, los vendedores de alimentos preparados —motemey, tortillas y pequenes— y demás656.

      En la venta de productos alimenticios eran frecuentes las triquiñuelas en algunos de ellos, como lo insinúan los intentos para controlar su calidad. Había una tendencia a vender frutas antes de que llegaran a su madurez, con el fin de aprovechar el mejor precio que se obtenía por los primores, o venderlas cocidas “para ocultar su falta de sazón”. Ante esta práctica, la Municipalidad de Santiago dispuso en 1869 que las primeras frutas introducidas para su consumo en la capital debían llevarse a la plaza principal de abastos o a la de los barrios para ser examinada, y solo después de 15 días podían venderse en las calles y demás lugares públicos. La práctica de vender fruta verde debió haber sido lo suficientemente común para que también fuera considerada en la ordenanza de policía del puerto de Caldera657.

      Un control semejante operaba frente a la adulteración del aceite de comer658. En el caso de la leche, se le solía agregar sebo para evitar que se cortara, aunque la práctica más frecuente era diluirla con agua. Un decreto municipal de Santiago de 1858 prohibía “el expendio o venta de leche adulterada, o sea, mezclada con alguna porción de agua, por pequeña que fuere”, sancionando al infractor con una multa de dos pesos y la requisición del producto. La multa fue aumentada a cuatro pesos en la ordenanza municipal de 1869659. No hay razones para pensar que el incremento de la sanción haya desalentado la práctica.

      La función ejercida por los cabildos coloniales de fijar precios de bienes y servicios había caído en desuso. Lo común era que el comprador regateara el monto pedido por el vendedor, no solo en los puestos de las ferias y baratillos, sino también en las tiendas de mayor jerarquía. El mayor o menor descuento logrado dependía de la forma de pago. Era corriente que los clientes habituales pagaran las compras a plazo, las que en el caso de compras al menudeo se solían anotar en una libreta. Aunque existía el riesgo del atraso en pagar las cuentas, o aun el del no pago de las mismas, para el vendedor este mecanismo contribuía a mantener la fidelidad de los clientes660.

      En materia de pesos y medidas, hubo un intento de control por parte de las autoridades. El reglamento para su comprobación, aprobado conforme a ley en 1848, disponía el nombramiento, en todos los departamentos del país, de “fieles ejecutores”, recreándose el cargo existente en los cabildos coloniales. Su labor era fiscalizar la existencia de pesos y medidas para la venta de mercaderías, Así, en las tiendas de venta de géneros los comerciantes debían tener un metro dividido en centímetros; en los despachos de líquidos debían existir medidas de litro, medio litro y de cinco y 10 litros, y en los despachos de mercaderías vendidas por peso, un juego de pesas desde un gramo a un kilo y de múltiplos de este. Estas medidas debían ser verificadas por el fiel ejecutor para certificar su exactitud, conforme a los patrones en su poder, cobrando los derechos correspondientes por esta revisión. En sus visitas a terreno, debía fiscalizar el cumplimento de la norma, sancionando el empleo