Un ejemplo de esta relación, calificada de vertical por algunos autores, es la que aparece en el contrato suscrito a comienzos de 1856 entre la casa de Augustus (o Agustín) Hemenway y Cía., de Valparaíso, y la firma David Livingston y Cía., de Copiapó, para realizar negocios en común. Mediante este acuerdo, la primera abría un crédito rotativo a favor de la segunda por un máximo de 200 mil pesos por año al 10 por ciento de interés anual, destinado a la compra de minerales de cobre en la región y a mantener una fundición de minerales en Caldera. A cambio del préstamo, Hemenway tendría el derecho de comprar toda la producción de cobre refinado al precio corriente en Valparaíso. La casa Hemenway, por su parte, era financiada por la sociedad principal en Boston, pagando un interés del seis por ciento sobre las sumas giradas. Cancelaría estos anticipos mediante ventas de cobre al precio corriente en Valparaíso, o con envíos de este metal a los Estados Unidos o a Inglaterra por cuenta de Livingston, sobre los cuales percibiría una comisión total de cuatro por ciento, compuesta de 1,5 por ciento por actuar como vendedores y 2,5 por ciento por efectuar el embarque. Durante los dos años y medio que duró ese contrato, los beneficios totales de la casa Hemenway por concepto de intereses y comisiones fueron más o menos equivalentes al monto total del préstamo original, lo que explicaría la insatisfacción de Livingston por dicho arreglo614. La propia casa Hemenway también anticipaba dinero a los productores por minerales que vendería por cuenta propia. Es el caso del contrato firmado por esta firma con Waters & Waitt de Copiapó el mismo año 1856, por la compra de cuatro mil o más quintales de cobre. El precio estipulado era de cuatro pesos por quintal de ley de 25 por ciento; en el caso de que la ley fuera mayor, el precio aumentaría de acuerdo a una escala preestablecida. Por su parte, Hemenway entregaría anticipos de hasta 12 mil pesos, los que devengarían un interés de uno por ciento mensual hasta que se pagara con entrega de minerales. En este caso, el vendedor no estaba expuesto a las variaciones del mercado, aunque sí debía pagar un interés mayor por los anticipos615.
Esta modalidad de adelantos le permitía al productor chileno mantener sus operaciones y aseguraba a la casa exportadora un flujo de comisiones, si bien las condiciones podían resultar onerosas. Las tasas de interés eran elevadas, pudiendo alcanzar hasta el dos por ciento mensual y el precio del mineral por entregar solía ser fijado en un nivel que debía dar una buena ganancia al habilitador; este, por otra parte, se exponía a un descenso de las cotizaciones en el mercado616.
Es necesario tener presente que los habilitadores no exportaban por cuenta propia. Lo acostumbrado era que lo hicieran para una de las grandes casas extranjeras de Valparaíso que arreglaban el negocio y de las cuales eran agentes. Cuando se les avisaba, por ejemplo, que en determinada fecha llegaría un buque a cargar cobre, debían tener suficiente metal disponible para que la nave no estuviera detenida por semanas o meses. Esto los llevaba a extender sus habilitaciones, para lo cual requerían de más capital, el que obtenían mediante crédito de aquellas. Algunos de ellos operaban en forma exclusiva con una casa; otros, como Piñero y Garmendia, habilitadores del Huasco en la década de 1840, se habían endeudado con varias. Así, tal como el minero dependía del habilitador, este dependía de los mercaderes de Valparaíso617.
De ahí que, si bien los beneficios para el habilitador podían ser interesantes, existía el riesgo, bastante alto por lo demás, de que el productor no estuviera en condiciones de pagar sus compromisos. Fue lo que sucedió a los Vorwerk en 1860 con la suspensión de pagos de Salas Hermanos, Juan Stuven, Vicente Sánchez e hijos, y otros618.
Uno de los casos más prominentes es el de los ya mencionados Sewell y Patrickson. Habían comenzado como habilitadores, estableciendo una fundición cerca de Vallenar para concentrar el mineral, la que utilizaba una mezcla de carbón importado y nacional. Habían adquirido unas barras de una mina de plata y se habían hecho de unas minas de cobre cuando quebró un deudor; ellos mismos no lograron financiar las operaciones de dichas minas y debieron recurrir a William Gibbs & Co., con quienes ya habían hecho negocios. La habilitación fue formalizada en 1837, y para 1848 ya debían 250 mil pesos, más intereses. Pese a lo elevado de la deuda, los Gibbs no solicitaron la quiebra de Sewell y Patrickson por la dificultad que tendrían para recuperar su dinero con la venta de los activos, y resolvieron continuar financiándolo. La deuda siguió aumentando, y en 1858 Sewell debió hipotecar a favor de sus acreedores las minas y fundición de Cerro Blanco, sus acciones en Sewell y Patrickson, su casa en el Cerro Alegre de Valparaíso y unas barras de minas en Chañarcillo. Gibbs resolvió no tomar posesión de estas propiedades y siguió operando bajo el sistema antiguo. Con todo, los adelantos estaban resultando mayores que las consignaciones: en 1863 la deuda fue castigada en un 40 por ciento, y, tras incurrir en nuevas pérdidas, al año siguiente Gibbs terminó por hacerse cargo de las operaciones de Sewell y Patrickson, sociedad a la que se le dio término en 1868. El problema para Gibbs era cómo liquidar el negocio. Mientras se estudiaban las posibilidades, se fusionó la administración de las minas con la de otro cliente, Eduardo Abbot, que también había entrado en falencia, operando estas en combinación con la fundición de Cerro Blanco. Aunque se logró una mejoría respecto de la situación anterior, el descenso en el precio internacional del cobre significó que el negocio minero seguiría siendo deficitario, a diferencia de lo que sucedía con las consignaciones de cobre, en el que las comisiones eran percibidas hubiese o no ganancia.
La formación de sociedades anónimas, como la Compañía de Minas y Fundición de Chañaral, controlada inicialmente por Escobar, Ossa y Cía., a la cual Gibbs ingresó como accionista minoritario, era una modalidad de organización que limitaba el riesgo, pero no resolvía el problema de la rentabilidad. Solo quedaba el castigo de las cuentas y la venta de los activos cuando las condiciones lo permitían619. Para 1877, Gibbs había pasado a tomar el control de la empresa con el 48 por ciento del capital y con su representante en la presidencia. Sin embargo, debido a la constante reducción de los precios del cobre, las ganancias eran magras: las utilidades de ese año fueron de 3,5 por ciento sobre el patrimonio, inferior al costo del capital inmovilizado de acuerdo a la tasa de intereses en plaza, lo cual resultaba menos de lo que se podía obtener en otros negocios620.
LA ORGANIZACIÓN GREMIAL
El Tribunal del Consulado de Santiago, órgano representativo del gremio del comercio a fines del periodo hispano, y que cumplía funciones judiciales, había ido perdiendo representatividad desde la víspera de la Independencia; primero, al no incluir a algunos de los mercaderes peninsulares más prominentes y, después, al no considerar los cambios en la comunidad mercantil extranjera de Valparaíso arribada a partir de 1817.
Fue precisamente en el puerto donde se creó en 1828 una Sala de Comercio organizada por un grupo de mercaderes con el objeto de “proporcionar un lugar cómodo a los negociantes para sus reuniones diarias, facilitándoles así sus transacciones y suministrándoles cuantas nociones sean necesarias al mejor éxito de sus negocios”621.
Este lugar de encuentro, que pasó a ser conocido como la Bolsa, se hizo realidad en 1836, cuando quedó instalado en el edificio alzado frente a la actual Plaza Sotomayor para albergar el cuartel de bomberos. El inmueble, incendiado en 1839, fue reconstruido, levantándose posteriormente otro edificio más amplio, de propiedad fiscal, inaugurado por el presidente Manuel Montt en 1858. En la planta baja estaban las oficinas de la gobernación marítima, la comandancia del resguardo de