La excavación consistía generalmente en seguir la veta, desde su afloramiento, con labores que a veces no pasaban de ser a cielo abierto o mediante socavones o tiros inclinados; y conforme se penetraba, labrar grandes cuevas (bovedones en el Perú) o ramificaciones, sin más plan que romper la veta o capa metalífera, y sin tener en cuenta la seguridad futura de la mina y las mejores condiciones para el transporte interior y hacia el exterior del material, ni la facilidad del desagüe275.
Influyó en la ausencia de innovaciones tecnológicas, al menos respecto de la minería del cobre, la existencia de óxidos de ese metal de elevada ley cercanos a la superficie. Como su explotación era sencilla, se prescindía de las maquinarias y se prefería utilizar la fuerza de los peones. Cuando aparecían a mayor profundidad los sulfuros de cobre o bronces, como se los denominaba, los mineros optaban generalmente por no extraerlos, pues no era posible fundirlos en los hornos de manga, los únicos conocidos en Chile en los años iniciales de la república, y esa práctica fue la habitual antes de la difusión de los hornos de reverbero.
El desconocimiento de la topografía subterránea en el siglo XIX impedía contar con planos para orientar los trabajos, y en el mejor de los casos se disponía de un croquis muy sumario. Por tal motivo, como se ha dicho, eran muy frecuentes las internaciones en las minas vecinas, origen de innumerables y complicados pleitos. Tiene interés reproducir el cuadro que hizo Pederson de la actividad extractiva durante el siglo XIX, y que bien subraya el apego de los mineros a las anticuadas prácticas:
El barretero, dirigido por el mayordomo o el minero mismo, simplemente seguía la veta más rica. Donde esta se estrechaba, él estrechaba la excavación; donde se ampliaba, excavaba una galería, dejando pilares y puentes donde fuera necesario un apoyo. Donde la veta se inclinaba, el barretero la seguía, y donde las vetas se cruzaban o ramificaban, él seguía la más rica. Cuando perdía la veta y encontraba roca estéril, estaba en broceo y probaba una nueva dirección o, con permiso de las autoridades, abandonaba la mina. El apir seguía al barretero, y con la creciente profundidad y distancia a la boca de la mina aumentaba el costo de transporte del mineral, haciéndose finalmente prohibitivo, aun sin cambios en el tenor o ley. A pesar de la legislación en contrario y para disgusto de las siguientes generaciones de mineros, las galerías y pasajes a las cuales se había extraído su mineral más rico eran clausurados con roca estéril o mineral pobre que no justificaba su transporte a la superficie276.
Calculaba Chouteau en el decenio de 1880 que en Coquimbo las minas destruidas por el disfrute pasaban del 30 por ciento, y que esas eran a su juicio las más ricas. Y la explicación que daba acerca del origen de esa práctica parece muy razonable:
El minero que no tiene recursos y que se ve obligado a trabajar su mina para que no caiga en despueble, tiene que sacar el mineral que hay a la vista, aunque para ello sea preciso comprometer la seguridad y conservación de la mina. Persiguiendo este objeto no deja puentes, macizos ni estribos, y el resultado de este pernicioso sistema de trabajo es que al cabo de cierto tiempo las minas vienen a quedar enteramente inutilizadas y en tal condición que el rehabilitarlas demandaría un empleo de capitales cuyo reembolso sería imposible277.
La carencia de personas con adecuada formación técnica solo comenzó a enfrentarse en 1838, cuando Ignacio Domeyko inició sus clases de química, geología y mineralogía en el liceo de La Serena. Dos años después, había 14 profesionales mineros. A partir de 1850 la Junta de Minería de Copiapó aprobó la proposición de Domingo Vega de crear, a expensas de dicho organismo, un colegio mineralógico. Ya en 1851 estaba en construcción el edificio para el establecimiento y se había solicitado al gobierno la dictación de una ley que estableciera un pequeño tributo sobre la producción metálica a fin de financiar su actividad. Pero debió esperarse hasta 1857 para que se hiciera realidad el proyecto. El ingeniero Paulino del Barrio fue el encargado de la organización del Colegio de Minería, que formaba mayordomos de minas. En 1861 dirigía el establecimiento el ingeniero José Antonio Carvajal, distinguido discípulo de Domeyko, pero en 1864 fue transformado, por acuerdo del Consejo de la Universidad de Chile, en liceo. Los cursos de minería pasaron a formar parte de la sección superior de aquel, y en 1875 el establecimiento fue autorizado para otorgar el título de ingeniero de minas278.
LA PRIMACÍA DEL ESFUERZO FÍSICO
Del trabajo mismo de los mineros de Chañarcillo dejó Domeyko una interesante descripción. Pasada la medianoche, unas explosiones en el interior de las minas indicaban la iniciación de las labores de los barreteros, quienes, “con camisas negras y rosarios sobre el pecho”, abrían hoyos en las rocas con cuñas, barrenos y barretas, los rellenaban con pólvora y hacían estallar las cargas279. A continuación, el barretero debía desmenuzar el material con un combo o un martillo. Un ejemplo de la poca disposición de los mineros a introducir innovaciones en sus trabajos fue el uso de la pólvora por los barreteros durante gran parte del siglo, por su negativa a servirse de la dinamita, no obstante que esta se conoció en Chile en el decenio de 1860. Al amanecer emergían los barreteros del socavón y tomaban su lugar los apires —el nombre provenía del apire peruano—, quienes, “semidesnudos, cobrizos, ceñidos con fajas negras, con delantales de cuero atrás, gorras rojas y zapatos de piel amarilla, con capachos a la espalda”, bajaban a la mina, encendiendo previamente una vela de sebo puesta en el extremo de un palo hendido. Media hora después se “oyen sus tristes y prolongadas voces y se ve cómo, agachados bajo el peso de los capachos repletos de piedras, salen unos tras otros, exhaustos, sudorosos, con el aspecto languideciente”. Los apires, apenas llegaban a la superficie, tras subir por las escaleras de patilla, maderos con reducidas incisiones hechas con hacha, en “que no cabe ni la mitad del pie”, arrojaban la carga de 60 a 80 kilos del capacho o cutama en la cancha, explanada generalmente cubierta de piedras lisas o lajas donde se depositaba el mineral, para volver a bajar a la mina y repetir el trabajo de 12 a 20 veces por día hasta transportar todo el mineral extraído por los barreteros. A cada barretero le correspondía un apir, o dos en caso de ser la mina muy profunda o el mineral no demasiado duro280. Años antes, Darwin había sido testigo, en una mina en Panulcillo, de la labor desarrollada por los apires, “verdaderas bestias de carga” que, con más de 90 kilos de peso en los capachos, llevaban lo extraído a una altura de 90 metros. El naturalista inglés comprobó que diariamente los apires subían 12 cargas: “Me sentía trastornado cuando veía en qué estado llegaban los apires a lo alto de los piques: el cuerpo doblado en dos, los brazos apoyados en las entalladuras, las piernas arqueadas, todos sus músculos relajados, el sudor corriendo a chorros por su frente y pecho, dilatadas las narices, las comisuras de la boca contraídas y la respiración anhelante”281. Solo hacia 1855 comenzaron a aparecer los tornos y los malacates de sangre; las primeras máquinas de vapor para subir los minerales fueron instaladas en Caracoles en 1872282.
El material acumulado en las canchas era sometido al pallaqueo, término también procedente del Perú y dado a la selección a mano de la mena por los canchamineros, peones de gran experiencia y conocimiento de la calidad de los minerales283. Para ello debían reducir el tamaño del material, labor que hacían con combos y martillos, después de lo cual procedían a separarlos según su calidad: el pinte, de alto contenido de metal; el repinte, de menor contenido, y el rechanque, que era de inferior calidad o bien era estéril y, en consecuencia, desechable284. Este se arrojaba en las proximidades de la bocamina formando grandes montones o tortas, y era sometido a otro pallaqueo para recuperar el mineral que todavía era susceptible de procesamiento.
Los intentos para determinar la población minera activa son de dudosos resultados por las limitaciones de las fuentes. Con todo, los datos obtenidos por Pierre Vayssiere permiten al menos hacerse una idea muy general acerca de su magnitud. Estimó el historiador francés en poco más de 21 mil personas el total de los mineros en 1854, cuando el total de las profesiones masculinas