—Está bien, Sr. Tucker.
William cogió un plato, se sentó a la mesa y atacó la comida. Engullía la comida como un cerdo y olía como tal. La pubertad hacía estragos en los chicos. Frank cogió dos platos; sirvió uno a su hija y otro a su mujer. Volvió a la mesa y se sentó entre sus hijos. La casa tenía un comedor independiente, aunque ellos siempre comían en la cocina. Era más cómodo. Más informal.
—¿Te has lavado las manos, William? —preguntó.
—¿Por qué? —respondió con la boca llena de comida.
—Por higiene.
—Soy jugador de fútbol americano.
Frank se cogió las manos y dijo:
—Recemos antes de cenar.
Su hijo se quedó congelado con un taco en la mano a medio comer mientras su padre rezaba una oración por la familia Tucker. Después, su hijo retomó su asalto al taco indefenso. Frank se dirigió a su esposa:
—Han destinado al hijo de Nancy a Irak —dijo. Nancy había sido durante mucho tiempo su secretaria.
—¡Vaya! Eso es genial.
—Lo dudo.
—He estado mirando una casa en la mejor parte de River Oaks —respondió ella.
—¿La mejor parte?
River Oaks era la zona más rica de Houston. Con gente rica de toda la vida. Y nuevos ricos. Del petróleo. Herencias. Pero dinero a fin de cuentas.
—Yo no me voy a mudar —espetó William.
—Yo tampoco —añadió Becky.
Con la cabeza casi dentro del plato, se metía sin ningún esfuerzo la comida en la boca, como, si en vez de cucharadas, fueran palazos. Mientras tanto, le acercó el puño a su hermana. Ella, con el suyo, le chocó. Chocar los puños era todo un ritual de unión entre deportistas. Hasta hacía dos años, parecían mellizos. El mismo color de pelo, los mismos ojos, la misma constitución. Cuidaban el uno del otro. Habían vivido toda su vida en aquel hogar. Tenía cincuenta años y un jardín en la parte de atrás, piscina y altos robles en el terreno que se extendía detrás de la casa, donde había un cuarto para que Rusty deambulara y jugaran los niños. Ellos tenían cada uno su propia habitación con baño, que hacía posible la convivencia en paz del piso superior. El de ella estaba siempre recogido y limpio; el de él se asemejaba más a un vestuario. La casa estaba construida en un terreno de trescientos setenta metros cuadrados, pequeño para los que había en River Oaks. Frank podía permitirse con facilidad un hogar más grande, pero aquel era cuatro veces más grande que la casa en la que se había criado, en un suburbio de clase trabajadora en Houston. Además, sus hijos eran felices allí. Pero Liz quería una casa más grande. Siempre quería más.
—Está en Inwood, al lado del bulevar River Oaks, en la misma manzana del Club —dijo ella—. Setecientos cincuenta metros cuadrados, seis habitaciones, siete baños. Solo cinco millones.
Tenía una expresión impasible en el rostro.
—Liz, ¿qué quieres que hagamos con siete cuartos de baño y doscientos cincuenta metros cuadrados?
—Recibir visitas.
—¿Recibir visitas? —preguntó antes de mirar a sus hijos—. ¿Vosotros recibís visitas en casa, hijos?
Rieron. Rusty ladró. Lupe ahogó una risita. Liz le lanzó una mirada severa que significaba siempre: «no nos vamos a acostar esta noche». Aunque el sexo se había acabado hace ya mucho tiempo. Tampoco lo había buscado en otra parte. Quizá porque le daba miedo, era demasiado vago o demasiado católico. Él no creía que ella lo estuviera engañando, habría sido todo un escándalo en los círculos de la alta sociedad de Houston. En lugar de ascender en la escala social, se habría convertido, por el contrario, en el centro de todos los cotilleos. Para ese entonces ya dormían en habitaciones separadas. Le decía a sus hijos que sus problemas de espalda le hacían moverse toda la noche y despertaban a su madre. William se lo había tragado, pero solo tenía doce años. Frank sospechaba que Becky no se lo había creído; pero había seguido adelante. Con catorce años, era su mano derecha en casa, lo daba todo para mantener la paz en River Oaks.
Se habían casado hacía dieciocho años. Él tenía veintisiete y ya estaba de prácticas en un bufete en Houston; ella tenía veintidós y se acababa de graduar en la Universidad de Texas. Era una chica guapa que quería convertirse en una estrella. Tenía planeado adaptar su aspecto al de la televisión para dar el salto al estrellato y a los medios; daría resultado. Cuando cumplió los cuarenta, quería convertirse en una dama de la sociedad. Su plan B. Sus caminos se habían separado, como quien dice. De hecho, se habían casado demasiado jóvenes como para conocerse bien, y también demasiado pronto. Cuando habían llegado a saber cómo eran, cómo no, ya tenían hijos. Frank había pensado en el divorcio, muchas veces, pero Liz se habría quedado con la custodia de los niños. A menos que ella no fuera drogadicta o alcohólica, la madre podría estar saliendo con todo un equipo de la NFL y aun así ganar la guarda y custodia. Él sería padre solo cada dos fines de semana, y no podía soportar la idea de una vida así. Se quedaba por sus hijos. Por él. Necesitaba tenerlos cerca. Vivir con ellos. Verlos cada día. Formar parte de sus vidas.
Frank Tucker era un hombre de familia.
Capítulo 2
El quarterback del equipo realizó un wounded duck, un mal pase. Un pase que se tambaleaba en el aire como un ave herida. El defensa trasero interceptó el balón en la línea de treinta yardas y lo devolvió para anotar un touchdown. El público local se quejó al unísono.
—¡Cogedlo en seis! —gritó William.
Por el este, el horizonte de Houston iluminaba el cielo nocturno que parecía acercarse amenazante sobre el pequeño estadio. River Oaks está situado en la orilla meridional del río Buffalo Bayou, al este del centro de la ciudad. Formaba parte de Houston, pero parecía totalmente ajena. Un mundo distinto. Una isla de cinco mil doscientos metros cuadrados de riqueza y gente blanca, que a su vez estaban rodeados por dos millones de habitantes de esa ciudad de crecimiento descontrolado de mil seiscientos kilómetros cuadrados que es Houston. En un comienzo, y sin contar a las minorías ni a los judíos, el alto precio de las propiedades de River Oaks excluía a aquellos que no podían permitírselo. Ciento cuarenta familias tenían su hogar en River Oaks. La familia Tucker vivía allí porque era el sueño de la madre y quedaba cerca del bufete del padre. En lugar de sufrir a diario una hora de trayecto de ida y otra para ir a trabajar, Frank empleaba esas dos horas para estar con sus hijos.
Eran las ocho de la noche y su hija estaba en la banda con el resto de las animadoras. Su hijo estaba sentado a su lado y su mujer, al otro, en la primera fila de las gradas entre el resto de espectadores blancos, cuyos hijos también asistían a la Academia. Desde la integración racial en los años setenta en los colegios públicos, los padres de River Oaks mandaban a sus retoños a colegios privados. Frank había llevado a sus hijos a uno de estos colegios porque sus padres no habían podido mandarlo a él: quería lo mejor para sus hijos, lo que él no había tenido.
Los padres y los niños de River Oaks de la grada parecían modelos del catálogo de los centros comerciales Neiman Marcus. No había nadie que llevara una sudadera Nike. El aparcamiento parecía una feria de muestras de Mercedes Benz, con algún Ferrari y Bentley también, para darle variedad. La Academia era una pequeña escuela privada de preescolar hasta secundaria: el año escolar costaba cuarenta mil dólares, mucho más que los colegios públicos de Texas. Pero los que se graduaban no irían a una universidad pública en Texas; irían directos a la Ivy League. La Academia se había convertido en un hervidero de Harvard, Yale, Princeton, Smith y Wellesley. Algunos acababan algo más al este, en Stanford o se quedaban cerca de casa, en Rice. Ninguno iba a la Universidad