—Sí.
—¿Por qué?
—Es un buen hombre. O lo será cuando se convierta en uno.
—Mide dos metros. ¿No es un hombre?
—No. Solo es un niño grande que es capaz de jugar a un deporte estúpido como el baloncesto. Que, por alguna razón que se me escapa, lo hace muy atractivo para las chicas del campus. Mírenlo, ¿dirían que se parece a Brad Pitt? No, no se parece. Pero a las chicas se les caen las bragas por él, por cualquier jugador. Me dan pena.
—¿Los jugadores?
—Las chicas.
—¿Quiénes? ¿Todas las chicas que tuvieron sexo con Bradley?
—Sí. Rezo por ellas.
—¿Por qué?
—Porque les hace falta algo. Necesitan algo que él no puede darles.
—¿Qué?
—Amor.
—¿Usted cree que él la ama?
—Sé que lo hace. Pero solo es un niño de veinte años. Voy a aguantar con él hasta que crezca, hasta que sea un buen hombre de cuarenta años. Será un gran padre. Y un buen médico.
Se dio la vuelta para mirar al jurado. No le vaciló la mirada.
—Bradley estuvo en casa conmigo aquella noche. Toda la noche. Lo juro ante Dios.
Todo el jurado, compuesto por personas blancas, absolvió a Bradley Todd.
La realidad era que Bradley Todd era un íntegro y acicalado chico blanco que solo decía: «sí, mamá» y «no, señor». Su testigo, que le servía de coartada, era una chica guapa blanca cristiana. Si Bradley hubiera sido un pandillero negro con rastas, que hablara el lenguaje de la calle, tuviera tatuajes por todo el cuerpo, los pantalones por debajo del culo y su coartada fuera una testigo prostituta y drogadicta, lo habrían mandado a prisión de una patada en el trasero en menos que canta un gallo. Frank lo sabía. Pero también sabía que Bradley Todd era inocente
William estaba sentado en la sala de estar viendo un partido de la NFL por la tele. Los playoffs. No a los Dallas Cowboys. Ellos no habían entrado en los playoffs, otra vez. Se imaginaba llevando la equipación plateada y blanca con el número doce a la espalda y una estrella en el casco, liderando a los Cowboys hasta la Super Bowl. Ganaron dos Super Bowls cuando Roger Staubach era el quarterback del equipo en los setenta, y tres Super Bowls a principio de los noventa cuando Troy Aikman era el quarterback, pero no habían ganado ninguna desde que William había nacido.
Aún era su sueño ser el quarterback de los Dallas Cowboys. Ser rico y famoso. Pero primero tenía que jugar en la primera división, en la división I-A, en un equipo universitario de fútbol americano. Lo que significaba que tenía que conseguir una beca deportiva. No puedes ser sin más quarterback en un equipo de primera división. ¿Vendría algún entrenador de primera división a la Academia para reclutar a William Tucker? ¿Incluso si fuera bueno? ¿Muy bueno? ¿Cuándo su equipo era realmente malo?
Su equipo del colegio había perdido 0-10. Realmente, a él no lo importaba perder, no al principio, pero al final de la temporada, él estaba ya cansado. Cansado de perder. Cansado de ser el mejor jugador del campo, en cada partido, pero perderlos todos. Odiaba perder. Él imaginaba que le gustaría ganar, pero no lo sabía porque nunca había ganado un partido. Y el equipo superior de la Academia había perdido también todos los partidos, así que no parecía que las cosas fueran a cambiar al año siguiente. O el siguiente. O los demás. En la Academia, los deportes de equipo siempre perdían. Era de esperar.
Pero perder era una mierda.
¿Conseguiría una beca universitaria jugando en un equipo de perdedores? ¿Un equipo malísimo? ¿Y si el equipo superior iba perdiendo en la liga con el record de 0-40? No hacía más que darle vueltas a eso en la cabeza, porque el próximo año entraría en noveno curso. En el instituto. Donde los chicos se convertían en hombres. Cuando se probaban a sí mismos en el campo de fútbol. Cuando probaban que eran lo suficientemente buenos para jugar en la liga universitaria. Que eran unos ganadores. A los entrenadores de jugadores universitarios no les pagaban para que su equipo perdiera, por lo que no reclutaban a perdedores.
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