William Tucker lo había demostrado un día más. Estaba listo para la NFL. Sus días como jugador universitario habían terminado. Sería un chico joven y muy rico. Todos sus sueños se harían realidad.
Pero ese día aún estaba por llegar, aún quedaban meses. Por lo que no pensaba en eso. Había aprendido a vivir el presente, en jugar partido a partido, sin preocuparse por el próximo o el anterior. Levantó los brazos en el aire y gritó. Se colocó en el centro de un corro que crearon los seguidores en el campo y se deleitó con la adoración de todos ellos, como si hubiera sido el salvador de la humanidad en una invasión zombi de una película. Pero él había conseguido una hazaña de aún más admiración en Estados Unidos: había ganado el gran partido de la liga universitaria de fútbol. Abrazó el momento (y a las dos exuberantes animadoras rubias que se acercaron sigilosamente). Se agachó y las subió, una a cada lado, agarrándolas por sus firmes traseros como si no pesaran nada. Ellas, sentadas en sus brazos, le besaron en la mejilla. Los fotógrafos capturaron el momento, instante que aparecería en cada periódico, en cada canal de la televisión por cable y en cada blog de deportes de Estados Unidos al día siguiente. Para los vencedores llegaba la recompensa, y las chicas. Tantas chicas y tan poco tiempo.
La vida de un héroe del fútbol universitario.
El gran bombo de la banda de los Longhorn restalló como una explosión de artillería y reverberó a través de cada cuerpo; las dos chicas se aferraban firmes mientras él inhalaba su aroma como un narcótico que incendia el sentido de los hombres. Estaban todos intoxicados. El ruido era ensordecedor. Todo ese despliegue era gracias a William. Cuando salía del campo con las dos chicas aún encima los corresponsales a pie de campo de la televisión se le acercaron. Él se dio cuenta de que las dos chicas podrían distraer la atención a los espectadores de su héroe, por lo que las bajó al césped y se puso delante de las cámaras. Dos policías del Estado montaron guardia por si a algún seguidor de Oklahoma le daba por liberar sus frustraciones contra William delante de la televisión pública. La reportera le plantó el micrófono delante de la cara y gritó por encima de todo el caos formado.
—William, un partido impresionante. Hiciste el pase de cuatro de los touchdowns y participaste en otros dos. Casi tienes asegurado tu camino a la NFL y el Heisman de este año. ¿Cómo te sientes?
«¿Cómo te sientes?»
Como cualquier estrella del deporte, William Tucker sufría con las preguntas tontas; eran gajes de la profesión. Los reporteros deportivos eran periodistas que no servían ni para ser hombres —o mujeres— del tiempo. Pero él había sido bien aconsejado por su asesora. Se apartó de la cara los mechones rizados de pelo rubio pegados por el sudor y sonrió mostrando los dientes blancos. Estaba acostumbrado a que lo entrevistaran para la televisión, desde los dieciséis años. Como se dice en Texas, ese no era su primer rodeo.
—Me siento bendecido. Pero no es todo gracias a mí. Todo esto ha sido gracias a mis entrenadores, mi equipo y nuestros seguidores. Ellos son los que se merecen esta victoria. Ellos, y nuestro señor.
Levantó la mirada y señaló con su dedo índice al cielo, como si diera las gracias a Dios. Como si el mismísimo Dios hubiera realizado el lanzamiento. Como si a Dios le importaran una mierda los partidos de fútbol y, en particular, los universitarios.
—Él nos ha brindado esta gran victoria.
Discurso sacado íntegro de «Introducción a las entrevistas a nivel de pista». Era una respuesta cursi y estúpida. Y era mentira, pero era lo que los seguidores querían escuchar, es lo que los medios de comunicación querían que los deportistas dijeran después de cualquier partido y, lo más importante, era la imagen que querían los patrocinadores que mostraran los deportistas para promocionar productos, como llorar cuando la cámara les enfocaba mientras oían cómo sonaba el himno nacional antes de los partidos. Una imagen de persona íntegra, presentable y patriota.
En el campo, solo valía la victoria; fuera de él, solo valía la imagen. Así que William Tucker selló el trato consigo mismo, con su pequeño niño de campo (aunque se había criado en Houston), dedicó una sonrisa «humilde» a todo Estados Unidos y se giró para lanzarse a los brazos de cualquier estudiante que encontrara. O mejor, a los brazos de aquellas dos animadoras; pero oyó lo último que estaba diciendo la reportera antes de dar paso a los comentaristas deportivos arriba en la cabina y a toda la audiencia del país, a lo largo y ancho de Estados Unidos de América.
—Ya sabes, Kenny, he conocido y entrevistado a muchas estrellas del fútbol universitario estas últimas cinco temporadas. Si te soy sincera, todos se creían muy estrellas; «soy capaz de todo» o «tengo el mundo en mis manos» son las cosas que la audiencia odia escuchar decir a los deportistas que luego esperamos que no ganen. Los que muy a menudo terminan teniendo problemas con la justicia porque se creen por encima de la ley. William Tucker no es uno de esos. No solo es uno de los mejores jugadores universitarios del panorama actual de Estados Unidos, sino que también es uno de los estudiantes más finos y educados de hoy en día. Es un modelo a seguir para todos los chicos estadounidenses. Es el joven que todos los padres querrían que sus hijas trajeran a casa. Es demasiado bueno como para ser cierto.
—Vístete y vete.
—William, lo siento. No me siento cómoda teniendo sexo así… Tan rápido.
—Vete. —Cogió el teléfono móvil y empezó a pasar fotos, buscando—. Puedo tener a otra aquí en menos de cinco minutos.
—Podríamos salir juntos un día, conocernos y tal vez…
Rompió a reír.
—¿Una cita? No creo que eso llegue a pasar. Vamos, ahí tienes la puerta, cariño.
—¿Me llamarás?
Rio otra vez:
—¿En qué mundo vives? Soy William Tucker.
El equipo al completo había llegado de vuelta a Austin a las nueve y a las diez ya estaba en la cama con una de las animadoras tetonas. Era fácil. Fácil si eres William Tucker.
—Claro, lo haré.
Dejó el teléfono sobre el sillón reclinable.
—Date la vuelta.
—¿No te vas a poner un condón?
—¿Tienes el sida?
—No.
—Entonces no necesito condón.
—Pero no tomo la píldora. ¿Qué pasa si me quedo embarazada?
—¿No has oído hablar del aborto?
Estúpidas animadoras. Se puso encima de quién sabe cómo se llamaba esa chica y empezó a empujar cuando alguien aporreó con fuerza la puerta de su dormitorio.
—¿¡William Tucker!?
—¡Largo, estoy ocupado!
—¡Policía! ¡Abra la puerta!
—¡Váyanse!
—Si no abre la puerta, la echaremos abajo.
—Si no se van. Voy a…
La puerta se rompió por las bisagras e irrumpieron en el dormitorio. Cuatro policías uniformados se quedaron de pie junto a la puerta, dos de ellos apuntaban a William con sus armas. Él se levantó, desnudo, y los miró como si fueran simples chicos del agua.
—¿Sabéis