William sabía a grandes rasgos lo que era una violación: cuando un hombre abusaba de una mujer; porque se lo había preguntado una vez a su padre, aunque no estaba aún del todo seguro lo que quería decir «abusar». Le podría haber preguntado a su padre, pero él tenía una regla: «Si me haces una pregunta, te contaré la verdad. Estate siempre seguro de que quieres saber la verdad». En esa ocasión no estaba seguro de querer saberlo, no por el momento.
—Pone aquí que violó a una chica en un hotel de Colorado, una recepcionista.
—¿Dónde?
—En su habitación.
—¿Hubo testigos?
—No.
—Es su palabra contra la suya.
—¿Qué?
—Que es la palabra de ella, contra la palabra de él.
—Él ganará el juicio.
—¿Cómo estás tan seguro de eso, William?
—Porque es Kobe Bryant, una estrella del deporte. Ningún jurado lo condenaría.
—Puede que él sea una estrella en una cancha de baloncesto, hijo, pero eso no le hace un ser humano más especial que esa chica.
Su padre siempre decía cosas así: «Inocente hasta que se demuestre su culpabilidad más allá de la duda razonable», «ningún hombre está por encima de la justicia», «todas las personas somos iguales ante la ley»; tal y como hacía su profesor de ética. Pero hasta los chicos de esa edad sabían que los mayores no se creían todo eso. Tan solo lo decían porque se suponía que tenían que hacerlo. Todos menos su padre. William a veces pensaba que su padre sí que se creía todo eso que decía.
—Todos somos hijos de Dios —dijo William. Se acordaba del sermón de esa mañana.
—Así es.
—Bueno, puede que sí, pero puede que Dios quiera más a su hijo Kobe que a quien quiera que sea esa dichosa recepcionista, también hija suya.
—¿Y eso por qué?
—Porque Dios le ha dado dos metros y un mate devastador. También es una estrella del baloncesto, rica. Él no le ha dado nada a esa tía. Solo es una estúpida recepcionista.
Papá refunfuñó, lo que hizo que William se enorgulleciera. Porque cada vez que papá refunfuñaba, era señal de que su hijo le había dado un motivo para que pensara.
—Cuida ese lenguaje, William.
Una idea le vino a la mente.
—Papá, puede que Kobe te contrate como su abogado. Apuesto que te pagaría una millonada. Te harías muy famoso si fueras su abogado.
—No acepta casos de clientes acusados de violación —respondió Becky.
Frank Tucker representaba solo a hombres de negocios acusados por error en causas penales. Ejecutivos de empresas y políticos. En Houston se asentaban miles de empresas multinacionales; por lo que los delitos fiscales de los trabajadores estaban siempre en auge. Siempre había hombres de negocios con cargos de todo tipo de delitos por fraude; políticos con cargos de violación de la ética estatal y federal, infracciones de las leyes de financiación de campaña y conducta oficial indebida. Así era Texas. El negocio estaba siempre en auge.
Los abogados penalistas de esos hombres de negocios rara vez se hacían famosos, al contrario de los que representaban a asesinos. Todo el mundo conocía a Johnnie Cochran y a F. Lee Bailey después de que representara a O. J. Simpson en su juicio por asesinato. Pero los casos de los hombres de negocios no eran tan espectaculares como los de los asesinatos, por lo que Frank Tucker solo era bien conocido por los abogados que acusaban a los clientes a los que él representaba. Sin embargo, el año anterior había dado el salto a las portadas de los periódicos cuando había aceptado a un cliente que se vio envuelto en el caso de Enron. Enron Corporation era una compañía energética con altas pretensiones que tenía sede en Houston en los años noventa. Tuvo unos ingresos brutos de cien mil millones de dólares. Tenía activos por valor de sesenta mil millones. Sus acciones se cotizaban en bolsa a noventa dólares. Se vieron envueltos en un caso de fraude generalizado. Después de que la compañía colapsara en 2001, todos los altos directivos, entre ellos Ken Lay, el presidente del consejo y Jeffrey Skilling, el director general, fueron acusados en el caso. Incluso el jefe de contabilidad de Enron, el distinguido Arthur Anderson, fue acusado de obstrucción a la justicia.
El cliente de Frank, el vicepresidente derechohabiente de treinta y cinco años que en realidad no era más que un chupatintas que estudió en Harvard, había sido acusado de fraude. Él era culpable de ser un estúpido, y no había celdas suficientes en Estados Unidos para encarcelar a todos los ejecutivos que eran culpables de ese delito. No era más que un crío que seguía órdenes y creía en la compañía; había invertido hasta el último centavo que tenía en acciones para la empresa. Lo había perdido todo: su trabajo, sus ahorros, su plan de jubilación, su reputación; tal y como lo habían hecho todos los trabajadores. Pero las amplias redes del departamento de justicia lo habían cazado en respuesta a la postura de los miembros del Congreso. Las redes habían capturado tanto a los tiburones como a los pececillos. Después de un juicio que duró cuatro semanas, el jurado absolvió a su cliente. Fue uno de los pocos acusados en el caso Enron que no fue condenado. Mientras salía del juzgado después de que se supiera el veredicto, los trabajadores de Enron, furiosos, escupieron a Frank. Fue la primera vez. Muchos norteamericanos habían aclamado a O. J. durante su juicio; aunque entonces estaba acusado de asesinar brutalmente a dos personas inocentes, una de ellas su exmujer, a la que casi decapitó. El cliente de Frank había sido acusado de malversación de fondos, lo que supuso que perdiera su trabajo y que las acciones de la compañía en el mercado de valores cayeran. Pero Frank había aprendido hacía mucho tiempo que, para ser abogado penalista, hacían falta agallas, pues los veredictos no siempre eran bien vistos.
Y el veredicto más duro con el que tenía que vivir era con el suyo propio.
Capítulo 5
—Señoras y señores del jurado, las últimas dos semanas hemos sido testigos de un hecho que no se supone que debe ocurrir en Estados Unidos: una persecución política. La ambición política del fiscal del distrito le ha llevado a plantear una acusación criminal con una motivación política. El señor Dorkin, el fiscal del distrito del condado de Travis, ansía desesperadamente el sillón en el Senado de Estados Unidos que la acusada, Martha Jo Ramsey, ocupa. El señor Dorkin, un demócrata hasta la médula, está buscando apoyos para entrar en campaña y liderar el Partido Demócrata de Texas. Como no los ha encontrado, ha maquinado su venganza. No contra sus compañeros de partido, sino en contra de la acusada. Contra el Partido Republicano. Creó pruebas de la nada y las llevó ante dos grandes jurados, jurados que se negaron a elevar cargos. Pero como se suele decir, a la tercera va la vencida.
—Pero al final, formuló los cargos.
—Cuatro cargos de conducta oficial indebida. Delitos graves de segundo grado. Declara que la senadora Ramsey, mientras ejercía de secretaria de estado de Texas, usaba a trabajadores estatales en sus propios negocios políticos y luego les ordenaba destruir los informes que ponían de manifiesto y eran prueba de los hechos.
—¡Vaya! Suena algo serio, ¿no? Una política corrupta de Texas. Muchos vinieron antes que ella. Políticos que pagaban a prostitutas con dinero del estado. Políticos que se beneficiaban de sus contactos para comprar acciones rentables en el mercado o para adquirir tierras. Los hubo que hasta robaron fondos del Estado de bienestar. Así que, ¿cuál es el delito del que se acusa a la senadora Ramsey?
—Tenía a su secretaria escribiendo notas de agradecimiento.
Dos miembros del jurado se quedaron con los ojos en blanco. La senadora era muy querida en el estado de Texas. Frank intentaba que ese sentimiento no cambiara. Cada mañana, cuando entraba al juzgado del condado de Travis, la senadora respondía