Agradecimientos
A Ana Paula Villanueva, que me vino con la idea hace un par de años.
A la infinita y generosa paciencia de mis amigos argentinos, a quienes estuve atomizando a preguntas todo este tiempo para este trabajo, por todos los medios de comunicación posibles. En especial, a Paula Rusconi, a Lucas Caricato y a Soledad Suárez Cabretón, que fueron a quienes más atomicé. Y también a Nadia Rusconi, a Belito Wasinger, a Mateo Insourrille y a Sol Bidon-Channal.
A la yorugua Tamara Torres, que decidió mudarse a ese lado del charco, y a la familia Fimognares, con quienes suele cenar a menudo, y con quienes aprovechaba a consultarles mis dudas sobre si usaban palabras como gargajo, garzo o pollo; lindo tema para acompañar los tallarines.
A mi hermano argento, Tiaguito Fripp, por sus aportes futboleros y generacionales.
Y de este lado del charco quiero agradecerle a Carlitos Kundeke González, que me consiguió prestado un diccionario de uruguayismos del sesenta y pico. Me dijo: «Cuidalo mucho, que no es mío», y me lo llevaron cuando me rastrillaron la mochila junto al termo del Fede Rivero, el mate y la cédula. Y apenas lo había ojeado.
A Cristina Rojas, mi vieja, porque me ayudó a redondear el título, y porque a las mamás siempre tenemos que agradecerles, porque ya las bardeamos y las hicimos rabiar bastante cuando éramos más jóvenes.
A Juanchi Bouvier, no me acuerdo por qué, pero por algo había anotado su nombre en el papelito de los agradecimientos.
A Cecilia Bértola, por tirarme los propios piques.
A Claudio Vilaró, por su dedicación para instalar, desinstalar, descargar los nosequé para instalar otros nosequé y así resolver los caprichos de la computadora cada vez que yo estaba por agarrarla a martillazos o revolearla por la ventana.
A Viviana Rodríguez, por conseguirme el Nuevo diccionario de uruguayismos de Kühl de Mones y llevármelo bajo el granizo del temporal de Santa Rosa.
A Gamal Ale, por dedicarme un cachito de su tiempo para desasnarme con algunos términos murgueros.
A Emiliano y Martina Fripp, porque los amo y porque así no le venden los derechos de autor al Grupo Planeta el día que yo no esté y el diccionario venda millones de ejemplares en más de veintisiete idiomas y un dialecto.
A todos los amigos y amigas que me inspiraron para ilustrar los ejemplos de uso de las palabras que se definen en este trabajo. En especial, a la Rubia, al Juampa, a Pierre y a Flo, que son algunos de esos amigos y amigas a los que quiero mucho y que me aguantaron abundante la cabeza.
A Camu Pérez y al Tone, por hacerme el aguante en el boliche en pleno enero, cuando me tuve que abocar a la última parte del trabajo a contrarreloj, para que quede pronto para la edición.
Al Gordo Walter Corrales Hellman’s, por tirarme la idea de hablar con la gente de Alter Ediciones cuando yo andaba como bola sin manija sin saber qué hacer con el diccionario, y a Lupita Rábidus, que inmediatamente se propuso para ilustrarlo y defendió su decisión con una porfiadez digna de una persona terca que empeña su palabra.
A Manuel Carballa, de esa misma editorial, porque confió al instante en este proyecto, y en una reunión de menos de cuatro horas, y con solamente cuatro cervezas, nos comprometimos en sacarlo adelante juntos. Y también a Ana de León, de Alter, por el entusiasmo y la dedicación que puso desde el primer momento.
A Yamila Montenegro, por sus consejos cuando nos propusimos ordenar la información para no quedar tan pegados delante de los lingüistas.
Y espero no olvidarme de alguien (o que esos alguien no se enteren).
Gustavo Fripp Rojas
De cómo, cuándo, dónde y por qué terminé escribiendo este diccionario
«¿Cómo un cocinero terminó escribiendo un libro que no es de recetas?», se podría haber preguntado más de uno si yo fuera Joël Robuchon, Narda Lepes o Sergio Puglia. Pero como no soy ninguno de los tres y, al contrario de ellos, a mí no me conoce nadie (salvo algún que otro acreedor que todavía me sigue buscando para cobrarme una cuenta), ninguna persona se hizo jamás esa pregunta, ni se la hará. Esto me da pie para contar que, gracias a este oficio, al que llegué por los tropezones de la vida y no por habérmelo propuesto —ni por haber hecho un curso en el Instituto Gastronómico Hotelero para ver cuán servil podía ser con los turistas con plata—, tuve la posibilidad, allá por el 2014, de abrir mi propio bolichito de comidas en la cada vez más bella Colonia del Sacramento, en Uruguay. Así que pude levantarme a las 11 de la mañana para ir a trabajar sin que ningún patrón impertinente me moleste y, también sin que ningún patrón impertinente me moleste, pude intercalar la cocina con, tal vez, la única pasión que tengo cuando me acuerdo que la tengo: escribir. Pico cebolla y morrón, pongo a saltear la carne picada para la bolognesa, me siento a escribir, vuelvo a la cocina, le agrego salsa de tomate, sal, ajo, perejil y una hojita de laurel, me siento a escribir otro poco, hasta que la salsa está pronta y emplato la pasta con ella. Le tiro un poquito de ciboulette picadito por arriba, lo mando a la mesa con mis mejores deseos de buen provecho, y me siento a escribir de nuevo. Pero claro, no podía escribir un libro de recetas porque las que cocino básicamente no son mías; muchas las aprendí gracias a buenos amigos cocineros y cocineras de verdad.
Entonces, la pregunta del principio podría convertirse en una afirmación: ¿quién iba a decir que alguien con el oficio de la escritura sería capaz de hacer un huevo frito!
No sé en qué momento, volviendo al boliche luego de hacer los mandados, fue que surgió la idea de introducir los viejos y queridos boniatos fritos en el menú, como entrada o para picar con una cervecita artesanal, o como guarnición de la bondiola a la cerveza o de una hamburguesa vegetariana hecha con una base de lentejas. No suele haber boniatos fritos en bares y restoranes, al menos en lo que se llama casco histórico de Colonia. La propuesta resultó llamativa y «¿qué es boniato, maestro?» se volvió entonces la pregunta recurrente de todos los turistas argentinos que se sentaban a comer. «Lo que ustedes conocen como batata», era nuestra didáctica explicación, a lo que los argentinos, invariablemente, respondían con un gesto de entre sorpresa y diversión que casi siempre terminaba con un «¡a mí traeme unas batatiiiitaaas, maestro!». A veces pienso que la popularidad de los boniatos fritos se debió, más que por la boniatitud en sí misma de la propuesta, a la curiosidad de los turistas argentinos por comer batatas con un nombre para ellos exótico.
Algo similar sucedió con nuestros entrecot al tannat y entrecot a la pimienta: «¿Qué es entrecot, maestro?».
Colonia del Sacramento, debo decir, es un punto privilegiado para observar y divertirse con las diferencias entre el lenguaje de los argentinos de Capital Federal y de la provincia de Buenos Aires con el nuestro. Para ambos, es algo que siempre llama la atención, y un tema que ocupa algunas que otras conversaciones, de esas que generan cierta empatía típica entre hermanos que se quieren pero se pelean. Se da tanto entre colonienses y porteños que están turisteando como entre aquellos que se han venido a vivir a estos pagos.
En su calidad de ciudad fronteriza, Colonia se ha ido convirtiendo, con el transcurso de los años y sin pausa, en el nuevo hogar de muchos argentinos y argentinas que vienen a buscar una tierra más tranqui para vivir; algunos de ellos se vinieron flechados por Cupido, y también están los que han llegado huyendo del macrismo, como antes de otros -ismos y algunas que otras -duras.
También por ser una ciudad de frontera, antes de que existiera la televisión para abonados, solo se agarraban los canales atc, el 9, el 11 y el 13, además del canal 3 de acá, por lo que muchos nos criamos sin saber absolutamente