—Que la paz sea contigo, Yaya. Protege a mi hijo.
—Y contigo la paz, Moussa. Lo haré con mi vida si es preciso. Te he dado mi palabra, viejo amigo. Mucha suerte. —Después, se dirigió hacia mí y, con una mirada desgarradora, me dijo—: Recuerda que has de venir de noche, entrad en el pueblo con las luces apagadas. Trae lo justo e indispensable, no vamos a tener mucho espacio. No olvides traer agua y comida. Cruzar el desierto no es nada fácil, mi joven amigo. Que la paz sea contigo —me dijo mientras me ponía la mano en el hombro.
—Y contigo la paz —le respondí.
Nos metimos en el camión entre un silencio sepulcral. Atravesamos el pueblo ante la aburrida mirada de quienes nos encontrábamos, ajenos a la suerte que iban a correr dentro de muy poco tiempo, como si aquello que nos acababa de contar Yaya no fuese con ellos. Y, en realidad, así lo parecía. Nada en sus caras hacía presagiar miedo o preocupación, aquellas gentes vivían en su propio mundo. Su tranquilo mundo rutinario, tal y como lo habían hecho durante generaciones y generaciones. No sabían que en menos de una semana su aldea quedaría reducida a cenizas.
La vuelta a casa transcurrió con un silencio muy incómodo. Una vez que dejamos Djennai en el retrovisor del camión, interrogué a mi padre sobre lo que Yaya había mencionado. Le pregunté sin rodeos por qué no había querido colaborar con los tuaregs y que, según su amigo, podría salvarle de su tétrico destino. Necesitaba saber qué era aquello con lo que, según mi padre, no podría vivir en el supuesto caso de haber colaborado. Lo único que recibí como respuesta fue una negativa, alegando que cuanto menos supiese del asunto mejor para mí, para mis hermanas y mi madre.
Insistí con la pregunta, mil ideas de las hipótesis que yo barajaba se apoderaban de mi mente, pero mi padre no dio su brazo a torcer. El resto del camino lo pasamos en absoluto silencio, y solo fue interrumpido por mi padre para cerciorarse de que había entendido bien lo que debería hacer llegado el momento.
Cuando apagó el motor y nos disponíamos a bajar del camión, mi padre me cogió del brazo, me miró fijamente y me pidió que no hablase de esto con nadie. No convenía involucrar y preocupar a la gente, ni siquiera a Seidy ni a Faiatu. Me hizo jurarlo, y así lo hice.
Al entrar a casa, mi madre nos escudriñó sin decir ni una sola palabra, pero sin duda ella sabía los asuntos que habíamos ido a tratar ese día. Faiatu nos recibió más fría de lo normal, y yo intuí que mi madre podría haber hablado con ella. Mis dos hermanas pequeñas estaban en la calle.
Los días siguientes fueron días de máxima tensión. Mi padre se iba a trabajar temprano y yo notaba cómo se despedía de todos y cada uno de nosotros con un afecto inusual, sabedor de que cualquier abrazo que nos daba podría ser el último. Mi madre y yo hacíamos lo propio, mientras que para mis hermanas formaba parte de la rutina.
Estábamos de vacaciones en la escuela coránica a la que íbamos, por lo que pasábamos los días en la calle con los amigos, a ratos jugando al fútbol, a ratos hablando sobre los rumores que se escuchaban de los tuaregs; pero la mayoría del tiempo lo pasaba con Seidy, nos gustaba ir al río que había a unos dos kilómetros de casa. Era raro que las hienas se acercaran a beber a las horas que íbamos nosotros, ya que hacía mucho calor; pero, por si acaso, siempre íbamos con nuestros mejores palos. Por suerte nunca tuvimos que utilizarlos.
Nos zambullíamos en el agua, pero sin meternos donde cubría demasiado, pues no sabíamos nadar bien ninguno de los dos y era mejor no tentar a la suerte. Todos los años moría algún chico del poblado fingiendo saber nadar mejor de lo que en realidad sabía, o podía, delante de los demás chicos del pueblo. Solían hacer saltos y competiciones, que algunas veces terminaban en tragedia; era por eso que a mí me gustaba estar solo con Seidy, mojarnos y secarnos al sol.
Era una gran suerte contar con un amigo como él, nuestra amistad era verdadera, conocía todos sus sueños, emociones y secretos; al igual que él conocía los míos. Teníamos una forma de ser muy similar, siempre había sido un chico tranquilo, que evitaba meterse en problemas, tímido hasta unos niveles insospechados. Sentía vergüenza de tener que hablar con desconocidos. Su tartamudez le confería cierto aspecto cómico ante los demás chicos, no ante mí, que le apreciaba como a un hermano. Habíamos compartido muchísimo tiempo juntos, no nos hacía falta hablar para saber lo que estaba pensando el otro, y esto era una gran ventaja a la hora de comunicarnos. Para Seidy, yo era su gran apoyo, no se relacionaba prácticamente con nadie más. No es que yo tuviese muchísimos amigos, pero al menos interaccionaba con el resto de los chicos de la escuela y no tenía problemas por hablar con todo el mundo. Se podría decir que, en ciertos momentos, Seidy sentía una especie de celos cuando yo jugaba con otros chicos de la escuela y no directamente con él. En esos momentos, él prefería quedarse al margen para no tener que hablar y que los demás se burlasen de su defecto en el habla.
Un día al atardecer, ya casi de noche, al llegar a casa, encontré a mis padres discutiendo en la puerta de entrada, habían salido fuera para no despertar la atención de mis hermanas. Al verme, me cogieron del brazo y me llevaron hasta el camión. Nos metimos los tres y cerraron las puertas. Mi padre sacó de la guantera un sobre, me lo entregó y me pidió que lo abriera.
Seguí sus instrucciones y me di cuenta de que había mucho dinero, eran euros. Yo no estaba muy familiarizado con ese dinero europeo, pero a juzgar por el número de billetes me pareció que había muchísimo.
—Hay dos mil quinientos euros, Amadou —dijo mi padre—. Son los ahorros de toda nuestra vida. Con esto deberías tener suficiente para llegar a Europa. A Yaya no hay que darle nada, pero llegado el momento deberás pagar a un hombre en Marruecos para que te lleve en barca hasta Canarias. Confío al máximo en Yaya, él te dejará en buenas manos y, hasta llegar a la costa de Marruecos, costeará todo el transporte y la comida con el dinero que le di.
—Son todos los ahorros que tenemos —continuó mi madre—. No los malgastes, hijo, y cuida bien de este dinero que tanto esfuerzo nos ha costado reunir. —Su mirada era una mezcla de melancolía, pena y un atisbo de esperanza.
Yo no sabía qué decir, me sentía avergonzado por recibir esa cantidad de dinero, dinero que tanto esfuerzo le había costado reunir a mi familia y que me era confiado para afrontar una difícil misión. Esperaban que gracias a ese dinero yo pudiese llegar a Europa y sostener a mi familia, con un trabajo que tenía que conseguir pronto.
Los miré a los ojos durante un rato sin saber qué decir, no encontraba las palabras, pero algo tenía que comentarles para que les diese esperanzas en esos momentos tan difíciles.
—No os preocupéis por mí —dije—. Llegaré a España sin ningún problema y trabajaré de lo que sea para que este esfuerzo no haya sido en vano —solté esto sin ninguna convicción y temí que mis padres se percatasen.
—Sabemos que así será —dijo mi padre—. Confiamos en ti, Amadou.
—No hagas ninguna locura, hijo, sé prudente y cuídate mucho, haz todo lo que te diga el amigo de papá y no habrá nada que temer —añadió mi madre. A la vez sacó de la parte de atrás del camión una mochila, según ella para que metiese algo de ropa y un poco de comida para los primeros días. También añadió que, en la parte de atrás de la casa, en la cabaña de los animales, había un bidón de cinco litros de agua que debía llevar y algo de fruta, mantequilla y pan para meter en la mochila. Todo esto debía cogerlo antes de ir a buscar a Babá, el padre de Seidy. Me recomendó que guardase el dinero en un sitio bien oculto y no en los bolsillos.
La tristeza se apoderó de los tres, pero ninguno lloró, ni siquiera mi madre, que era de lágrima fácil. Nos cogimos de la mano en silencio, acariciándonos, con una ternura poco frecuente, pero reconfortante en esos momentos. Mi madre no podía apartar los ojos del rostro de mi padre. La tristeza que exhalaba