Los chicos latinoamericanos se fueron a una tienda y al rato volvieron con tres botellas de cerveza muy grandes que se pasaban los unos a los otros, para mi sorpresa las chicas también bebían. ¡Qué país más extraño! Los chicos cocinaban y hacían la limpieza, las chicas bebían alcohol…, pero al estar en otro país que no era el mío tenía que aprender y respetar sus costumbres. Mi madre me había recalcado eso mismo antes de salir de Mali, además de decirme que no me metiera en líos, algo que incumpliría en muy poco tiempo, aunque aún no lo supiera…
Cuando terminaron de beber las cervezas, Mohamed me preguntó si quería volver a la casa. Mi nuevo amigo se estaba dando cuenta de que no estaba muy cómodo y mostró interés hacia mí, sintiéndose un poco mi protector. Yo no le contesté, pero mi cara debía de ser un poema, así que sin mediar palabra se despidió de todos y les dijo que nos íbamos. Y, aunque Mohamed se había despedido de los chicos con apretones de manos y con besos a las chicas, yo tan solo solté un adiós generalizado.
«He sido un estúpido», pensé. «Qué impresión les habré dado a los amigos de Mohamed, el primer día que salgo a conocer Madrid y he estado callado todo el tiempo». La mano de Mohamed en el hombro me hizo salir de mis pensamientos.
—Al principio cuesta entender el español, ¿eh? —me soltó de repente—. No te preocupes, a todos nos pasa lo mismo y, aunque creas que el español es muy difícil, ya verás cómo lo acabas hablando perfectamente.
—Hablar mucho difisil para yo —le contesté en español. Quería hacer caso a los educadores y practicar el idioma. Desde aquel momento Mohamed se dirigió a mí siempre es español, cosa que agradecí.
—Ya lo sé, encima algunas palabras que usan los latinoamericanos son diferentes a las que usan los españoles, te acabarás acostumbrando. ¿Qué te han parecido?
—Ser buena mucho gente —dije de un modo que no sonó demasiado convincente.
—¿Y el partido?
Mis titubeos provocaron una risa en Mohamed.
—Ja, ja, no te preocupes, sé que somos muy malos, pero nos lo pasamos muy bien. Menudo golazo he metido, ¿eh? —me dijo a la vez que me daba con el codo de modo amistoso.
—Sí, muy buen gol. —Aunque a mí me había parecido bastante normalito.
—¿Tú juegas al fútbol?
—Yo jugar fútbol, pero yo no bueno. En Mali el balón no bueno como España. El balón no balón de verdad —me esforzaba por chapurrear las cuatro palabras de español que sabía y me daba confianza percibir que Mohamed me entendía.
—Ya veo, ya.
—Si en Mali yo no bueno, en España yo menos bueno porque gente jugar mucho bien en España. —Me empezaba a sentir cómodo con aquel chico marroquí al que apenas conocía, y me sorprendía a mí mismo hablando en español. La conversación no era muy fluida, pero yo hacía esfuerzos por hablar y él por comprenderme. Llegamos de nuevo a la boca del metro y me echó una mirada de complicidad, como indicándome que haríamos de nuevo la misma operación de colarnos. No me vio muy decidido y me dijo que no me quedaba más remedio, porque andando hasta casa desde ese sitio había al menos una hora, según él. Así que no me quedó más que resignarme y accedí a seguirle.
Esta vez la cosa resultó muy diferente. Nada más pasar detrás de él, apareció un vigilante de seguridad que nos dijo que le enseñáramos el billete. Mohamed le enseñó el suyo, cuando me preguntó dónde estaba el mío le respondí que no tenía.
Mohamed habló con el guardia de seguridad, no les entendí muy bien, pero debía de ser algo así como que yo acababa de llegar a España y que tenía que regresar a casa, que no volvería a suceder. El vigilante no accedió a las peticiones de Mohamed.
Sin darnos cuenta, vino otro vigilante de seguridad; este tenía peores formas que el primero y, nada más llegar, me dijo que me iba a poner una multa. Yo no sabía muy bien lo que me estaban diciendo y me entró un pánico muy grande que me hizo quedarme bloqueado. Me hicieron un montón de preguntas, pero no sabía qué contestarles. Mohamed se portó muy bien y trató de interceder por mí en todo momento, pero los guardias de seguridad no cedían. Me metieron en la oficina del metro, dejando a Mohamed fuera pese a las súplicas de este diciéndoles que no sabía español y que me necesitaba para que le tradujese.
Me pidieron la documentación, el pasaporte o algo que me identificase para poder remitirme la multa. Yo les dije que no tenía nada.
El segundo de los vigilantes, un tipo muy alto, calvo y con cara de pocos amigos, se puso muy agresivo. El que me había parado en primer lugar trataba de calmarlo. Discutían entre ellos acaloradamente, me imaginaba que estaban viendo los pasos que seguirían a continuación. Yo los miraba con cara aterrada y desde fuera Mohamed trataba de tranquilizarme con la mirada.
Pude entender algo referente a los negros, el calvo repitió esa palabra varias veces, y luego soltó una frase en la que aparecía la palabra policía. Mohamed desde fuera también lo escuchó y trató de abrir la puerta para poder hablar con ellos. Todo fue en vano, cerraron la puerta y me dijeron que iban a llamar a la policía, tal y cómo les dictaba el protocolo, para identificarme y que me pudiesen hacer llegar la multa que me iban a poner. Aunque eso me lo explicó posteriormente Mohamed, porque yo no entendía apenas nada.
Los minutos se me hacían eternos, yo no sabía qué hacer ni qué decir, me sentía muy impotente. No podía venir la policía, otra vez no. Tenía que haber otra solución. Al poco, llegaron dos agentes de la Policía Nacional, me saludaron respetuosamente, eran jóvenes, ambos con el pelo corto y morenos, y me pidieron de nuevo el pasaporte. Mohamed les explicó que vivía en una asociación y les ofreció su teléfono para hablar con el director si no le creían. Educadamente, le dijeron a mi amigo que me iban a llevar a Aluche para identificarme y que me iban a recluir en el cie (Centro de Internamiento de Extranjeros). Yo les dije que del mismo cie había salido hacía dos días en dirección a la asociación Parterre. Mohamed insistió en mi argumento, pero no hubo manera. Cada policía me cogió de un brazo y me sacaron del metro hacia el coche patrulla, que estaba con las luces de emergencia, aparcado en doble fila. Mohamed me aconsejó que llamase al director del centro y me dio una tarjeta, la misma que yo tenía con los teléfonos del director y del cuidador del piso. Me calmó diciéndome que no me preocupara, que él también iba a llamar al director para que me pusieran en libertad. A mí se me saltaban las lágrimas, estaba aturdido, había salido del cie hacía dos días, después de otros cuarenta encerrado allí. Días en los que la sombra de la deportación me acechaba a cada instante y, ahora que había conseguido salir tras solo cuarenta y ocho horas, me llevaban allí de nuevo.
¿¡Cómo podía haber sido tan tonto!?, ¿¡en qué estaba pensando!? Si mi madre me viese así, en el coche patrulla, se avergonzaría de mí. ¿Me irían a expulsar del país?, ¿me deportarían? No, no podía ser, no merecía esta suerte.
Quería odiar a Mohamed por haberme metido en este jaleo, pero recordé las palabras de mi padre y tenía razón: yo era el único responsable. Mohamed solamente había intentado ser amable conmigo y se había portado muy bien, no era justo culparle a él; pero fuera de quien fuera la culpa, ahora era lo de menos, la cuestión era que iba de nuevo hacia el cie, donde las condiciones de vida eran muy duras y donde seguramente acabaría deportado a Mali. No, otra vez no, por favor. Los policías me pidieron a través del espejo retrovisor que me calmara, fue en ese momento cuando me di cuenta de que estaba llorando como una magdalena.
El viaje duró apenas quince minutos, que yo pasé entre sollozos y pensamientos malísimos: deportación, deportación, prisión, prisión. ¿¡Cómo podía haber sido tan estúpido!? La rabia era incontrolable y, por unos instantes, sentí una presión muy grande en el pecho que me impedía respirar. Esperaba al menos que Mohamed hablase con alguien para que me pudiesen sacar rápido de aquella pesadilla.
Llegamos