—Que Alá te proteja, Amadou. Eres nuestra única esperanza, hijo. Cuídate y confía en Yaya, él te llevará hasta Europa sano y salvo.
Salí a la calle con la garrafa de agua y con la mochila en la espalda. Eché una última mirada hacia mi familia, esa instantánea se quedaría grabada en mi memoria para siempre: mi madre llorando desconsolada, con su vestido lleno de la sangre de mi padre, sosteniendo en brazos a Bintou, que lloraba por la inercia de la situación y ajena al dolor que estaban provocando sus propias lágrimas. Amina estaba de rodillas, abrazada a la pierna de mi madre con una mano y con la otra señalándome, no sé bien si porque quería que la llevase conmigo o acusándome de abandonarlas en aquel trágico momento. Ninguno de los cuatro sabíamos en ese entonces que tardaríamos mucho tiempo en poder volver a comunicarnos, y que las circunstancias, cuando por fin lo lográsemos, serían muy distintas…
Ya no miré más hacia atrás. Sabía lo que tenía que hacer, y en esos últimos días había trazado un plan mental de cómo debía ser mi salida del pueblo y mi llegada a la casa de Yaya. La oscuridad era total, miles de estrellas brillaban en el crepúsculo, como si esta fuese otra noche más, otra de las miles de noches normales y estrelladas que había vivido en mi vida. Pero esta no tenía nada de normal, los acontecimientos que se estaban desarrollando la tornarían con mucha diferencia en la peor noche de mi vida, y siempre que la evoco el aire deja de entrar en mis pulmones.
La luna apenas se veía, estaba en el inicio de fase creciente. El silencio era total, solo interrumpido por el sonido de las balas a lo lejos. Varios vecinos corrían en dirección a nuestra casa, sin duda a socorrer a mi familia. Algunos se quedaron extrañados de verme correr y huir del lugar en vez de quedarme allí, pero nadie se atrevió a preguntar nada.
En apenas tres minutos me encontraba en la puerta de entrada de la casa de Seidy. No tuve que llamar, enseguida salieron mi amigo y su padre. Mi rostro y la sangre de mis pantalones explicaban de sobra lo que había ocurrido. Seidy me abrazó y me dijo:
—Lo sisisi si sisiento mucho, Mellado —tartamudeó mucho hasta lograr decirlo. Sus palabras eran sinceras.
Babá, su padre, también me dio su pésame, pero nos apresuró para que subiéramos al coche.
—No hay tiempo que perder, esta gente se ha vuelto loca. ¡Hay que irse ya!
Yo no contaba con que Seidy nos acompañara, pero no dije nada. Babá condujo con las luces apagadas y, en aquella oscuridad, la visión se tornaba muy difícil; había que ir muy despacio. Mentalmente, calculé que los treinta kilómetros que separaban Sané de Djianné nos llevarían al menos dos horas en aquellas condiciones. Vimos varias casas ardiendo y un par de cadáveres con sus familias alrededor, rotas por el dolor. Una mujer que estaba llorando nos hizo señales para que parásemos, nos pidió que la ayudásemos. Babá la conocía y le dijo que a su vuelta lo haría, pero que ahora era de vital importancia ir a un sitio. No dio más explicaciones. La mujer entendió la situación y volvió a su casa.
¿Qué estaba pasando? Yo pensaba que solo iban a por mi padre, pero me di cuenta que no, que esto iba más lejos, el caos lo dominaba todo, era difícil pensar y mantener la calma. Mi padre asesinado, mi hermana secuestrada, mi madre y mis hermanas se iban a marchar a Mauritania, parte del pueblo en llamas, pero… ¿por qué? La gente de mi aldea y de las aldeas cercanas eran agricultores y ganaderos, en su mayoría de etnia bámbara, gente pacífica que no se metía en problemas. La violencia a la que estaban siendo sometidos carecía de toda lógica, no era justo, no tenía ninguna razón de ser. No podía entender lo que estaba pasando.
Dirigir el coche en aquellas condiciones no era tarea fácil, Babá mencionó un par de veces que debería encender las luces porque iba casi a ciegas, pero al mismo tiempo sabía el peligro que eso conllevaba, así que decidió bajar aún más la velocidad. El avance era fúnebre, a escasa velocidad y bamboleándonos sin parar en el viejo coche. Seidy y yo nos íbamos chocando de cuando en cuando, fruto de los enormes baches que Babá trataba de esquivar como podía. El asiento del copiloto iba vacío, a petición expresa del padre de Seidy.
Cuando las últimas luces del pueblo dejaron de verse a nuestras espaldas, Babá me preguntó abiertamente qué había sucedido. Yo empecé a hacerle un resumen, alternando mis palabras con llantos al recordar lo que había acontecido. Seidy tenía su mano en mi hombro a modo de consuelo y Babá me escudriñaba con lástima por el retrovisor. No era capaz de construir las frases sin echarme a llorar, ahora que nos alejábamos de la escena del crimen me empezaba a sentir muy culpable de haber abandonado a mi familia, y así se lo hice saber a mis dos acompañantes. Babá me dijo que era estúpido pensar así, que no tenía otra alternativa y que era una decisión meditada por mis padres, no una locura. En el fondo tenía razón, pero ese sentimiento no podía quitármelo de encima.
Los dos mostraron mucha preocupación por el rapto de Faiatu y Babá me prometió hacer averiguaciones para intentar encontrarla. Si así sucediese, él personalmente la llevaría a Mauritania, para que se reuniera con mi madre y mis dos hermanas pequeñas, ya que él conocía el pueblo adonde se dirigirían. Estas palabras fueron un bálsamo a mis oídos, aunque las probabilidades de arrancar a mi hermana de las garras de los hombres del desierto no me parecían muy altas.
El padre de Seidy continuó hablando y fue así como me enteré exactamente qué había provocado el asesinato de mi padre. Según Babá, mi padre había sido un insensato plantándoles cara a los tuaregs. Nos contó que, en uno de los repartos de mercancías de mi padre, los tuaregs le dijeron que debería hacerles un trabajo. Este consistía en transportar armas en su camión desde el norte de Mali, en la frontera de Argelia, hasta su campamento base, a unos 100 kilómetros al norte de nuestra aldea.
—Si tu padre hubiese tenido mano izquierda quizás nada de lo que ha ocurrido hubiese pasado, o quizás sí, pero tu padre se negó a colaborar en esos asuntos y pidió que le dejasen en paz. Le ofrecieron mucho dinero, según me contó Moussa, pero lo rechazó con desprecio. Fueron varios los ofrecimientos que le hicieron, y aún así él los ignoró todos. La gota que colmó el vaso fue un día en que le hicieron un encargo de mercancías normales, es decir, verduras y combustible, y tu padre se negó a hacerlo. Le dieron un fardo de dinero, pero tu padre se lo devolvió tirándolo al suelo con desprecio. Esos hombres son unos malnacidos, Amadou. Los hombres le dijeron que le habían pagado por el trabajo y que si él había decidido tirar el dinero era problema suyo, pero que querían sus mercancías por las que habían pagado en menos de cinco días.
Yo estaba visualizando todo lo que Babá estaba diciendo. Continuó:
—Si Moussa les hubiese tratado de otra forma… no sé, todo esto es muy raro. Tu padre trató de darles el camión en varias ocasiones, pero para ellos la ofensa ya estaba hecha. Le advirtieron que si no quería ayudarles a recuperar el Azawad, se convertiría en su enemigo declarado y que se atuviese a las consecuencias. Le reclamaban o el dinero o las mercancías… ¡Ay, viejo cascarrabias!, tendrías que haber colaborado con ellos —dijo con aire melancólico.
—¿Qué es el Azawad? —preguntó Seidy, que estaba escuchando con gran interés la historia que nos relataba su padre.
—El Azawad es el término con el que los tuaregs denominan al norte de Mali. Dicen que esta región les pertenece, e incluso se rumorea que si llegan a conquistarla quieren instaurar la Sharia, la ley islámica, y proclamar un estado independiente de Mali y del gobierno de Bamako.
»Muchas de estas personas son fundamentalistas —continuó Babá—, y si se les lleva la contraria puede pasar lo que está pasando, pero no entiendo que estén haciendo daño a pobres familias que no tienen nada o casi nada. No hay futuro en Mali. Es por esto que Seidy irá contigo a Europa, Amadou.
—¿Quéeee? —me salió del alma esta expresión ante la incredulidad de lo que acababa de escuchar.
—Sí, aquí se avecinan tiempos difíciles. Yo cogeré a mis esposas y a mis hijos e iremos a Burkina Faso hasta que las aguas vuelvan a su cauce.
A diferencia de mi padre, y como era normal entre los bámbara, Babá había desposado a tres mujeres y tenía cinco hijos.