Aquel tipo me escudriñó de arriba abajo, no sé qué tipo de persona esperaba encontrarse con el nombre de Amadou Koulibaly; pero, a juzgar por su mirada, no contaba con un africano. Una vez terminó de estudiarme, me soltó sin rodeos:
—¿Por qué quiere trabajar con nosotros?
Esa pregunta la había practicado miles de veces en el despacho con Gerardo, pero no me la esperaba tan pronto, sin haber roto el hielo antes. Me costó unos segundos responder y, durante ese tiempo, creo que el entrevistador pensó que no dominaba bien el idioma. Justo antes de que me repitiese la pregunta, le contesté:
—Me gusta mucho el trabajo con las frutas y verduras, creo que se me da bien. En mi país las frutas son distintas a las de España, pero gracias a las prácticas que he hecho en su empresa me he familiarizado con todas y las domino a la perfección. —Con esta respuesta le dejaba claro que dominaba el idioma y que conocía el género—. Además —continué diciendo—, necesito trabajar ahora que por fin tengo los papeles en regla y ayudar a mi familia económicamente, ya que están pasando una mala situación en Mali. Creo que puedo hacer un gran trabajo en su empresa y, si me da la oportunidad, no voy a defraudarle, señor.
El hombre se quedó descolocado ante mi educación y dominio de la situación. En todo momento le miré fijamente a los ojos, tal y como me había repetido una y mil veces Gerardo en las simulaciones de entrevista.
Continuó diciendo que le habían dado muy buenas referencias sobre mí. Al tiempo que encendía otro cigarro, me dijo que había hecho unas prácticas muy buenas y que mi perfil podría encajar, pero que tanto Andrés como Guadalupe, los dos chicos que habían hecho la entrevista antes que yo, también tenían buenas referencias. Me preguntó por qué pensaba que debían darme el puesto a mí.
Yo sabía que había realizado las prácticas mejor que Andrés, a Guadalupe no la conocía y no podía opinar, ni comparar. Andrés era mi amigo y no quise hablar mal de él. Le contesté que yo necesitaba ese trabajo más que nada en el mundo y que mi compromiso sería total. Noté que la respuesta fue de su agrado.
La entrevista continuó, enumeró las que serían mis responsabilidades, mis horarios y el sueldo que percibiría. A mí me parecieron unas condiciones buenísimas, aunque cuando se las comuniqué a mis educadores al llegar al piso, empezaron a blasfemar y a insultar al entrevistador con palabras que prefiero no repetir aquí. Resumiendo, las condiciones eran un trabajo de nueve horas al día, de martes a domingo, de 8.00 h a 14:00 h y de 17:00 h a 20:00 h, con los lunes libres; no así los festivos, que los tendría que trabajar. El contrato que me harían sería de media jornada, es decir, de veinte horas a la semana, aunque en realidad trabajaría cincuenta y cuatro en caso de ser contratado, más alguna hora extra en caso de que fuese necesario. El contrato inicial sería de tres meses, considerado de prueba, y en caso de estar contentos conmigo, me harían otro contrato de otros tres meses, tras los cuales decidirían si hacerme fijo en la plantilla o prescindir de mis servicios.
El sueldo que me correspondería por este trabajo sería de 680 euros al mes, aunque en la nómina aparecería bastante menos. El resto me lo entregarían en un sobre al que llamó «dinero en b».
Cuando el entrevistador me preguntó si estaba de acuerdo con las condiciones, no lo dudé ni un momento y le dije que estaba conforme. Cuando los educadores se enteraron de estas condiciones, que calificaron de semiesclavitud, pusieron el grito en el cielo, pero no me reprocharon que yo aceptase. Sabían de mi necesidad, aunque me consta que esto les generó un polémico debate entre ellos, ya que lo consideraban una aberración, y me pareció escuchar la palabra denuncia en la boca de Gerardo cuando cerraron la puerta de su despacho.
La entrevista finalizó con un apretón de manos y me informó que antes de que acabara la semana —estábamos a miércoles— me llamarían para darme una respuesta final, tanto si había sido el elegido como si no. También me agradeció que hubiese acudido a la entrevista, a la vez que me deseó suerte.
Yo le di las gracias y salí de aquella habitación que hedía a humo, con una sonrisa dibujada en los labios, pues tenía la corazonada de que el trabajo sería para mí.
Desolación
La noche estaba ya cayendo sobre Sané, mi aldea de Mali. Mi madre se dirigía con cara aterrada hacia nuestra casa, mi padre permanecía impasible mientras las camionetas se acercaban y yo, por mi parte, corrí a esconderme en la cabaña de los animales, detrás de la casa. Antes metí el sobre con el dinero en la mochila que me había dado mi madre y corrí a toda velocidad hasta allí. Los animales me recibieron con grotescos sonidos, como si mi presencia allí les perturbase e hice todo lo posible por calmarlos, sin preocuparme primero por calmarme a mí mismo.
Una vez que los animales se acostumbraron a mi presencia busqué un sitio donde poder observar lo que pasaba. Desde mi posición apenas veía la puerta de la casa, pero sí era capaz de ver la silueta de mi padre. Allí de pie, Moussa parecía un hombre valeroso y su figura desde mi escondrijo parecía la de un gigante que velaba por la seguridad de su familia. Las furgonetas tardaron un par de minutos en llegar hasta el punto en el que mi padre esperaba.
Se bajaron cuatro hombres armados y estimé que al menos otros seis permanecieron dentro de las cuatro furgonetas que habían venido, aunque desde mi posición no era capaz de distinguirlos con claridad. Mi pulso se aceleró y llegué a pensar verdaderamente que el corazón se me iba a salir del pecho. Ríos de sudor me chorreaban desde la frente hasta el torso y, pese a tener la cabeza afeitada, el poco pelo que tenía me parecía un gorro de lana que me daba un calor infernal. Pasaba la lengua una y otra vez por el hueco vacío de mi diente, cosa que hacía con asiduidad cuando estaba nervioso, y en aquel momento lo estaba, y mucho.
Escuché cómo le decían a mi padre que les diese el dinero que les debía, que no tenían tiempo que perder. Era una noche en la que apenas había ruido y todo se escuchaba con nitidez. Mi padre insistió en que ya sabían ellos que él no tenía dinero, que por favor les dejasen en paz, que si querían el camión se lo llevasen, pero que les dejasen tranquilos. Los hombres se reían ante las palabras de mi padre. Uno de ellos se le acercó y le cogió del cuello, le dijo que era su última oportunidad, que le diese el dinero o que se preparase para morir.
La silueta de gigante que me había parecido mi padre hacía unos segundos se convirtió de repente en la de un diminuto ser, sobre todo comparada con la corpulencia del tuareg. Yo no sabía qué hacer, dudé unos instantes en salir para ayudar a mi progenitor, pero sabía que eso no tenía ningún sentido. Me machacarían sin poder hacer nada y, encima, se quedarían con los ahorros de toda la vida de nuestra familia.
El gran Moussa insistió con voz solemne que no teníamos dinero y sacó las llaves del camión, ofreciéndoselas al hombre que portaba la ametralladora. Desde mi posición no le podía ver la cara, pero parecía el mismo que me había dejado mellado hacía unos días. El hombre abofeteó a mi padre y las llaves se le cayeron. Antes de que mi padre pudiese reaccionar, el hombre le disparó tres veces en el cuerpo. Mi progenitor cayó al suelo retorciéndose y, en unos segundos, dejó de moverse y yació inmóvil. Un cerco de sangre rodeó su cuerpo.
El aire no quería entrar en mis pulmones, no era capaz de respirar. Mi cuerpo quería llorar y gritar, pero eso me pondría en un gran peligro. Empecé a andar de un lado a otro sin sentido. «¡Han matado a mi padre! ¡Esos malnacidos han matado a mi padre! ¡Noooooooo!».
Tenía que hacer algo, pero, ¿qué?, ¿qué podía hacer?