Le preguntaron a mi madre por el dinero, argumentaban que no eran tontos y que un comerciante como Moussa debía tener una gran cantidad de cfas 2. Kadiatou solo podía sostener el cuerpo sin vida de mi padre y darle besos, a la vez que gritaba y clamaba al cielo.
Los hombres, viendo el estado en que se encontraba mi madre, decidieron entrar en la casa.
Yo no podía verlos desde donde estaba, pero escuché los gritos de mis hermanas. Al rato salieron de nuestra choza y vi a dos de ellos que se llevaban a Faiatu sosteniéndola por los brazos, seguidamente la metieron en una de las camionetas. Mi pobre hermana estaba aterrorizada, no dejaba de chillar y de darles manotazos a los secuestradores, pero estos se zafaban como si de un mosquito se tratase. ¿Por qué se llevaban a mi hermana? ¿Qué tenía que ver ella en todo esto? Tan solo tenía quince años. La cólera y la locura se apoderaron de mí, no podía permanecer impasible ante lo que estaba viendo. Tenía que hacer algo, pero, ¿qué? La desesperación que sentía era desmesurada, a la falta de aire se unían los sollozos con los mocos que se me caían y los ojos hinchados por el dolor. «Calma, Amadou, calma», me decía a mí mismo.
Escuché pisadas y voces que se acercaban a la cabaña donde me encontraba. Noté como la sangre se me helaba, cogí la mochila, me metí debajo del heno y me eché unos sacos por encima para tratar de esconderme. Por suerte no había luz eléctrica en esa cabaña y, si no buscaban con meticulosidad, podría pasar desapercibido.
Traté de controlar mi acelerada respiración; la puerta se abrió y entraron en la cabaña tres hombres con las ametralladoras listas para ser usadas. Sus kalashnikov, como así me enteraría más tarde que se llamaban, eran imponentes. Al ver a las ovejas, dos de ellos empezaron a perseguirlas ante las quejas de los animales, que corrían despavoridos por la cabaña. Temí que en la huida revelaran mi escondite, pero los hombres les apresaron rápidamente, sin duda no era la primera vez que lo hacían.
Dos de los tuaregs se cargaron las ovejas a los hombros, ante las coces y protestas de estas. El tercero sacó un mechero y cogió un papel, lo encendió y lo arrojó al heno, apenas a un metro y medio de donde yo me encontraba. Salió y dejó la puerta abierta.
El fuego se empezó a propagar rápidamente. Salí de debajo del heno y me acerqué hasta la puerta de la cabaña, el calor que hacía era indescriptible. Cogí la garrafa de agua y pensé en intentar apagar el fuego con ella, pero valoré que era imposible, las llamas se multiplicaban con gran rapidez. Cogí la bolsa con comida que me había preparado mi madre y la dejé al lado de la puerta. Miré para afuera, a riesgo de que pudiesen verme, y vi que los hombres estaban entrando en los vehículos. Decidí esperar unos segundos hasta que se fueran y no corriese ningún peligro. Mi madre seguía en el suelo con el cadáver de mi padre, pero ahora alternaba la vista entre la cabaña que ardía, sabiendo que yo me encontraba en ella, y los coches, donde los tuaregs se estaban llevando a una de sus hijas.
Los hombres emprendieron camino hacia el sur, en dirección a las otras casas del pueblo. Recé para que no fuesen a la de Seidy, en la que su padre debería llevarme hacia Djianné y a la casa de Yaya. El asesino de mi padre recogió las llaves de su camión del suelo y se lo llevó detrás de las demás camionetas. El negocio y el sustento de toda nuestra familia se iban con él.
Salí de la cabaña cuando tenía las llamas casi encima. Dos ovejas que los tuaregs no se habían llevado salieron por la puerta antes que yo, y las gallinas que pudieron saltaron por la ventana, el resto quedaron atrapadas en el fuego. Yo arrastré la garrafa de agua hasta donde estaban mis padres. La bolsa de la comida que había preparado mi madre en caso de necesidad la metí en la mochila junto al dinero.
Mi madre me abrazó envuelta en un amasijo de babas y mocos, los ojos desorbitados. Hice amago de coger a mi padre, pero me indicó con la cabeza que fuese a la choza a ver cómo estaban Amina y Bintou. Dejé el agua y la mochila allí, y corrí hacia la casa. Encontré a Amina sujetando a Bintou, las dos estaban llorando, aterrorizadas. Les pregunté si se encontraban bien y Amina asintió.
Les advertí que no se les ocurriera salir de la casa, que enseguida volveríamos. Salí de nuevo y le comuniqué a mi madre que las chicas estaban bien. Le pregunté a dónde se habían llevado a Faiatu. Mi madre estaba en shock, tenía la cara desencajada, su belleza la había abandonado totalmente y me dio miedo que llegase a perder la cordura. La abofeteé y le volví a preguntar a dónde se habían llevado a Faiatu, la sacudí por los hombros y me enfocó con la mirada.
—Se la han llevado, Amadou, se la han llevado. Y han matado a tu padre, han asesinado a tu padre. —No paraba de llorar e iba a ser imposible razonar con ella.
Le pregunté qué íbamos a hacer y, de repente, su instinto protector de madre tomó el control de la situación. La sangre de mi padre tenía totalmente empapado su colorido vestido. Mi pantalón también se encontraba manchado con la sangre de mi progenitor, al igual que mis sandalias.
—Ayúdame a llevar a tu padre hasta la casa —me dijo.
Le cogimos entre los dos y arrastramos su cuerpo inerte hasta la choza, dejamos su cadáver en la estera donde ambos dormían. Mi madre recuperó la serenidad.
—Tienes que irte, Amadou, pueden volver en cualquier momento. Ve a buscar al padre de Seidy y busca a ese amigo de papá.
No sabía qué decir, en mi interior sabía que era lo más razonable y, sin duda, lo que tenía que hacer, pero no podía dejar a mi madre sola con todo lo que estaba pasando. Habría que encontrar a Faiatu, enterrar a mi padre, encontrar un plan para toda la familia, no podía abandonarles en ese momento.
—¡Corre hijo!, ¿a qué esperas?, ¿quieres que nos maten a todos? Ve a buscar a Babá, ¡ya! —Su voz sonó con todas sus fuerzas, me lo ordenó como si no hubiese otra alternativa e insinuando que, si me quedaba allí, podría acarrearles más problemas de los que ya tenían.
—Pero, ¿qué vais a hacer, mamá?, ¿dónde vais a ir ahora? No os podéis quedar aquí. ¿Y Faiatu?, ¿qué va a ser de ella? —Estas preguntas fueron las únicas que se me ocurrió formular de las miles que tenía en la cabeza.
—Voy a enterrar a tu padre con la ayuda de algún vecino, cogeremos lo que podamos y me llevaré a Amina y a Bintou a casa de mis tíos en Mauritania. Cuando se calme la situación volveremos aquí. Hijo, cuídate mucho, llámanos por teléfono a casa de los Keita cuando puedas, ellos nos darán noticias tuyas.
—¿Y sí los Keita se van también, mamá? —intervine, haciendo hincapié en un pensamiento que había rondado mi cabeza durante los últimos días. Si me iba a Europa y mi familia se iba a otro lugar, ¿cómo podría comunicarme con ellos?
—Ya encontraremos la forma, Amadou. Esperemos que esta locura cese pronto y podamos volver a la normalidad. —Mi madre estaba recobrando la serenidad y, aunque su rostro seguía desencajado por el dolor, sus palabras se hicieron reconocibles a mis oídos—. Debes irte ya, Amadou.
Me abrazó hasta hacerme chasquear la espalda. Su mirada traspasó mi alma, mezclándose la tristeza, la esperanza, el inmenso dolor y anticipando la gran melancolía que nos iba a invadir de aquí en adelante cuando nuestros pensamientos se conectaran entre sí.
Fui hasta la estancia donde estaban mis hermanas, las abracé y las besé en la frente. Les informé que debía irme. Bintou lloraba porque Amina lo hacía, pero era muy pequeña para entender lo que pasaba. Mis palabras iban dirigidas sobre todo a Amina.
—Tienes que ayudar mucho a mamá, Amina. Tengo que irme lejos, pero te prometo que volveré cuando pueda. Papá ha muerto, debes ser fuerte y portarte muy bien. Tienes que ayudar y proteger a Bintou. Ella os va a necesitar más que nadie. Los hombres que han matado a papá se han llevado a Faiatu, tenéis que ir con mamá a Mauritania. Tienes que ser muy valiente, hermanita.
Amina