El sistema binominal, sin embargo, tomaba lo peor de cada una de estas dos familias y rechazaba lo mejor. Del sistema mayoritario reproducía su tendencia a negar la diversidad excluyendo a las agrupaciones que no estuvieran entre las dos mayoritarias, pero no su énfasis en la identificación de una decisión clara, porque estaba diseñado para tender a producir un Parlamento empatado; en tanto, del sistema proporcional, reproducía su incapacidad de producir mayorías simples que dieran eficacia a la política democrática, pero no su énfasis en representar adecuadamente la diversidad política del pueblo que quedaba en general excluida.
¿Qué significa esto? ¿Qué sentido tiene el hecho de que el sistema binominal produzca el peor de los mundos posibles, eligiendo lo problemático de cada una de las alternativas conocidas y rechazando lo conveniente? La respuesta es que dicho sistema no descansaba en una interpretación democrática de las elecciones, sino en la constatación fáctica de que las elecciones eran un mal que debe ser neutralizado conforme a la mentalidad que informaba a la Constitución de 1980. Esta mentalidad pretendía, como ya hemos visto, neutralizar la política, para lo cual buscaba negar la posibilidad de que una fuerza transformadora se manifestara en las elecciones –por eso tendía a expresar empates o victorias por muy pocos escaños de un grupo político. Y, unido a la gran cantidad de ámbitos que requerían de quórums muy elevados, tendía a hacer imposible su modificación.
Nada de esto es un invento. En la discusión de la Comisión de Estudios de la nueva Constitución, el eufemismo utilizado para describir esta idea era «mitigar los defectos y los males del sufragio universal» (véase, por ejemplo, la sesión 337 de la Comisión).
El sistema binominal hizo una contribución decisiva a la crisis política actual, porque 25 años de elecciones con ese sistema desacreditaron completamente la idea misma de representación política y las instituciones vinculadas a ella (como el Parlamento, los parlamentarios, los partidos políticos). Todo eso es hoy mirado con radical escepticismo por la ciudadanía, por no decir con tirria. Por cierto, nada importante tiene una sola causa, y hay otras consideraciones que contribuyen a explicar esta deslegitimación. Pero el sistema binominal y las prácticas que él fomentó están, si no en el primero, en un lugar muy alto de la lista.
Pregunta N°16. ¿Por qué calificar al Tribunal Constitucional de «trampa»? ¿Acaso no existe en muchos otros sistemas democráticos? ¿Acaso no tiene su origen en la democracia, en 1970?
«El Tribunal Constitucional no es un invento de la Constitución de 1980», se dice, «porque fue creado en democracia, en 1970». Por esta razón algunos creen que es incorrecto afirmar que el Tribunal Constitucional es una de las trampas de la Constitución de 1980.
Lo anterior supone una comprensión absurdamente superficial de las instituciones jurídicas. Es verdad que en 1970 se creó un órgano llamado «Tribunal Constitucional», que operó hasta 1973; también es cierto que en 1980 se creó un órgano llamado de la misma manera. La idea que ahora estamos revisando sostiene que, como ambos órganos se llaman igual, son «lo mismo».
El Tribunal Constitucional de 1970 fue una respuesta a la constatación de un defecto del sistema político chileno. Según este diagnóstico, faltaba una solución institucional adecuada para el caso de que existiera un conflicto acerca de las competencias que la Constitución entregaba al Presidente de la República, por una parte, y al Congreso, por la otra. No habiendo un modo institucional para resolver conflictos de este tipo (relativos a, por ejemplo, el poder de veto del Presidente o las materias de iniciativa exclusiva), el proceso político quedaba trabado. Fue con el objeto de destrabar este impasse político-constitucional que se creó el Tribunal Constitucional, lo que quiere decir que este tribunal fue creado para destrabar el proceso democrático y permitir que fluyera, para lo cual debía resolver conflictos no sustantivos sino que competenciales1.
Este tipo de Tribunal Constitucional era defendido por Hans Kelsen, uno de los juristas más importantes del Siglo XX que es citado habitualmente como el máximo defensor (de hecho, el inventor) de los tribunales constitucionales. Quienes lo citan, sin embargo, cometen el mismo error de entender que si dos cosas se llaman igual son lo mismo. Kelsen efectivamente defendía un tribunal con facultades competenciales como las que justificaron la existencia del Tribunal Constitucional en 1970, pero lo distinguía totalmente de otro, uno que pudiera resolver conflictos sustantivos, es decir conflictos acerca de la correcta interpretación de los derechos constitucionales.
Un tribunal constitucional se justificaba, según Kelsen, precisamente porque no tenía competencias substantivas (o estas eran solo marginales). Si las tuviera, decía Kelsen, sería un órgano cuyo poder sería «simplemente insoportable», pues:
la concepción de justicia de la mayoría de los jueces de ese Tribunal podría ser completamente opuesta a la de la mayoría de la población y lo sería, evidentemente, a la mayoría del Parlamento que hubiera votado la ley. Va de suyo que la Constitución no ha querido, al emplear un término tan impreciso y equívoco como el de ‘justicia’ u otro similar, hacer depender la suerte de cualquier ley votada en el Parlamento del simple capricho de un órgano colegiado compuesto, como el Tribunal Constitucional, de una manera más o menos arbitraria desde el punto de vista político (¿Quién debe ser el Guardián de la Constitución?, Madrid, 2002, p. 37n).
Nótese: la validez de las leyes dependería del capricho de un órgano compuesto de una manera más o menos arbitraria. ¿Por qué dependerían del capricho, por qué sería arbitrario? La respuesta es simple y para notarla no hay que elaborar teorías, sino mostrar realidades, esas que los profesores de derecho constitucional chileno suelen ignorar.
Recordemos el caso de la Ley de Inclusión. Esta no se trataba de cualquier ley: era una que recogía las demandas del movimiento estudiantil del 2011, que había estado en el centro de la campaña presidencial de 2013, que había sido uno de los temas centrales de la discusión pública durante 2014 y que había sido aprobada con los altísimos quórums correspondientes a las leyes orgánicas constitucionales a principios de 2015 (sobre los quórums de las denominadas leyes orgánicas constitucionales, véase Pregunta 17).
Después de haber perdido en el Congreso, la derecha impugnó esa ley ante el Tribunal Constitucional, y éste declaró, el 1° de abril de 2015,