Nuestro grupo podría ser tu vida. Michael Azerrad. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Michael Azerrad
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Зарубежная прикладная и научно-популярная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418282102
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subieron andando a un estudio situado en una ladera de Vermont y se pasaron mezclando la canción «Max Ernst» durante dos estresantes días. La mezcla no la terminaron hasta la última de las veintiocho horas por las que habían alquilado el estudio. Por si fuera poco, acabaron desechando esa mezcla y utilizaron una anterior.

      Como muchos grupos que grababan un disco por primera vez, Burma sucumbió al éxtasis del estudio, donde la inseguridad, la seducción de los trucos técnicos y la obsesión por el detalle pueden dar como resultado una grabación muy alejada de las intenciones originales del grupo.

      —En cierto modo, era irónico como primer single de esa máquina de ruido y furia —dice Prescott—. El resultado seguramente fue mucho más civilizado de lo que nos habría gustado. Pero la aportación de Rick quizá lo hizo lo bastante agradable para que a la gente le gustara.

      —No sonaba nada parecido al grupo —comenta Miller, y con una carcajada, añade— porque si hubiera sonado como el grupo, quizá no habríamos sido tan populares.

      Pero aunque la grabación de Harte afeitó muchos de los aspectos más virulentos de Burma, continuaba siendo una ráfaga cruda de ruido en un momento en que grupos pop con sintetizador como Martha and The Muffins, The Cure y Orchestral Maneuvers in the Dark eran considerados alternativos. Un crítico catalogó el pulso arty new wave de «Max Ernst» de «fuerza bruta tocada al límite del control. Esperabas que la canción explotara o se derrumbara». Cuando le preguntaron por qué decidió escribir una canción sobre el pintor Max Ernst, Miller replicó: «A la larga le aceptaron, pero cuando empezó, estaba metido en el dadaísmo, lo que suponía ir completamente contracorriente. Tras años de darse cabezazos contra un muro, ocurrió algo». El entrevistador se preguntó en voz alta si aquello era un tema del grupo.

      —Quizá —contestó Miller—. Todo es emblemático.

      De hecho, resultó ser un tema bastante emblemático.

      Otro tema emblemático para muchos que oyeron el disco era «Academy Fight Song», de Conley —el tipo de canción que uno pone tres veces al día durante semanas sin parar (tal y como hacía un chico de Mineápolis llamado Paul Westerberg). «And I’m not-not-not-not your academy33», canta Conley a un amigo necesitado en el grandioso estribillo —de himno— de la canción. A Conley nunca le gustó hablar sobre las letras y se mostró como siempre esquivo cuando se le preguntó si la canción era una canción llena de rabia.

      —Sí, bastante colérica —contestó Conley—. Solo es un gran concepto. Una metáfora. —dice, negándose a especular sobre la base de la canción—. Toda esta idea de hablar sobre las letras me resulta muy embarazosa.

      La escena radiofónica de Boston era entonces muy abierta —se ponían grupos locales incluso en las emisoras comerciales grandes, en gran parte porque muchos de los DJ procedían de las numerosas emisoras universitarias improvisadas de la zona. De hecho, Oedipus, el director de programas de la WBCN, una emisora de radio bostoniana incondicional del rock, había presentado lo que muchos consideran el primer programa de radio íntegramente punk de Estados Unidos durante el tiempo que estuvo en la emisora del MIT. «Academy» ganó el concurso Juke Box Jury de la WBCN tres semanas seguidas, superando a grupos como The Who y The Rolling Stones. De resultas, el single clásico «Academic Fight Song»/«Max Ernst», editado en junio de 1980, vendió su tirada inicial de 7.500 copias en cuestión de semanas, algo que muy pocos singles punk independientes habían hecho jamás.

      Con todo, Conley trabajaba para la Oficina del Censo, Prescott movía coches en un concesionario de Pontiac, Miller afinaba pianos y tocaba en el metro de Boston, y Swope, tal y como había dicho a Boston Rock de forma típicamente enigmática, encontraba «dinero debajo de las piedras».

      Pero Burma tenía muchos factores que jugaban a su favor. Habían ganado los premios de la revista Boston Rock al mejor grupo local y al mejor single local. Ya habían teloneado a Gang of Four, The Cure y los Buzzcoks, y habían entablado amistad y afinidades artísticas con todos ellos. Prescott incluso se jactaba de que The Fall les dijo que Burma era «el único grupo que podían soportar».

      Y el mundo underground entonces no estaba tan poblado como posteriormente lo estaría. En 1981 aparecían siempre las mismas caras en los conciertos de indie rock, incluso con grupos muy divergentes —ese mes de abril, Jello Biafra de Dead Kennedys cantó los bises con Burma dos noches seguidas— de modo que asistir a un concierto no solo era estar en una sala con otra gente; era más como la última reunión de un club minúsculo. Surgió una comunidad muy unida y el entusiasmo por un grupo se podía extender como un fuego descontrolado, aunque fuera en un bosque pequeño. Así es como «Academy», un disco en un pequeño sello independiente, fue nominado como uno de los diez mejores singles de 1980 por la influyente revista New York Rocker, junto con canciones de grupos del nivel de The Clash, Elvis Costello y The Pretenders.

      Harte no solo era el sello discográfico —trabajaba estrechamente con sus grupos y dedicaba interminables horas a escoger el material, escribir los arreglos, preparar la preproducción, incluso a modificar amplificadores—. Era mánager, mentor, fan número uno y mucho más. Y sobre todo, era ambicioso. «Un grupo debería pensar solo a nivel nacional», confesó a Boston Rock. «Vender discos a un mercado local es un hobby, como hacer discos para tus amigos. No justifica el coste y los esfuerzos.» Pero, como dedicaba tanto tiempo a la producción, Harte no tenía mucho tiempo para el negocio, y su distribución y promoción dejaban mucho que desear, incluso para los estándares de la época.

      De todos modos, Harte tampoco podía hacer mucho respecto a las ventas. Como era uno de los relativamente pocos sellos indie del país, Ace of Hearts no tenía el potencial necesario para realizar una venta, distribución y fabricación ajustadas a la demanda. El mero hecho de hacer llegar los discos a las tiendas no era fácil. En Boston, Harte los llevaba personalmente. Había algunos distribuidores nacionales, pero las grandes cadenas no trabajaban con ese tipo de música; el negocio se limitaba a un pequeño número de tiendas de propiedad individual (o familiares), y ni siquiera compraban demasiada música indie porque en esa época los grupos tenían poco apoyo de la radio universitaria, ya no digamos de la radio comercial.

      Harte afirma que sus distribuidores solo pagaban a tiempo cuando tenía material interesante nuevo que ofrecerles.

      —Cobras —explica— si tienes alguna cosa que ellos quieren.

      Pero, a menudo, los distribuidores no pagaban a Harte los discos que habían vendido. Harte les amenazaba con no enviarles nada más, pero era una amenaza vacía porque la verdad era que Ace of Hearts necesitaba vender sus discos más incluso que el distribuidor.

      Lo que salvaba a Mission of Burma era su infalible encanto para la prensa, que encontraba su música fácil de describir; una ventaja añadida era que los miembros del grupo, todos individuos elocuentes y muy inteligentes, aseguraban una buena entrevista. Sin embargo, había muy poca prensa nacional que se dedicara al underground; Spin todavía no existía y Rolling Stone cubría ese tipo de música solo de forma esporádica. Siendo generosos, la distribución de New York Rocker era limitada, Trouser Press duró poco y Creem luchaba en vano por mantenerse a flote. Los fanzines no eran ni mucho menos tan abundantes como lo serían al cabo de pocos años —el ordenador doméstico estaba todavía en plena infancia, y ni siquiera las fotocopiadoras eran tan accesibles como pronto lo serían—. Prácticamente lo único que tenían los grupos indie norteamericanos como ayuda era el boca-oreja y las giras, e incluso eso era difícil de activar.

      Para empeorar las cosas para Mission of Burma, hay que decir que su música era difícil de entender la primera vez que se escuchaba —había mucho caos que sortear antes de que emergieran los elementos pop—. Mucha gente no se molestaba en dar al grupo una segunda oportunidad, aunque a otros les pudo su determinación.

      —La gente nos oía y pensaba que no lo entendían —afirma Conley—, pero lo hacíamos con tanta convicción que nos daban otra oportunidad.

      Mucha gente a la que le gustaban los discos, que estaban relativamente cuidados, a menudo sufrían un gran shock cuando veían al grupo en directo, donde eran una bestia completamente