Es exacto afirmar que las masas no piensan. Pero ésta es precisamente la razón por la que siguen a aquéllos que piensan. La dirección espiritual de la humanidad corresponde al pequeño número de hombres que piensan por sí mismos; estos hombres ejercen de entrada su acción sobre el círculo capaz de acoger y de comprender el pensamiento elaborado por otros; por esta vía, las ideas se difunden por las masas, donde se condensan poco a poco hasta formar la opinión pública de la época.
Ludwig von Mises, Socialisme
I
Así como la globalización se correspondió con nuevas y decisivas formas de homogeneización que no sólo pusieron en cuestión la persistencia del Estado-nación (al menos esa era la creencia dominante en el tiempo «glorioso» de la economía global de mercado allá por la década de 1990), también quedaron sepultadas especificidades y diferencias que tendieron a unificar la política a gobernanza mundial, las tradiciones ideológicas a piezas de museo, las clases sociales a antiguallas de un pasado perimido, el trabajo a robotización, precarización y casi extinción, y el sujeto supuestamente autónomo del sueño moderno-ilustrado reducido a ciudadano consumidor. Palabras de orden que se desplegaron por un mundo atrapado en las redes de la financiarización que parecía iniciar, ahora sí, la consolidación definitiva de un Sistema-mundo capaz de realizar las promesas de eternidad subvirtiendo el carácter finito de todo lo que habita en el tiempo. Como nunca antes en la historia de las sociedades, la uniformidad del mercado y el dominio de las tecnologías capaces de penetrar cada intersticio de la vida hicieron del mundo una extraña ficción en la que, grados más, grados menos, todos aspiraban a vivir en la sociedad invernadero. Sin importar, claro, el espanto de las desigualdades y de las asimetrías que condenaban a regiones enteras del planeta a la indigencia y que avanzaban aceleradamente en la precarización de los Estados de bienestar en los países centrales. Una homogeneidad ficticia que se afincó, como no podía ser de otro modo, en los imaginarios culturales hegemónicos y en los dispositivos digitales capaces de reducir las distancias y las diferencias a la velocidad con la que la información traspasaba todas las fronteras materiales e inmateriales. El individuo, por supuesto, se convirtió en el principal objetivo de la nueva fábrica de subjetividad, sin la cual resultaba imposible consolidar la promesa de eternidad de la que era portador el neoliberalismo. Cada país conoció y conoce las diferentes variantes de estas usinas de subjetivación. Me detengo, apenas a modo de ejemplo, en las estrategias discursivas y publicitarias que permitieron a la derecha neoliberal macrista no sólo llegar al gobierno sino, en medio de la más colosal transferencia regresiva de ingresos de la historia argentina, penetrar el sentido común de una significativa parte de la población. Un rápido viaje por el laboratorio social y cultural en el que fue convertido el país me permitirá destacar rasgos que podrán reencontrarse en otras latitudes y adentrarnos en la fabricación de subjetividades que apuntan a un alcance global.
El macrismo, sus frases y sus gestos, que, de tanto repetirse, van vaciando su capacidad para sorprendernos pero no para ir generando un clima de época que entremezcla el revival de los 90 y la novedad de una nueva derecha cool, naif, revanchista y represiva. Pareciera que estos cuatro rasgos son contradictorios entre sí, que, si se tratase de una «nueva derecha» cool y naif, el revanchismo y la represión no le cabrían, y, sin embargo, esos rasgos pueden convivir sin grandes problemas atendiendo, como hace obsesivamente el macrismo, a lo que los focus group les van informando respecto al humor, la sensibilidad, las prioridades y otras cosas de la ciudadanía, que, bajo esa lógica, es reducida a ser una muestra estadística operada por publicistas, encuestadores y psicólogos que tienden a focalizar en las respuestas afectivas y viscerales. Su consultor estrella, Durán Barba, interpreta los resultados de esas «investigaciones de mercado ciudadano» y las convierte en estrategia gubernamental. De este modo, el macrismo, cuya ideología constituye un pastiche de emprendedorismo, exaltación de la meritocracia y vulgata antipopulista, todo salpicado de neoliberalismo explícito y muy escasa complejidad argumentativa, construye un tipo de interpelación que puede pasar de un apoyo al tratamiento parlamentario de la despenalización del aborto (incluyendo a algunos de sus legisladores como integrantes de la reivindicación feminista) a la elaboración de un nuevo protocolo para las fuerzas de seguridad que incluye disparar por la espalda y habilitar, bajo el eufemismo de la lucha contra la delincuencia, el fusilamiento discrecional. Al mismo tiempo que se esfuerza por ofrecer la imagen de la diversidad cultural y de género, militariza la protesta social y criminaliza la pobreza, como viene haciendo desde que gobierna la ciudad de Buenos Aires. Si la economía, lejos de rendirle frutos, lo pone contra la pared, enturbiando sus posibilidades electorales para 2019, la estrategia será ir por el andarivel del orden y la seguridad bajo la influencia de la onda expansiva de Bolsonaro y el neofascismo capilar que habita el tejido de la sociedad. Su lado cool y naif mutará rápidamente hacia la mano dura (que, en un juego impúdico, denominan «mano justa»), ofreciéndose como el garante de los ciudadanos decentes y trabajadores ante el desorden y el peligro que provienen de esa masa amorfa y negra lista para apropiarse de lo ajeno. De este modo, la fábrica de subjetividad, propia del neoliberalismo, va adaptando sus engranajes de acuerdo a lo que el mercado social y político vaya exigiendo. Claro que para que funcione la estrategia propagandística de la derecha macrista, para que los diseños al uso de Durán Barba alcancen sus objetivos, es decisiva la complicidad de los grandes medios de comunicación, verdaderas usinas productoras de subjetivación. Sin periodistas, parafraseando a Karl Kraus, el mal y la degradación de la vida social no serían transformados en imágenes y palabras que, de a miles y miles, bombardean la cotidianidad «pesadillesca» de una ciudadanía en estado de pánico.
A la derecha ya no hay que ir a buscarla exclusivamente a las zonas dominadas por la moralina o la represión de los instintos sexuales, ella ya no mora en las habitaciones oscuras de esas casas semiderruidas que apenas si son testigos de otra época en la que la voz del Gran Inquisidor imperaba sobre la cotidianidad de los hombres recordándoles los horribles fuegos del infierno. A la derecha, a la que ejerce el poder económico y político, no a los restos retóricos de personajes antediluvianos, no le interesa la cuestión moral ni la defensa de las venerables tradiciones; lo que le importa, aquí y ahora, es captar adecuadamente los reflejos espontáneos de la gente, hacerse cargo de sus secretos más íntimos, apropiarse de sus prejuicios y de sus exigencias no siempre expresadas pero intactas en sus deseos. Si no entendemos este giro histórico, no podremos descifrar el eclecticismo que caracteriza a la derecha contemporánea, un eclecticismo que le permite pasar de posiciones que remiten a su genealogía más reaccionaria y represiva, cuando sus acciones se correspondían con su concepción del mundo, pero que también le ofrece la posibilidad de apropiarse de símbolos, banderas, lenguaje y tradiciones otrora progresistas (multiculturalismo, políticas de género, onegeísmo y defensa de la libertad de expresión son algunas de las máscaras que utiliza sin rubor la derecha buscando, siempre, interpelar aquello que en cada momento conforma la sensibilidad de época y que atraviesa a la multitud de ciudadanos-consumidores).
Dentro de los anacronismos de la época por la que transitamos, está, sin dudas, la presencia en la sociedad estadounidense (y que reaparece con fuerza en la espectacular participación de las Iglesias evangélicas y pentecostales en posibilitar el triunfo de la extrema derecha brasileña y que han desempeñado un papel significativo también en la ola que llevó a Donald Trump a la presidencia de Estados unidos) de los discursos y las prácticas de las más variadas Iglesias que siguen infectando el imaginario de vastos sectores de la población y que, incluso, alcanzan con intensidad la retórica del poder. En la Administración republicana del inefable George W. Bush se asociaron elementos absolutamente descarnados y pragmáticos con portadores de un neopuritanismo que hundió sus raíces en las más venerables tradiciones del protestantismo conservador y en el misionerismo del alma estadounidense que se creyó elegida por Dios para conducir a la grey humana esgrimiendo la espada de la venganza contra los «hijos del demonio». Tal vez como ninguna otra sociedad del mundo contemporáneo, la norteamericana sea expresión de alquimias sorprendentes en las que la más brutal fuerza modernizadora y secular impulsada por los vértigos del mercado se entrelaza con dispositivos que reclaman un regreso a los «buenos y sanos» tiempos en los que el espíritu religioso articulaba vida y muerte de los seres humanos. No deberíamos subestimar la potencia de ese maridaje que sigue desplegándose en el