Las frases del macrismo, variopintas, apuntan a instalar un nuevo sentido común asociado a la meritocracia, el esfuerzo individual, la ética del emprendedor que se lanza a la conquista de los mercados, el repudio del populismo «asistencialista» que impide a los pobres asumir una «cultura del trabajo», la rebaja sistemática de la idea y la importancia de la soberanía, la admiración del éxito y la riqueza como valores supremos, el sueño de una libertad sin frenos ni límites que, en general, se asocia con la libertad de consumir y de comprar dólares aunque no se pueda hacer porque se carece de los recursos para ello, el aplanamiento de la memoria histórica, su pasteurización y el abrumador dominio del instante presente como centro absoluto de toda referencia. En verdad, la «ideología» de la derecha argentina se corresponde con el «ideal-tipo» propuesto por el neoliberalismo a nivel global, aunque en cada país asume rasgos propios de su idiosincrasia. El macrismo está convencido de que se trata de cambiar las estructuras culturales que definieron, durante décadas, el «ser argentino» llevándolo hacia diferentes formas de demagogia y populismo cuyo punto de partida no fue otro que el peronismo allí por mediados de los años 1940. La dupla goce-culpa funciona a pleno. Está allí para definir al ciudadano-consumidor, por un lado, cargado con sus ansias de vivir de acuerdo a la corriente eléctrica que emana del reino de las mercancías, a la vez que se afana por gerenciar su propio capital psíquico, que, en más de una ocasión, lo lleva al límite de sus fuerzas hasta la extenuación. Por otro lado, asume como propia la responsabilidad de haber «vivido por encima de sus posibilidades», de «haber gastado lo que no podía gastar», hasta el punto de internalizar una culpa que se asocia directamente con la deuda acumulada que resulta literalmente impagable. En España se vivió algo parecido cuando una parte de la población se asumió como responsable de la caída económica y creyó que debía pagar el precio de ese derroche aceptando el rescate público de la banca privada como parte de ese resarcimiento sin el cual el país no podría volver a funcionar. El endeudamiento como internalización de una culpa que diluye el futuro al contaminarlo con las demandas imposibles del presente que le recuerda, al individuo pauperizado, que él es portador del bacilo de su desgracia.
«Seguir creyendo –sostienen Laval y Dardot– que el neoliberalismo se reduce a no ser más que una “ideología”, una “creencia”, un “estado de ánimo”, que los hechos objetivos, debidamente observados, bastarían para disolver de la misma manera que el sol disipa las nieblas matinales, es equivocarse de combate y condenarse a la impotencia.» El neoliberalismo, piensan los autores, es un sistema de normas ya profundamente inscritas en prácticas gubernamentales, en políticas institucionales, en estilos empresariales.
Y también hay que precisar que este sistema es tanto más resiliente cuanto que excede ampliamente a la esfera mercantil y financiera donde reina el capital: lleva a cabo una extensión de la lógica del mercado mucho más allá de las estrictas fronteras del mercado, especialmente produciendo una subjetividad «contable» mediante el procedimiento de hacer competir sistemáticamente a los individuos entre sí. Piénsese, en particular, en la generalización de los métodos de evaluación, surgidos de la empresa, en la enseñanza pública: la larga huelga de los profesores de Chicago en septiembre de 2012 puso freno, al menos momentáneamente, a un proyecto de evaluación de los docentes en función de la tasa de éxito de sus alumnos, valorados mediante test hechos a medida para permitir la calificación de los profesores por parte de sus alumnos, con la posibilidad de despedir a aquéllos cuyo alumnado obtuviera resultados insuficientes. Piénsese, igualmente, en el modo en que el endeudamiento crónico es productor de subjetividad y acaba convirtiéndose en un verdadero «modo de vida» para cientos de miles de individuos[5].
En casi todos los países del mundo (ricos y pobres), la política de endeudamiento somete a los ciudadanos a un régimen de chantaje del que no pueden escapar. Pero también es decisiva la voluntad de penetrar en el interior de la vida psíquica revisando en profundidad las formas tradicionales que definían las conductas, el trabajo, los vínculos afectivos, las percepciones del tiempo y de los otros, es decir, la relación entre el presente y aquello que viene de atrás y esa supuesta promesa que nos espera en el horizonte –convertido, el presente, en un «ahora absoluto» y el futuro en deudor infinito del «gasto acumulado» que, a su vez, diluye toda relación con el pasado, que se difumina hasta ser una masa gaseosa alejada de nuestra actualidad–; y de los otros –concebidos como competidores, como amenazas, como desordenadores de la vida y de sus posibilidades, en especial cuando esos «otros» son extranjeros o pobres–. El individuo neoliberal vive bajo el signo de lo maníaco depresivo, acelerando hacia una promesa de goce perpetuo que se convierte en experiencia del endeudamiento, la falta y la depresión de no sentirse a la altura del desafío. La culpa no es sólo el producto del gasto excesivo, de «haber vivido por encima de las posibilidades», sino que también incluye la penuria del que vive su derrota como el resultado de su incapacidad. Literalmente es el responsable tanto de su «éxito», si lo consigue, como de su «derrota». En esa espiral infernal que resulta de la internalización de la responsabilidad (incluso en un sentido más dramático y radical que el de la ética kantiana heredera del pietismo suabo y que hacía de la interioridad del yo el reducto de la decisión moral, la sede del tribunal juzgador) es imposible que el sujeto salga liberado del sufrimiento psíquico. No es casualidad que la depresión sea la forma más visible y generalizada de la patología mental dominante en nuestra época. A mayor exigencia y manía, cuanto más debe gastar el individuo de su energía psíquica, más violenta la depresión que lo asalta nublándole su existencia. Mark Fisher ha escrito algunas páginas fundamentales para dilucidar el impacto del neoliberalismo en la vida anímica de las personas[6]. Su honda comprensión de la desmembración neoliberal de la vida en común, su clarividente análisis crítico de lo que implicó, en términos de daño social, el pasaje de una Gran Bretaña organizada alrededor del Welfare State a convertirse en una administración basada en la rentabilidad, la competencia, el gasto, la financiarización y el ajuste fiscal, lo llevó no sólo a evidenciar las consecuencias socio-económicas de ese giro epocal sino también a mostrar el impacto demoledor que sobre la cultura popular, los hábitos de vida y la relación con lo público tuvo el modelo implementado por Margaret Thatcher y continuado, y hasta ampliado, tanto por gobiernos conservadores como laboristas. Ese «hombre nuevo» proyectado por el neoliberalismo del que hablaban Laval y Dardot supone la degradación de aquellos vínculos de solidaridad que estructuraron la historia y la vida de las clases populares en los últimos dos siglos. Por eso no se trata de detenerse exclusivamente en lo económico como núcleo primero y último del capitalismo contemporáneo, como si allí estuviera expresado de modo acabado el alcance de su dominio (es obvio que, cuando pensamos en esos términos, nos hacemos cargo de lo que ha significado la «economización de todas las esferas de la vida», tal como lo plantea Wendy Brown en El pueblo sin atributos, e, incluso yendo más atrás, la comprensión que Marx tenía de «lo económico» como un concepto mucho más abarcativo). Es cuestión, a su vez, y como lo muestra Mark Fisher, de entender que el «hombre nuevo» atraviesa todas las dimensiones de la vida individual y social hasta alcanzar, esa sería la utopía neoliberal, la consumación de lo humano como pura administración de capital y como máquina competitiva.
El macrismo, que entre nosotros representa esta visión del mundo, apunta a convertirse en una cultura, no simplemente en un partido político más que se alterna con otros en el ejercicio del gobierno. Su principal objetivo es modificar el paisaje de la sociedad, apropiarse de las subjetividades para adaptarlas a las exigencias de la sociedad del conocimiento, de la información y de la competencia en el interior de un capitalismo cada vez más anárquico, depredador y desigual. Busca naturalizar los valores que se desprenden del capitalismo neoliberal capturando lenguajes y cuerpos, deseos y sueños. Y para ello echa mano de sus estrategias discursivas, de sus frases hilarantes, de su «ingenuidad» de recién llegado al que quieren hacerle pagar el derecho de piso pero que logra la simpatía del hombre y la mujer comunes. El macrismo es