Lo mundial, al decir de Baudrillard, se conjuga con lo virtual y con el dominio abrumador de signos sin referencia. «El estadio del espejo ha cedido el sitio al estadio del vídeo. Ya nada escapa a esta especie de tomavistas, de toma de sonido, de toma de conciencia inmediata, simultánea. Ya nada tiene lugar sin la pantalla. Ya no es un espejo. La identidad viviente, la del sujeto, suponía el espejo, el elemento de la reflexión»[23]. Sugestiva la contraposición entre el «estadio del espejo» y el «estadio del vídeo», entre la reflexión que supone un afuera, la presencia de una otredad, de una diferencia, y la proyección de lo igual, de una simultaneidad indiferenciada. «Esta diferenciación –continúa Baudrillard– procede de la filosofía moral. Se ha desarrollado toda una historia del sujeto y del individuo en oposición a lo social, pero hoy ese sujeto está hechizado, ha perdido su libertad, ya no es dueño de sus orígenes ni de sus fines, es el rehén de la red. La prioridad está en la red y no en los abonados de la red. La identidad está del lado de la red y no del individuo. También lo colectivo pasa a la red. La hiperrealidad virtual ha engullido ambos términos a la vez. La polaridad individual/colectivo se borra»[24]. La fantasmagoría que recorre la conciencia de la libertad se expresa, bajo las condiciones de la mundialización neoliberal, en que, allí donde se supone plenamente libre, el individuo queda prisionero de las redes y el mercado. Lo que no puede ni quiere es poner en cuestión esta inversión de la libertad; por el contrario, la radicaliza más allá de toda reflexión y como puro gesto de una espontaneidad artificial. Nada más arduo y difícil que romper esta coraza, que como una segunda naturaleza cubre la conciencia individual, cada día más sumergida en las aguas del mercado, del dinero y de las redes. Es esta extraña dialéctica la que amplía la «servidumbre voluntaria» en nombre de la defensa irrestricta de la libertad. El capitalismo, mientras tanto, se deja gozar bajo la forma de una nueva infinitud promotora de mayor desigualdad, exclusión y destrucción ambiental.
Siguiendo las estelas de los diversos autores que he citado, pero en particular tratando de imaginar un lugar, todavía, para el homo politicus, creo necesario escapar a la fatalidad de un presente convertido en futuro inevitable y de clausura para cualquier alternativa que busque sustraerse al abrazo de oso del neoliberalismo. Por eso, insisto con esto, dar cuenta de las transformaciones que se han operado en el imaginario de la libertad penetrando en las consecuencias que ellas –las transformaciones– trajeron aparejadas se convierte en una estrategia teórico-política sin la cual será imposible cartografiar la actualidad del sujeto en un mundo sometido a las fuerzas combinadas del capital, del mercado y de la digitalización. Desentrañar el funcionamiento de la maquinaria de subjetivación, despejar la idea del «crimen perfecto» del resto no succionado por el Sistema de sujetos que siguen buscando modos, sueños y prácticas emancipatorias, constituye un gesto político, un acto intelectual y práctico de ruptura con el sentido común dominante. Se trata, quizá, de inventar nuevas figuras que nombren de otro modo la libertad, que aspiren, otra vez, a enlazarla con la igualdad (el neologismo de Étienne Balibar «igualibertad» expresa con fuerza el objetivo emancipador de reunir lo que fue separado, pero poniendo en evidencia, a la vez, que esa reunión pase a resignificar ambos términos). No hay política de la emancipación renunciando a la disputa por el sentido de aquellas tradiciones construidas alrededor de palabras-conceptos portadoras, desde la lejanía de los tiempos y de los sueños, quizás imposibles pero imprescindibles, emanados de la «igualibertad». Como diría Jorge Alemán: el crimen perfecto sería capturar ya no sólo la subjetividad del individuo contemporáneo, sino penetrar al sujeto hasta el fondo del habla dejándolo, ahora sí, en silencio. Si hay política, es porque queda ese resto que permanece, todavía, más allá de las garras del neoliberalismo.
[1] Domenico Losurdo ha escrito un libro decisivo –Contrahistoria del liberalismo– en el que ha logrado demostrar la inextricable relación que existió entre algunos filósofos y políticos del comienzo de la tradición liberal anglosajona y la esclavitud. «¿Se puede ser liberal y esclavista al mismo tiempo?» se pregunta Losurdo, y su respuesta es contundente y erudita en la recopilación de citas de diversos autores que establecen ese vínculo ominoso. Después de citar largamente las opiniones de Calhoun en las que este reivindica la esclavitud como «un bien positivo», por qué –se interroga el filósofo italiano– silenciar el argumento, previo y anticipador, de Locke que será retomado por el vicepresidente de los Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Locke –cita Losurdo a David Davis– «es el último filósofo que trata de justificar la esclavitud absoluta y perpetua». Sin embargo, «esto no le impide denigrar con palabras de fuego la “esclavitud” política que la monarquía absoluta quería imponer». Tanto Calhoun como el filósofo inglés están relacionados con la trata: el primero es propietario de esclavos y el segundo tiene sólidas inversiones en el comercio de negros. La lista de liberales que sostuvieron el régimen esclavista es larga: Andrew Fletcher (Jefferson lo define como un patriota), James Burgh (Thomas Paine lo cita con complacencia en el opúsculo más célebre de la revolución norteamericana –Common Sense–). Incluso pensadores como John S. Mill, que criticó ásperamente a los liberales ingleses por haberse alineado con el Sur esclavista contra el Norte comandado por Lincoln, no deja de reconocer en el sistema esclavista un paso necesario en la tarea de educar a las «tribus salvajes». «La esclavitud –destaca Losurdo siguiendo la reflexión de Mill– es en ocasiones un paso obligatorio para conducirlas al trabajo y hacerlas útiles a la civilización y al progreso.» Más grave todavía es el recordatorio que hace el filósofo italiano: «En la revolución norteamericana, Virginia desempeña un papel relevante: aquí está presente el 40 por ciento de los esclavos del país; pero de aquí proviene el mayor número de protagonistas de la revuelta que ha estallado en nombre de la libertad. Durante treinta y dos de los primeros treinta y seis años de vida de los Estados Unidos, quienes ocuparon el puesto de presidente fueron propietarios de esclavos, provenientes, precisamente, de Virginia. Es esta colonia, o este estado, fundado en la esclavitud, el que proporciona al país sus estadistas más ilustres; baste pensar en George Washington (…) y en James Madison y en Thomas Jefferson (autores respectivamente de la Declaración de independencia y de la Constitución Federal de 1787), los tres, propietarios de esclavos» (Domenico Losurdo, Contrahistoria del liberalismo, Barcelona, El Viejo Topo, 2005, pp. 13 y 22). Sintetizando a Losurdo: la dialéctica de la civilización nos muestra, una y otra vez, el lado oculto de un proyecto histórico que, en nombre de los ideales ilustrados –la libertad y la igualdad–, desplegó niveles de violencia nunca antes conocidos, tormentos sobre lo humano que se revistieron de embelesados relatos civilizatorios. Así como Karl Marx describió con crudeza, en el capítulo sobre la «acumulación originaria» de El Capital, los «métodos» utilizados para expropiar a los campesinos y conducirlos hacia las fábricas, la explotación de los niños, las extenuantes horas de trabajo en nombre de la «libertad de contrato» asociado al disciplinamiento de aquellos que no estaban acostumbrados al «trabajo» y que serían acusados de holgazanería por la eticidad puritana de la burguesía emergente, Losurdo, y otros autores, nos recuerdan el papel de la esclavitud, siempre silenciado, en la construcción del capitalismo (recordemos, de paso, el significado central que para Francia, y su acumulación de riqueza, tuvo su colonia haitiana