La astucia del Sistema, como no podía ser de otro modo, apuntó a desnutrir las políticas del Estado de bienestar, amplificando, a su vez, el crédito asociado al consumo masivo de bienes no durables y desarmando las viejas solidaridades entre los trabajadores y un Estado que garantizaba, antaño, los servicios sociales. Junto con golpes concretos sobre legislaciones y sindicatos, se desplegó una multifacética acción discursivo-ficcional dirigida a descalificar y desprestigiar el modelo bienestarista, convertido ahora en el causante de todos los males asociados a la pérdida de competitividad, a la caída de la productividad y a la proliferación de políticas demagógicas que llevaban a las economías nacionales al borde del colapso. Caído el bloque socialista, desarmada la amenaza revolucionaria que tuvo su última oleada en los años 1960, el gran enemigo pasó a ser el populismo, al que era imprescindible convertir en la expresión de la decadencia, la ineptitud y la corrupción. Pero, a diferencia del otrora enemigo comunista, el nuevo debía ser demonizado atacando las bases del sentido común que fue propio de los sectores subalternos durante las décadas hegemonizadas por el Estado de bienestar. No era fácil desacreditar políticas distribucionistas asociadas, en la memoria popular, a gobiernos democráticos y de raíz progresista. Había que bombardear lenguaje y sentido común destruyendo creencias y experiencias reales que debían ser transformadas en manifestación del horror populista con su demagogia y sus infinitas formas de corrupción. A eso se abocó la industria cultural dominada por la ideología neoliberal. Se ocupó de penetrar la capilaridad de la vida individual y colectiva. Se puso en funcionamiento una profunda y decisiva revolución cultural que apuntó a redefinir las formas de subjetivación de la masa consumidora, llevándola, cada vez más, hacia la valorización de lo individual sobre lo común, el emprendedurismo sobre lo colectivo y asociado, lo privado sobre lo público, el imaginario de la riqueza y de los ricos sobre la antigua solidaridad de los pobres. Para ello, una nueva alquimia de libre elección, expansión de los medios de comunicación, acceso al crédito, pérdida de las referencias históricas, desideologización y despolitización fueron parte central de esa insistente producción de subjetividades absorbidas por el mercado y sus exigencias. El espejo invertido del narcisismo neoliberal muestra la imagen del desamparo y la soledad mientras proliferan las promesas de paraísos artificiales[18].
Hernández Martínez precisa:
Lo que expropia hoy el capital es sobre todo este tiempo abierto, esta temporalidad como posibilidad, que la deuda achata y reduce al tiempo cronológico propio del capital, al tiempo puntual, homogéneo, vacío y continuo de que requieren esas actividades mercantil-capitalistas como son la compra, la venta, el consumo, la producción y el crédito. Nada más alejado de aquel tiempo mesiánico, pleno, discontinuo y signado por la decisión, que, al momento de redactar sus Tesis sobre el concepto de historia, Benjamin de seguro tenía en la cabeza cuando pensaba la revolución como una interrupción y destrucción del tiempo cronológico. En «Destino y carácter» […] Benjamin sostiene que «el destino se muestra cuando observamos una vida como algo condenado, en el fondo como algo que primero fue condenado y, a continuación, se hizo culpable». Lo que esto significa es que el destino es un orden cuyos fenómenos constitutivos son la desdicha y la culpa, y en el cual no hay camino pensable de liberación. Algo que es destino es, al mismo tiempo, algo que está en la desdicha, en la culpa y que está condenado. La dialéctica de la modernidad supuso, entre otras cosas, posibilitar esta inversión que transformó la idea revolucionaria del porvenir –como aquello asociado a la realización del sueño mesiánico– en la aceptación pasiva del futuro como el tiempo del ajuste de cuentas. Es decir: el tiempo sin tiempo de una ilusión desbastada por el endeudamiento y la venta a saldos de los sueños desiderativos que, en la concepción de la utopía de Ernst Bloch, constituía la energía revolucionaria de la humanidad, el reservorio de un mañana mejor. Los reclamos de austeridad que proliferan en todos los países –sean ricos o pobres– no se contraponen al «espíritu del capitalismo», sino que lo expresan de manera acabada. «A consumir, que se termina el mundo» ya no es la frase de cabecera de los dueños del capital, porque ha sido reemplazada por «a pagar, que el futuro ya llegó». La libertad, trama fundacional del imaginario moderno, se ha convertido en una nueva forma de sujeción allí donde lo que predomina es la deuda y su constitución sacrificial. El esclavo no podía contraer deudas porque no era libre para decidir sobre su vida y el modo de gastar bienes que no le pertenecían. Era el amo el sujeto único de la libertad y aquel que, además, podía, por derecho adquirido, otorgársela al esclavo del mismo modo que podía darle la muerte. Los ex siervos que se convirtieron en trabajadores libres –para vender su fuerza de trabajo en el nuevo mercado industrial– se sometieron, sin saberlo, a innovadoras formas de sujeción que, a diferencia del antiguo esclavo o del campesino reducido a la servidumbre, se basaban en la libertad para intercambiar su único bien convertido en fundamento de esa «liberación». Primero, en el devenir del orden del capitalismo, fue liberar al siervo de la tierra y de sus instrumentos de producción, después fue, pasado el tiempo y expandido el mercado y sus necesidades siempre insatisfechas para garantizar la tasa de ganancia, abrir las fauces del endeudamiento y liberarlo para dar en garantía el futuro. Sin deuda, el capitalismo se muere de inanición. Con deuda, la utopía revolucionaria se transforma en conformismo y conservadurismo.
Y continúa:
La situación a la que hemos arribado –Hernández Martínez– con la lógica sacrificial de la deuda en el neoliberalismo, se parece mucho a la situación que Benjamin describe. A través de la captura del tiempo abierto que lleva a cabo el mecanismo de la deuda y el sistema de crédito, las relaciones sociales de producción capitalistas se convierten en «destino» en el sentido del autor de las Tesis de filosofía de la historia. La extraña sensación de vivir en una sociedad sin tiempo, sin génesis ni télosis, en una sociedad