¿Qué ha significado para esta religión la decisión de suspender la convertibilidad en oro? Ciertamente, algo así como una aclaración de su propio contenido teológico, comparable a la destrucción mosaica del becerro de oro o al establecimiento de un dogma conciliar. En cualquier caso, un paso decisivo hacia la purificación y cristalización de su propia fe. Ésta –en forma de dinero y crédito– se emancipa ahora de todo referente externo, cancela su nexo de idolatría con el oro y se afirma en su carácter absoluto. El crédito es un ser puramente inmaterial, la parodia más perfecta de esa pistis , que no es sino «la sustancia de lo que se espera». La fe –así rezaba la famosa definición de la Carta a los Hebreos– es sustancia –ousia, término técnico por excelencia de la ontología griega– de lo que se espera. Lo que Pablo quiso decir es que el que tiene fe, el que ha puesto su pistis en Cristo, toma la palabra de Cristo como si se tratara de la cosa, el ser, la sustancia. Pero es precisamente este «como si» lo que la parodia de la religión capitalista elimina. El dinero, el nuevo pistis, es ahora inmediatamente y sin residuos sustancia. El carácter destructivo de la religión capitalista, de la que hablaba Benjamin, aparece aquí en plena evidencia. La «cosa esperada» ya no existe, ha sido destruida, y tiene que serlo porque el dinero es la esencia misma de la cosa, su ousia en el sentido técnico. Y, de esta manera, se quita de en medio el último obstáculo a la creación de un mercado de la moneda, a la transformación integral del dinero en mercancía[15].
Antes que Giorgio Agamben, Karl Polanyi había alertado respecto a la tendencia del capital a transformar en «mercancías ficticias» la tierra, el trabajo y el dinero, leyendo ese proceso como destructor de la idea de convivencia que sostiene el sentido de la vida en común, pero, también, llevando a esa misma sociedad hacia el desastre de una expansión ilimitada del mercado que acaba por devorar todo lo que se le pone delante. El individuo atrapado en la ilusión de una libertad narcisista no sabe que, a cada paso que da, cierra todavía más el torniquete del sometimiento y de la autoflagelación[16]. Polanyi estaba convencido de que era posible modificar esta tendencia solipsista del capitalismo de mercado, de que un socialismo distribucionista y democrático podía y debía impedir los peligros que conllevaba dejar que el capital siga su tendencia a lo ilimitado. Hoy, después de que tantas cosas han sucedido, aquella ilusión de Polanyi nos suena ingenua, aunque, de eso estoy seguro, no podemos sino seguir insistiendo en «otra alternativa» ante la potencia destructiva de un Sistema que nos conduce a ritmo acelerado hacia la catástrofe. Vuelvo, siguiendo esta dialéctica entre oportunidad y desastre que subyace a nuestra actualidad, a la diferencia planteada por Boris Groys entre la economía que carece de lenguaje y sólo se mueve entre números, cifras y algoritmos que se autojustifican bajo la matriz de la rentabilidad, y la política, que él llama «comunista», que sigue hablándole a la sociedad de los humanos del «destino» como norte de otro modo de vivir.
V
Me detengo entonces, siguiendo las conclusiones de un valioso ensayo de Cuauhtémoc Nattahí Hernández Martínez[17], en la cuestión de la deuda y la culpa como núcleos centrales de la religión capitalista, porque considero que nos encontramos uno de los problemas cruciales para pensar el actual estado de cosas. «A partir del regreso del trabajo servil y de la apropiación del tiempo que lleva a cabo la deuda, lo que sucede en última instancia es que es el propio capitalismo el que asegura y gestiona el futuro». He aquí un punto nodal en la producción contemporánea de subjetividad que se asocia, sin dudas, a la revolución del crédito y a la generalización de la tarjeta de crédito que se va desplegando, de modo cada vez más masivo sobre todo desde las últimas tres décadas del siglo pasado, hasta configurar la cartografía de una deuda inconmensurable que define la cotidianidad de las sociedades tanto centrales como periféricas. Continúa Hernández Martínez:
Con el mecanismo de la deuda y el sistema de crédito, el capitalismo «dispone de antemano del futuro», porque las obligaciones contraídas para con él permiten prever, calcular y medir las conductas y los comportamientos venideros tanto de los individuos como de las poblaciones deudoras. El mecanismo del crédito, en este sentido, es un conjunto de técnicas que permiten al capitalismo desplazarse y extenderse hacia el futuro, pues a través de esas técnicas es el propio futuro el que queda embargado, en tanto que el flujo temporal queda asegurado a través del flujo permanente de dinero que el servicio de deuda hace posible.
Sin embargo, el tiempo y el futuro aquí referidos deben ser entendidos en un sentido radical y distinto al sentido cronológico, pues la gestión del tiempo y del futuro que la deuda implica es una gestión esencialmente de las bifurcaciones posibles que encierra el tiempo y una neutralización de las posibilidades que encierra el futuro. Lazzarato afirma que lo importante aquí es que se reduce el futuro y sus posibilidades a las relaciones de poder actuales.
Como si el capitalismo en su fase neoliberal hubiese engullido, de un bocado monstruoso, la idea y la vivencia del futuro, propia de la modernidad, para sustraerle su potencialidad de novedad y ruptura al punto de disolverla en lo que Benjamin llamó «el infierno de lo siempre igual», de una repetición que hace del instante la suma de una temporalidad vacía, lineal y homogénea. Escenario de la multiplicación al infinito de la dominación. Insisto con esta apropiación neoliberal del tiempo –en este caso, del futuro y a través del mecanismo de la deuda– como la evidencia de una mutación civilizatoria que redefine la relación entre lo humano y la temporalidad allí donde pasado-presente-futuro quedan atrapados en un presente continuo y homogéneo que constituye la esencia vacía del capital, el dominio de lo ficticio que supone, como no podía ser de otro modo, la desmaterialización de las relaciones intersubjetivas al punto de hacer de los individuos sujetos pasivos y determinados por la santidad del dinero. Endeudar la vida pareciera ser el eslogan del capitalismo neoliberal hasta el punto de volver indistinto el aquí y ahora y el mañana. Entre otras condiciones decisivas de la libertad, al menos en el imaginario liberal clásico, una de las más relevantes era la de poder proyectar, cada quien, su futuro de acuerdo a sus méritos y a su capacidad. Con la invención de la deuda como motor de la sujeción económica, los individuos, aunque no lo sepan, renuncian a su libertad, se la entregan al mercado y a la avidez del capital financiero, que busca apropiarse tanto de los bienes materiales como de los inmateriales (y el tiempo es, probablemente, el más «valioso» de los que habitan la imaginación humana: «el tiempo es dinero» constituye la frase de cabecera del burgués, aquella a través de la cual Mefistófeles terminó por comprar el alma de los seres humanos).
Desde este punto de vista, la deuda es sobre todo un instrumento de control del tiempo, en este sentido de neutralización de lo posible y de subordinación de toda posible decisión que pueda encerrar el futuro a la reproducción de las relaciones de producción y de poder existentes. La gestión del tiempo y del futuro que implica la deuda, le permite al capitalismo reducir lo que será a lo que es y reducir el futuro y sus posibilidades a las relaciones actuales. Todavía, como sostiene Lazzarato, en las sociedades industriales subsistía un tiempo abierto bajo la forma del progreso o de la revolución; en nuestros días, por contra, el futuro y sus posibilidades son aplastados bajo la forma de un presente que alcanza el futuro a través de la deuda. El futuro, en este sentido, termina entre nosotros transformándose ya con anticipación en presente, en tanto que el por-venir no es más que una mera anticipación de la dominación y la explotación actualmente existentes.
Lúcido análisis que explica por qué la perspectiva del futuro, que antaño llevaba en su interior las promesas utópicas quedieron forma a los ensueños revolucionarios o, incluso, a la ilusión de un progreso continuo, hoy ha sido, en gran medida, capturada por la «deuda» y sus determinaciones allí donde los sujetos sujetados a ella, lejos de ver en el futuro una oportunidad, ya lo han gastado a cuenta. El «tiempo» de la deuda es, también, el de la culpa y el del temor. La promesa del «goce perpetuo» se trastoca en el miedo a un mañana que ya ha sido contaminado por la demanda insaciable de la devolución financiero-bancaria. El crédito ha metamorfoseado el futuro de acuerdo a la necesidad de control del capitalismo quitándole cualquier resto de novedad y sorpresa disruptiva y convirtiéndolo en «servidumbre