Thomas, resignado, retrocedió.
Los Williams poseían una compañía de transporte, y la mayor parte de sus contratos provenían de las villas y los cultivos de vino de mi familia. Los amigos y socios de mi padre estarían dispuestos a cerrarles las puertas solo para complacerlo. Si Lucius se enteraba de que Thomas había denigrado a su hija, al apellido Van Allen en sí, sería capaz de arruinar a los Williams. Empezaría despojándolos de sus influencias en Cornualles y terminaría llevándolos a la quiebra, pero yo no era capaz de dañar la vida de sus padres y hermanos por él.
No estaba mal hacerle pensar lo contrario, por otro lado.
Terminé de vestirme en medio de un silencio sepulcral que agradecí. Me dispuse a retirarme y cogí mi bolso, el cual hice pasar por la estantería, arrojando todos los trofeos al suelo. Antes de cruzar el umbral le di una última mirada por encima de mi hombro. Estaba sentado en el borde de la cama con el rostro oculto entre las palmas, seguro preocupado por las consecuencias que su infidelidad podría traer, ni siquiera consciente del cristal roto a sus pies.
«Que se pudra», pensé.
Importándome muy poco las miradas curiosas y los cuchicheos de los empleados, traspasé los jardines hasta el Lamborghini negro de Loren. Los neumáticos del auto de mi hermano chirriaron contra el asfalto cuando arranqué. Aproveché el viaje en carretera para subir el volumen del reproductor y acelerar a fondo. La velocidad y Love The Way You Lie, de Eminem y Rihanna, sirvieron para relajarme. A medida que la letra avanzaba una parte de mí me consolaba diciendo que había sido lo mejor, mientras que la otra no paraba de sangrar por la herida. En realidad, no me afectaba perderlo, más allá de lo que me importaba perder un arete en la playa. Me criaron para desechar lo que no servía e ignorar lo que carecía de importancia, así que el duelo, la parte en la que todas las chicas sufrían y lloraban, era pan comido para mí.
El problema estaba en que también me habían criado para ganar.
Mi ego estaba herido a niveles indescriptibles, lo cual era un asunto completamente diferente que tener el corazón roto. Había visto antes a personas que sufrían situaciones parecidas y conocía la forma en la que su mundo se agrietaba; cuando estaba llegando a casa, acepté que eso no me sucedía. Extrañaría a Thomas, no lo iba a negar, pero no sentía ganas de retorcerme por su pérdida; sí porque lo había hecho con ella, mi rival, y por la humillación, así que sería algo de lo que me recuperaría pronto. También debía admitir ante mí misma el motivo por el que había empezado a salir con él en primer lugar, por muy mal que me dejara ello. Él había sido lo que todas querían y representaba una buena alternativa a mi futuro, así que lo tomé. Algún día tendría hijos, necesitaría un donante, un padre; de ahí que nunca estuviera demasiado emocionada con respecto al sexo. Para mí era un medio para un fin, por lo que no me sentí presionada hasta que lo atrapé viendo a alguien más en la piscina del club de uno de nuestros amigos. Tampoco podía negarme las experiencias de otras chicas.
Quería pasar a través de ellas luciendo el mejor anillo, teniendo la mejor luna de miel que contar.
El mejor vestido de novia.
La aprobación de mi familia.
Thomas simplemente estaba ahí, cumplía los requisitos, así que ¿por qué no? Al estar con otra, no rompió mi corazón, solo hirió mi ego. Yo todavía sentía que tenía un suelo sólido bajo mis pies, pero este no hacía más que temblar y temblar por la ira.
Alguien sería víctima del terremoto Van Allen pronto.
a
Pasados quince minutos de camino rural, vi el portón que indicaba el comienzo de Dionish. Este se abrió cuando el vigilante reconoció la matrícula del auto de Loren y vio a través de las cámaras que era yo quién lo conducía. Conduje por más de dos kilómetros sobre la pista de piedras, la cual estaba rodeada de arbustos de uvas, hasta que mi hogar apareció a la vista. Estacioné en el garaje y entré; mis movimientos en automático hasta que mi pie pisó por accidente uno de los cientos de globos inflados en el suelo y estalló. Con ello la atención de todos los empleados de mamá se fijó en mí. Mis mejillas se sonrojaron al pensar que podían darse cuenta de lo que acababa de pasar conmigo solo con echarme un vistazo. Por fortuna volvieron a su trabajo a los segundos de haberse detenido. Una de las grandes fiestas de mi familia estaba siendo preparada para esta noche. Servilletas, copas y arreglos florales se alineaban en filas mientras esperaban ser ubicados en sus respectivas mesas en el salón de eventos de mi casa. Había sido bendecida con la oportunidad de crecer entre lujo y belleza, los más dulces aromas, las texturas más suaves y la belleza, pero siempre me había parecido raro que dos tercios de la casa estuvieran hechos para satisfacer a los invitados en vez de aprovechar ese espacio para saciar los deseos de las personas que vivían allí. Recuerdo todas las veces que mamá se había negado a hacer un salón de baile para Marie refugiándose en la excusa de que no había espacio o cuando, de niños, papá había castigado a Loren por usar el salón para manejar su bicicleta.
Después de volver a ser invisible subí las escaleras y me dirigí directo a mi habitación, en la que lo primero que hice fue arrojarme en el sofá del ventanal y envolverme en mi manta favorita. Hacía frío. Thomas no había podido elegir un día con mejor clima para engañarme. Saqué una bolsa de gomitas dulces de la mesa de noche y empecé a comerlas mientras borraba todo rastro de Thomas en mi celular. Para cuando los invitados comenzaron a llegar y se hizo la hora de arreglarme, ya no había recuerdos de él en su memoria.
Tampoco en la mía.
Estaba segura de que Sierra se había acostado con él porque yo lo tenía y porque era el número uno de Cornualles después de mi hermano, así que me vengaría de ambos encontrando al número uno de un sitio más importante que este diminuto mundo de niños ricos y patrimonios familiares.
Nathan
—No debería beber más —comenté—. No me pases más whisky, por favor.
Se suponía que venía para ponernos de acuerdo con el diseño de las nuevas etiquetas que decorarían sus botellas de vino para la próxima edición especial que lanzarían en unos meses; en cambio, estábamos en una recepción con los hombres del mundillo del licor y sus familias adineradas. Siempre estaba bien con estas fiestas si me brindaban la oportunidad de ampliar mis negocios, pero este no era el caso. La gran mayoría trabajaba para Lucius van Allen, el padre de Loren y mi socio.
—Entonces no lo hagas. —Se encogió de hombros desabrochándose el nudo de la corbata con arrogancia—. No sé si no te has dado cuenta, pero no estoy apuntándote con una pistola cada vez que aceptas una copa. No me eches la culpa de tus acciones, hijo. Aprende a asumir tus responsabilidades.
Puse los ojos en blanco.
—Tenemos la misma edad. No me llames así.
—Pues no lo parece. —Le dio un sorbo a su trago—. Mojigato.
Inconscientemente cerré mi puño libre para estamparlo contra su rostro, lo que no hice por el rugir de mi estómago y el hecho de que si lo hacía perdería a uno de mis mejores contratos. Loren sonrió intuyendo mi intolerancia a los condimentos.
Putos canapés.
—Voy al baño. ¿Dónde está?
La combinación de alcohol y otros hacía mella en mi sistema. Las náuseas estaban empezando. Joder con los Van Allen y su extravagancia hasta en la comida, ¿no podían conformarse con ofrecer una bandeja de sándwiches de jamón? Hasta aceptaría que usaran fiambre de cerdos voladores.
—¿Puedes indicarle dónde está el baño? —le pidió con una ternura no habitual en él a una bonita morena