El libro es una sugestiva mezcla de dos componentes: el lúdico, con ese buen humor del que hace gala en la sección de mi programa, en la que nos cuenta cuestiones de nuestra lengua aliñadas con chistes (unos mejores y otros malísimos), y ese punto docente que acompaña al profesor Vilches desde hace, como él ha manifestado, más años de los que quiere acordarse. Es, por ello, un libro interesante y, a la vez, entretenido.
Quien lo conoce y ha leído algo de lo escrito por él (libros académicos sobre el siglo xv, estudios sobre el lenguaje en los medios de comunicación, sus opiniones sobre nuestro sistema educativo, artículos de actualidad sobre la lengua y otras quisicosas más mundanas en el diario La Razón) sabe que su objetivo siempre es acercarse a la máxima de los clásicos sobre enseñar a otros: docere et delectare, es decir, enseñar y entretener. Y creo sinceramente que en este libro lo ha conseguido (de otros suyos él mismo dice que son de difícil digestión y que los ha escrito por aquello de los méritos académicos que todo profesor universitario debe cumplir).
Y digo que lo ha conseguido porque nos incita a acompañarlo en esta aventura sobre la lengua, más concretamente, sobre su base, de un modo ágil, divertido e instructivo, a la vez que nos descubre la utilización impropia de muchas palabras, rescata otras de su infancia y juventud, por su sabor terruñero (palabra noventaiochesca), y bucea en la jerga adolescente y juvenil actual para compararla con la de los años ochenta y alrededores, en un capítulo con el sugerente título de «Diacronía del lenguaje ortopédico». En fin, nos lleva de la mano para conocer mejor nuestra hermosa lengua.
También, y fiel a su espíritu de docente vocacional, nos enseña a manejar un poco el diccionario de la lengua (Diccionario de la Real Academia Española, DRAE, en la sigla de los filólogos), nos advierte de lo muy importante que es utilizarlo cuando desconocemos el significado de cualquier palabra (él, en su habitual desparpajo, lo dice con una frase muy suya: «Más vale pasar un minuto por ignorante que toda la vida por idiota») y nos plantea una curiosa pregunta: «¿Saben cuál es la última palabra del diccionario español?». No pone fin, nos aduce, que podría ponerlo, y, para despejar el desasosiego que pueda causarnos tan sutil interrogante, nada mejor que seguir leyendo.
Desde la explicación inicial que da al lector para fundamentar «por qué ha escrito un libro como este», ya nos va anunciando que se trata de un acercamiento al lenguaje desde un punto de vista tanto lúdico como formativo, es decir, por un lado, pretende divertirnos con su lectura y, por otro, darnos a conocer algunas interioridades de la lengua que nos harán mejorar nuestro uso personal del español y «desfacer algunos tuertos» (que diría don Quijote) que se perpetran contra la lengua, unos con más solera y otros de pelaje reciente.
Expresa su criterio contrario a algunas decisiones de la Real Academia Española al haber incorporado al DRAE palabras o significados que las desnaturalizan a su juicio. El ejemplo más claro lo utilizó en uno de nuestros programas: el término enervar, que se venía utilizando por la mayoría de los hablantes con un significado inapropiado, y digo la mayoría, y no todos, porque los que hemos estudiado Medicina sabemos desde muy temprano curso que enervar a un paciente es dejarlo sin nervios, relajado y sin dolor. Pues, según nuestro profesor de cabecera, al añadirle también el significado contrario a este, es decir, poner nervioso (y, por extensión, cabreado o enfadado), han desnaturalizado tan vetusta y digna palabra.
Otro interesante capítulo, a mi juicio, es el que dedica a recuperar esas palabras terruñeras que señalábamos antes. Aquí, en algunos casos, y para lectores de cierta edad, se recuperará memoria de la infancia o juventud; en otros, descubrirán algunas palabras curiosas muy españolas, hoy algo olvidadas. Les señalo una que llevó a su sección en la Cope y que hizo las delicias de María José Navarro (a la que Fernando profesa, me consta por él, gran admiración y cariño, entre otras virtudes, por su excelente dominio de la lengua en la famosa sección «Diario de mi Mari Jose»): aguarradilla, que puede parecer algo sinuosa para mentes truculentas, pero que no es más que un simple chaparrón primaveral.
Descubriremos —además— en este viaje aventurero que muchos términos que se utilizan normalmente no han recibido todavía el bautizo de la RAE, es decir, que no están incorporados al diccionario y, por tanto, en puridad no existen aún en lo que el profesor llama el armario de la lengua, en el que, cual ropa de casa, guardamos todas las palabras que nuestra memoria a largo y corto plazo logra recordar. Son los llamados neologismos o palabras nuevas, a los que incorpora —porque yo sé que en el fondo le encantan y le gustaría haberlos inventado— lo que denomina como capítulo aparte «Neologismos herrerianos», un pequeño homenaje a mi forma de contar que el profesor ha tenido a bien sumar a esta aventura.
El resto de capítulos son también apasionantes. Va a bucear en el poder de las palabras, pues, como señala, no son neutrales, pueden herir o curar, y, desde aquí, nos va a descubrir un poco la «estupidez humana», con ese lenguaje al que quieren despojar de sus significaciones ancestrales para dejarlo tan pulido y romo que no lo reconozca nadie por ser una «apoteosis de lo neutro», en palabras de un poeta querido y admirado por Fernando Vilches (amigo también de este prologuista), Luis Alberto de Cuenca. Les garantizo que, cuando lean esta parte, lo harán con una sonrisa en los labios.
En el papel de un guía turístico, nos va a contar que nuestra lengua ha vivido y vive en compañía de otras muchas a las que ha exportado palabras muy genuinas (liberal, por ejemplo) y de las que también ha recibido lo que antaño fueron préstamos y hogaño ya ha perdido consciencia de su origen: el roce con otras lenguas: árabe, inglés, francés, euskera, catalán, gallego…
Echa, asimismo, un vistazo de pájaro al lenguaje deportivo, al que no deja en muy buen lugar, pero no por desprecio, sino por la desazón que le provoca el que muchos periodistas del sector se dirijan con sus palabras más a la víscera del fanático seguidor que al cerebro del aficionado sano y disfrutón (y se lo dice un bético de palabra y de militancia).
Por no cansarlos, les diré, amables y pacientes lectores, que el resto de capítulos son también para descubrir, disfrutar y aprender: cómo habla la gente corriente, destripando a veces con mucha gracia el lenguaje (al profesor, una de las frases célebre populares que más le gusta es la de la inolvidable Lola Flores, «Si me queréis, irse»); cómo la moda también llega al lenguaje y lo convierte en un escaparate de ocurrencias no siempre elegantes y virtuosas; una descripción, no exenta de humor, de algunas lenguas de especialidad, como el registro de la medicina o el jurídico-administrativo, algo sobre las tildes y algunas cosas más que no les destripo en este prólogo para que las descubran ustedes por sí mismos.
En fin, si han llegado hasta aquí, desconocidos y exigentes lectores futuros, es que están dispuestos a vivir esta divertida aventura de las palabras con el profesor Vilches. Les garantizo que no se arrepentirán y, tras la lectura de este libro, tendrán un bagaje cultural mucho más rico. Así, cuando nos oigan los martes en Herrera en Cope discutir sobre aspectos de la lengua, matizar muchas expresiones enlatadas en archivos sonoros que Fernando caza día a día, sentirán que un lazo muy fuerte nos une: el amor por la hermosa lengua de Cervantes.
¿Por qué este libro?
¿¿Cuál fue la primera palabra que pronunció el primer ser humano? ¿Y por qué? ¿Tenía ya su cuerpo la evolución fisiológica suficiente para poder articular? Preguntas apasionantes que quedarán sin respuesta, a pesar de interesantes intentos de filósofos o novelistas.
¿Sería ¡ug!?, ¿¡eh!?, ¿¡oh!? Lo que yo tengo por seguro es que fue una exclamación muy simple, bien al encontrarse al primer congénere sobre las dos piernas, bien al presenciar la primera salida del sol o contemplar el primer ocaso, bien al vislumbrar por vez primera la luna y las estrellas, bien al sentir en su piel el primer chubasco… Seguramente, se trató de una exclamación de admiración o de miedo, una exclamación corta que le permitió expresar su sorpresa y que le hizo tomar conciencia de su necesidad de comunicar, de transmitirle al otro sus inquietudes, sus sensaciones, su sobrecogimiento ante los fenómenos que le rodeaban.
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