El gorrión en el nido. José Antonio Otegui. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Antonio Otegui
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418090738
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      —Yo creo que sí debiéramos invitarlo —dijo Paka—. No se ofenderá por ser invitado, pero puede que sí se ofenda por no serlo, además, me hace mucha ilusión su presencia en el bautizo de Joseba, seguro que realza el acto, así que te ruego que procures convencerle para que se encuentre entre el resto de invitados.

      —Bueno, está bien —dijo Patxi ante tan aplastante argumento—. Lo difícil es encontrar el momento adecuado para hacerle partícipe del feliz acontecimiento y contar con él en el bautizo del próximo domingo.

      Lo de «buscar el momento adecuado» era lo más complicado, ya que del estado de ánimo en que se encontrase «el amo» dependería su respuesta, y Patxi sabía que el estado de ánimo del jefe era variable, voluble, impredecible y, en ocasiones, difícil de entender.

      Las cosas habían cambiado mucho desde cuando jugaban de pequeños, entonces su actual jefe era muy divertido, siempre inventando nuevas experiencias, haciendo pistolas y fusiles con palos y tablas para imaginar guerras o preparando arcos y flechas con varas de avellano. Las horas se pasaban rápidas entre juegos y risas. Las bromas se sucedían una tras otra a cada cual más entretenida; Patxi tenía recuerdos muy felices de esa infancia compartida en la que las canicas, las chapas, el ladrón prisionero y civiles y ladrones llenaban sus horas y expandían su imaginación más allá que los juegos que en el palacio abundaban como el bádminton o el golf, con que le obsequiaban sus padres recordándole a él y a quienes con él estaban cuál era su posición.

      Cuando, aún siendo muy jóvenes, ambos comenzaron a trabajar en la fábrica bajo la tutela de sus respectivos padres, las cosas cambiaron. Muy pronto aprendió Patxi que el tiempo de juegos había terminado y tuvo que asumir el mal humor y el genio que nunca había visto en su antiguo compañero de juegos y que ahora aparecían en su nuevo jefe. Tuvo que soportar, no sin sorpresa, algunas broncas inmerecidas y aprender a dirigirse con extremo respeto y manteniendo las distancias con el que hasta hacía muy poco había sido su compañero de lucha libre, con quien se revolcaba por el suelo.

      Con el tiempo, el mal humor y los gritos de su jefe se fueron apaciguando, y cuando se tuvo que hacer cargo de la fábrica tras la muerte de su padre, su carácter se tornó más sereno, había madurado y sabía lo que se traía entre manos, escuchaba antes de emitir un juicio y le gustaba tener la opinión de todas las partes implicadas, su sola presencia hacía calmar los ánimos exaltados de obreros que trabajaban en condiciones extremas y se ganó el respeto de todos los que se encontraban dentro de su universo. Patxi se sorprendió agradablemente al ser testigo de un cambio tan positivo y que tanto beneficio aportó a todos. Pero con el paso de los años, una vez conseguido el respeto y la admiración de quienes le conocían, fue relajando sus costumbres y su carácter oscilaba entre el niño que fue, el joven iracundo en el que se convirtió después y el adulto sereno que todos admiraban, pasando de ser uno u otro de un modo casi inmediato y sin que aparentemente mediase un acontecimiento que lo provocase.

      Patxi, a base de tratarle, se dio cuenta de que si el amo estaba de broma había que seguirle el juego y reírse de sus bromas, que si estaba enfadado había que agachar la cabeza, aguantar el chaparrón y esperar a que escampase y que si se encontraba ecuánime y magnánimo era un buen momento para plantearle cuestiones de hondo calado como la que tenía que afrontar con el bautizo de su recién nacido.

      Cuando Patxi llamó a la puerta y fue requerido para que pasase se encontró con el dueño de la fábrica que, dirigiéndose hacia él, le dio un fuerte apretón de manos:

      —Mi más sincera enhorabuena, Patxi —le dijo—. Ya me han informado del nacimiento de tu niño y de verdad que me alegro.

      Patxi se encontró con el hombre coloquial y cercano con el que deseaba encontrarse y, sin más reparos, pasó a invitarle al bautizo:

      —Verá, con todos mis respetos y en base a la amistad de la que hemos disfrutado quería invitarle al bautizo del próximo domingo —dijo Patxi con exquisita educación.

      —No esperaba menos de ti, Patxi —le contestó el dueño de la fábrica—. Me agradaría mucho asistir, pero no sé si mis compromisos me lo van a permitir. Si me es posible no dudes que allí estaré.

      Paka recibió con mucha ilusión la noticia de la posible asistencia del amo a la ceremonia. Llegado el domingo y llegadas las diez de la mañana todos los feligreses, amigos y familiares fueron entrando a la iglesia, pero «el amo» no apareció. Patxi pensó que quizás se presentase justo en el momento del bautizo, al final de la misa, y siguió la ceremonia intentando disipar sus pensamientos negativos para centrarse en lo que relataba Donostia desde el púlpito.

      Aquel domingo de bautizo el sermón giraba alrededor de la fe como uno de los dones más importantes de los creyentes.

      —Queridos hermanos —recitaba Donostia desde el púlpito—, la fe es para el cristiano lo que el agua para la vida. Sin agua no hay vida, sin fe no hay cristiano. ¿Y qué es la fe?, os preguntaréis vosotros desde vuestra ignorancia —proseguía Donostia—. Pues la fe es creer sin juzgar, creer simplemente porque lo dice la santa madre Iglesia. Fe es, por ejemplo, creer en el misterio de la Santísima Trinidad sin intentar comprenderlo, en el que un solo Dios verdadero está formado por tres personas diferentes, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y este dilema, imposible de entender para la mente humana, solo se puede asumir desde la fe.

      Mientras Patxi escuchaba estas palabras se puso a pensar en lo incauto que había sido al tener fe en lo que le había prometido su jefe y que, en definitiva, lo de la Santísima Trinidad no era ningún misterio, que era como su jefe, que, siendo uno, a veces era jefe, a veces amo y a veces dueño de la fábrica. Que, siendo uno, a veces parecía un chiquillo juguetón, otras, un padre enfadado, y otras, un compañero que te ayudaba y te entendía. Que, siendo uno, a veces era irresponsable, otras, intransigente, y otras, mostraba una lucidez envidiable. Que en realidad era uno, pero a la vez era tres; un tres en uno. Así que aquello de la Santísima Trinidad no era tan complicado de entender como lo pintaba Donostia. Tal vez el ignorante fuese el «puto cura» y no los feligreses, como desde su púlpito lo proclamaba con total seguridad. Si es que la ignorancia es muy atrevida, siguió pensando Patxi.

      Al finalizar la misa, la familia y los invitados rodearon la pila bautismal presidida por Donostia y por los padrinos, que sujetaban al niño para proceder al rito del bautismo. Con gran sorpresa, vio Patxi que se abría la puerta de la iglesia y se alegró pensando que sería su jefe, pero quien apareció fue una doncella del palacio; como diría «el amo», o una sirvienta de los amos; como pensó Patxi. La uniformada muchacha, sumida en la vergüenza por sentirse el blanco de todas las miradas, se acercó a la pila bautismal y les entregó una pequeña botella con el corcho lacrado que decía ser agua del río Jordán, bendecida por su santidad y que «el amo» se la entregaba como presente para el bautismo del niño recién nacido, rogando le disculpasen por no haber podido asistir.

      Donostia puso una sonrisa de alegría como quien recibe una botella del mejor vino de La Rioja y la descorchó con sumo cuidado sin derramar ni una gota, mientras la abuela dudaba del contenido de la botella:

      —Esta agua del río Jordán nada —dijo la abuela—. Seguro que es agua del Nacedero.

      —Water Nacedero good for pedo —dijo el doctor H. Nike mientras el agua era derramada sobre la cabeza del bebé.

      Los asistentes, sorprendidos, miraron al doctor con rechazo, pensando que a qué venía hablar de wáteres y de pedos en un momento tan transcendental.

      Patxi entendía que el doctor había querido decir que aquella agua del Nacedero era buena para el pelo y pensó que, en aquel momento, los asistentes, al escuchar lo que consideraron una chiquillada, reaccionaron enojados por lo inoportuno del comentario, del mismo modo que cuando su jefe estaba en un estado de ánimo y él contestaba en otro.

      Posiblemente, todos fuésemos como Dios, siguió concluyendo Patxi, con tres personalidades en cada uno de nosotros que se mezclan y nos dificultan la comunicación, haciéndola imposible cuando las personalidades que se muestran no coinciden con las respuestas adecuadas a esas personalidades, como si se hablase en idiomas diferentes y, encima, sintiendo que lo que escuchas