En esta línea de pensamiento en que se entreveran la misoginia y la homofobia no parece extraño que en la estética vorticista y en la futurista no haya representación de desnudos, género éste que se veía, bien es cierto, asociado a la pintura tradicional, a pesar de que Gauguin, Cézanne y Matisse lo hubieran practicado. Había probablemente otros motivos ocultos, sobre todo en lo que respecta a la posibilidad de mostrar el cuerpo del hombre sin la protección de la indumentaria. Sin ropa para cubrirlo, la vulnerabilidad varonil, que no se podía admitir ni reconocer en público, quedaba expuesta, al descubierto, revelada. Esto no significa que no hubiera manifestaciones pictóricas de abierta carnalidad, incluso de celebración orgiástica del cuerpo de la mujer y del hombre. Y en alguna obra incluso con algunas insinuaciones de temática homoerótica. Me refiero a un caso un tanto atípico y totalmente ajeno al canon artístico: el del escritor D. H. Lawrence, que expuso en Londres el 14 de junio de 1929 una serie de telas que la prensa tildó de desnudos repugnantes y deformes[65]. Unas obras que el autor de Lady Chatterley’s Lover (1928) pintó bruscamente tres años antes. La policía requisó trece cuadros que el escritor-pintor pudo recuperar con la promesa de que nunca más se expondrían en la pudorosa Inglaterra.
Marinetti durante un duelo, 1924.
En esta historia de miedos y temores por parte de los sectores retrógrados y paradójicamente también en los de la vanguardia (por otras razones), a la hora de acometer el tratamiento del cuerpo desnudo del varón, viene también a las mientes Stanley Spencer, un artista de acendrada religiosidad, que pintó años después Double Nude Portrait. The Artist and his second Wife, 1937. El título desvela la identidad de los retratados pero no el sentimiento que rezuman y la posible significación. Lejos de glorificar el sexo o de enaltecer la virilidad estamos ante un cuadro en que parece descubrirse que la pareja representada no ha consumado el matrimonio. La enigmática pierna de cordero junto a la pareja funciona como un tropo: alude a lo no hecho, a la coyunda no materializada, a lo que está pendiente de comer, metafóricamente hablando.
Parece que me haya desviado del nudo de mi exposición sobre el vorticismo: no es así. Las obras de D. H. Lawrence y de Spencer, alejadas de los patrones de la ortodoxia vanguardista, son expresión de dos síntomas: del deseo de contravenir el puritanismo también presente en los sectores autocalificados de modernos y avanzados, y por otro, del desencuentro entre hombres y mujeres tras la Primera Guerra Mundial, que inicia la crisis de la masculinidad tradicional. Dicho esto, retorno al núcleo argumentativo sobre el vorticismo.
La publicación del primer número de la revista Blast (explosión, maldición) en junio de 1914 no deja lugar a dudas. Si se repasan con atención sus páginas, junto a la exaltada retórica y el desbordamiento masivo de energía, presente en el exultante lenguaje empleado, se detecta un rechazo a la feminidad, a la que se responsabiliza de un sinfín de males, entre ellos la debilidad, la emoción y el esnobismo. De ese modo la retórica de la virilidad[66] impregna el primer número de Blast. Veamos algunos ejemplos: «Maldigamos primero (por educación) a Inglaterra/Maldigamos su clima por sus pecados e infecciones/Lúgubre símbolo, colocado alrededor de nuestros cuerpos/que esconden a un patán afeminado […]». En otra página de Blast se aborrece del esnobismo (se tiene presente al grupo de Bloomsbury), al que se califica de «enfermedad de la feminidad». Más adelante se despotrica de los sentimientos y del llanto, propio de eunucos: de nuevo una alusión a la falta de testosterona. Frente a estos improperios e imprecaciones grandilocuentes se alzan las bendiciones vorticistas centradas en los marineros, en las máquinas, en los puertos, en las actividades en las que descuellan los hombres vigorosos, plenos de energía.
Estos brotes de falogocentrismo no impidieron que entre los vorticistas, siempre bajo el brío fundador de Lewis, hubiera mujeres[67], a saber Jessica Dismorr[68], Helen Saunders y, con menor implicación, Dorothy Shakespear. Un cuadro de William Roberts, The Vorticists at the restaurant de la Tour Eiffel, 1915, muestra a la izquierda y de pie a Dismorr (se pasó gran parte de la guerra en Francia trabajando como voluntaria) y también a Saunders. En el centro se sitúa Lewis y a su derecha el poeta Ezra Pound, quien acuñó el término vorticismo y que sería el marido de Dorothy Shakespear, antes de marchar a Italia a abrazar el ideario fascista.
Los vorticistas querían controlar la energía en lugar de dilapidarla como habían propuesto los futuristas. El vórtice era el modelo de energía y éste se hallaba en el centro del movimiento como un remolino. Una energía calmada que se traducía en el plano pictórico en la creación de formas puntiagudas, de cuerpos robotizados, casi siempre masculinos, en líneas y ángulos cortantes, para revelar las supuestamente formas eternas que subyacen bajo la estructura de la vida.
Uno de los ejemplos más clamorosos de esta estética, al decir del propio Lewis, lo constituye la obra de Jacob Epstein, The Rock Drill.
En principio la obra parece haber sido concebida como una especie de tótem, un hombre apoyado sobre la cabeza e introduciendo su pene en una mujer colocada a horcajadas sobre él. Pero, poco a poco, Epstein quita las sugerencias primitivas de la obra y nos deja con una celebración de la virilidad absolutamente contemporánea. Los bocetos muestran que querían polarizar toda su atención en la masculinidad de la figura y, al mismo tiempo, evitar la fácil solución de concentrarse sólo en la referencia genital. Es probable que viera taladros neumáticos en las canteras a las que iba en búsqueda de material, y fue allí, sin duda, donde debió reconocer la forma que quería mientras la máquina penetraba en la roca y llenaba el aire con sonidos chirriantes. La identificación de Epstein en la máquina con el hombre era la respuesta evidente a las teorías expresadas por los vorticistas en sus manifiestos, el inmenso taladro neumático se alzaba como el sustituto perfecto del pene en el siglo XX[69].
Jacob Epstein, Rock Drill (Taladro de roca), 1913.
Esta interpretación ha sido avalada en los estudios historiográficos sobre Epstein por otros hermeneutas de su producción, en particular Richard Cork. Este autor[70] ha señalado las obvias diferencias existentes entre la primera prueba escultórica, empezada en 1913 y expuesta en marzo de 1915, que mostraba la figura de yeso encaramada sobre un taladro negro, con una versión posterior. En este caso, titulada Torso in Metal from the Rock Drill, y exhibida en verano de 1916, la perspectiva sobre la guerra que tenía Epstein había cambiado notablemente. Si bien la primera escultura entroncaba con la estética vorticista en lo que tenía de glorificación de la máquina, en la segunda, realizada en una fechas en que era habitual la llegada de heridos del frente, la figura ha perdido las piernas y le ha crecido un muñón a modo de brazo.
Dicho esto, cuando se analiza la obra escultórica de Epstein conviene señalar la diferencia de tratamiento estético del periodo prebélico en comparación con las obras surgidas en tiempos de guerra marcadas por una poética triste, casi elegiaca.
Muy distinto es el segundo y último número de Blast, que se publicó en 1915, dedicado a la guerra. Lucía en la cubierta formas verticales que evocaban armas y cañones y unos soldados en primer plano. Además contenía en el apartado titulado «Constantinopla nuestra estrella», deseos y exabruptos misóginos como los siguientes: «Si a las mujeres inglesas se les pudiese extraer los