– Tú no eres feliz, tío; algo te falta para serlo, que yo no sé lo que es – dijo Clotilde adelantando un poco la cara para mirar á D. Sebastián.
– ¿Por qué no he de serlo, chiquilla? Tenemos salud, tenemos un mediano pasar; tu tía… es buena…
– Sí; pero tú siempre estás pensativo, siempre con tus libros, con tu jardín…; casi nunca hablas, como no se te hable…
– Qué quieres: cada cual tiene su modo de ser… Pero no se trata ahora de mí. Volvamos al punto de partida de nuestra conversación; arranquemos del momento mismo en que decías que tenías que hablarme de…
– De una cosa muy seria – añadió Clotilde dando prueba de su tacto al no insistir sobre una conversación que bien se veía que no era del agrado de D. Sebastián.
– Pues mira, niña; si tan serio es lo que que tienes que decirme – respondió el tío recobrando su tono jovial – , espera que lleguemos al recodito aquel de la carretera y nos sentaremos para no caerme del susto.
Rieron tío y sobrina, no sin que ésta protestara del tono zumbón empleado por él, y llegado que hubieron al sitio indicado, tomaron asiento en el borde de la cuneta.
Quitóse el tío su sombrero de paja, y pasó el pañuelo por su frente para limpiar el sudor que la empañaba. El mes de Julio tocaba á su fin. La tarde declinaba; el sol había traspuesto el horizonte, dejando ver solamente su rojo resplandor; una ligerísima brisa arrancaba á las flores de los diminutos jardines sus preciados perfumes.
Don Sebastián esperó á que pasara un automóvil con su ruido trepidante, y después exclamó:
– Venga de ahí. Vamos, ¿á qué aguardas?
– Es que… – replicó Clotilde poniéndose algo colorada.
– Sea lo que sea, habla.
– Pero ¿me prometes tomarlo en serio? – Y como viera que su tío la miraba con cierta sorpresa, añadió vivamente: – No; si ya sé que tú me quieres mucho, tiíto; que todo lo que yo digo y hago, aunque sea lo peor del mundo, para ti es lo mejor; pero…
– Vamos, chiquita, díme lo que sea, ó vas á ponerme en cuidado – dijo D. Sebastián tomando entre sus manos una de Clotilde y revelando en su semblante alguna inquietud. – ¿Qué cosa tan seria es esa que tienes que decirme?
– ¡Que tengo novio¡ – exclamó Clotilde bajando la vista y poniéndose roja como una amapola.
Don Sebastián, abriendo desmesuradamente los ojos, soltó una sonora carcajada.
– ¿Ves como te ríes? – dijo Clotilde con infantil enfado.
– ¿Y qué quieres que haga, si lo que tú llamas una cosa muy seria es la cosa más divertida del mundo… y la más lógica?
– ¡Es que no he concluído todavía!
– ¡Que no has concluído! – dijo D. Sebastián suspendiendo la risa.
– No.
– ¿Pues qué falta?
– Lo principal: que mi novio quiere hablaros; quiere que formalicemos las relaciones… y que nos casemos muy pronto.
– ¡Mira tú… mira tú; eso ya es más serio!
– ¿Eh?.. ¿Por qué no te ríes ahora?
– Pero, ¿desde cuándo tienes tú novio?
– Pronto hará ocho meses.
– ¿Ocho meses y tu tía no se había enterado?
– No; porque yo no quería que se enterara nadie hasta saber yo misma si mi novio era digno de llegar á serlo oficialmente.
– Ahora sí que te digo que eres una chica de verdadero talento; tener novio ocho meses y no saberlo tu tía… ¡porque me lo dices tú lo creo! Bueno, ¿y por qué no se lo dices á ella todo eso?
– Por nada… Es que como tiene ese modo de ser y esos prontos así, tan… pues he preferido decírtelo á ti.
– Eso; y que si hay voces… me las gane yo… ¿verdad?
– No, no; no es por eso; es que… ¡vamos!, yo no sé cómo decirte, tío; es que contigo tengo más confianza… ¡Como tú eres tan bueno para mí!
Sonrió cariñosamente D. Sebastián al oir á su sobrina, á la que adoraba como un padre.
– Y después de todo, ¿por qué ha de haber voces? ¿No es lo más natural que tú te cases, como se casan todas las muchachas que valen lo que tú y menos también?
– Cállate, tío, cállate, que yo no valgo nada.
– Bien, bien. Pero ahora, cuéntame, dame detalles, díme quién es él, qué hace él, de dónde viene tu conocimiento con él…
– Te lo voy á contar todo.
– Si te parece, emprenderemos el regreso; ya es casi de noche, y por el camino me lo puedes ir contando, ¿eh?
– Sí, sí; no sea que la tía se enfade porque tardamos.
Y en animado coloquio, tío y sobrina emprendieron el regreso hacia la casa, no muy distante del lugar en que se hallaban.
Clotilde había conocido á Felipe, que este era el nombre del novio, una tarde que fueron al teatro. Él la siguió hasta casa; al día siguiente volvió y la tiró una carta, cuando la vió en el jardín; ella le contestó poniendo reparos; él volvió á insistir, no dejando de ir una sola tarde; ante tal constancia, ella aceptó, en principio, las relaciones. No la pesaba haberlo hecho. Felipe no había faltado ni una sola vez, á pesar de la distancia y de lo molesto del camino; condición mucho más de apreciar por cuanto Felipe, que era comisionista, no paraba de andar en todo el día, y terminaba, como se suele decir, reventado. El muchacho era una joya: trabajador hasta un extremo verdaderamente exagerado, si es que en esto cabe exageración; de un carácter apacible y bondadoso, no se enfadaba más que cuando otro comisionista llegaba antes que él á un comercio y le quitaba alguna nota; esto sí, esto le sacaba de quicio completamente. Tenía un amor por su profesión que rayaba en locura. Cuando llegaba, al atardecer, á ver á Clotilde por la verja del jardín, no sabía hablar más que de las operaciones que había hecho en el día y de las que pensaba hacer en el siguiente. Donde había una peseta que ganar, allí caía Felipe como una bomba; y mal tenían que ponerse las cosas para que aquella peseta no pasara á su bolsillo. En fin, Felipe era un muchacho que podía hacer feliz á cualquier mujer.
De tal modo elogió Clotilde á su novio, que D. Sebastián hubo de exclamar:
– De modo ¿que tú crees que Felipe tiene todas las condiciones necesarias para hacerte feliz?
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