– Pero ¿con qué, Jacinto, con qué?
– ¿Con qué? No lo sé, pero se le dará. Comeremos patatas, pan… duro; ¡no comeremos! Mis padres, tal vez puedan hacer algo para ayudarnos…
– ¿Y mientras llega ese socorro… si llega? Ya has oído que el tratamiento ha de empezar en seguida.
– Ahora mismo. Trae dinero, que voy á la botica; y de paso le diré á la portera que suba para que te traiga lo que necesites.
– ¡¡Dinero!! – murmuró Claudia.
Jacinto, al oir á su mujer, sintió que la espalda se le quedaba como el hielo, y que los pelos se le ponían de punta.
– ¿No tienes? – preguntó conteniendo la angustia que sentía.
– A duras penas quedará para los cuatro días que faltan del mes.
Jacinto quedó con la cabeza inclinada sobre el pecho. No pensaba en su hijo, no pensaba en aquel grave contratiempo de no tener dinero: pensaba en lo que le habían dicho sus compañeros; parecía que los estaba oyendo: – «Escribe artículos cómicos, hombre; escribe artículos cómicos.»
Cuando volvió á la realidad, Claudia no no estaba allí; pero poco tardó en volver con un estuche en la mano.
– Toma, Jacinto – dijo con la voz velada por la más honda emoción.
– ¿Qué es eso?
– ¡Toma! – volvió á repetir Claudia, cubriéndose la cara con el delantalillo.
– ¡Tu pulsera de pedida! – exclamó Jacinto cogiendo el estuche y abriéndolo.
– Qué le vamos á hacer; es la única alhaja que tenemos para empeñar. Llévala al Monte de Piedad; allí llevan pocos réditos y estará mejor guardada.
Jacinto guardó el estuche en un bolsillo de su americana; acercóse á Claudia, y rodeándola con los brazos, la estrechó fuertemente contra su pecho y estampó un beso en su frente.
– Anda, no te detengas, Jacinto, que el niño espera.
Apenas Jacinto se vió en la calle, soltó un formidable resoplido que ensanchó su corazón.
Enfiló la calle de Fuencarral, á paso ligero; metióse por la de Jacometrezo, atravesó la plaza del Callao y, por el postigo de San Martín, desembocó en la plaza de las Descalzas.
Al llegar allí, su paso, antes rápido, se hizo tan lento, que frente á la estatua de Piquer se detuvo. Dió otro resoplido, semejante al anterior, y quedóse mirando al ilustre fundador del piadoso establecimiento.
– «Francisco Piquer, yo te saludo – dijo Jacinto descubriéndose – . Perdona que no lo haya hecho antes; pero mejor que yo sabes tú, que nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena. Aquí, donde todo el mundo conoce el nombre de Soriano, de Lerroux y otros, sin olvidar á Melquiades Álvarez, son pocos los que conocen el tuyo. ¿En qué piensas, en qué meditas, ilustre bienhechor de los madrileños? ¿Es que el escultor que te retrató te dió esa actitud queriendo representar que meditas tu grande obra, ó es que pensó en simbolizar así la actitud de media humanidad? No lo sé; pero ¡vive Dios! que el tal acertó. Con el dedo en la frente nos pasamos la vida la inmensa mayoría de los mortales; pero nada sacamos en limpio, y raro es el que no tiene que acudir á lo que tú sacaste de la tuya. Tú pensaste en los desvalidos, y éstos, aunque no piensan en ti para nada, ni saben cómo te llamas, acuden á recibir de tu obra el modesto préstamo que, momentáneamente, enjuga sus lágrimas: con esto les basta. Pero es lo que tú dirás: ¿Qué me importa que ellos no sepan cómo me llamo yo, si yo sé cómo se llaman ellos? Doscientas veces habré pasado por aquí, y otras tantas he cometido la ingratitud de no fijarme en ti; lo cual no debe extrañarte, porque en este mundo, bien sabes que nadie se fija más que en aquel que puede servir de algo; y yo, dicho sea con franqueza, no creí que nunca necesitara de ti para nada. Hoy me encuentro con que me haces falta, y aquí me tienes confesando mi error. Pero no creas que llego hasta ti acongojado y abatido, como otros, no; vengo á pedirte unas pesetillas por esta pulsera, que me costó muchas privaciones poder comprar; pero vengo contento, alegre y con la esperanza de podértelas devolver pronto. ¿Tú crees que esto es motivo para entristecerme? ¡Quiá, hombre, quiá! Mira tú lo triste que yo estaré, cuando en este momento estoy hilvanando un artículo cómico… que ya verás… ya verás. Además, has de saber que tu obra caerá pronto en ruinas; lo que tarden en llegar al Poder Soriano, Lerroux y otros… sin olvidar á Melquiades Álvarez, que nos tienen prometido formalmente hacer de España y de los españoles, el símbolo de la felicidad.
A ti, Pontejos – dijo Jacinto, volviéndose hacia la estatua del marqués, – ni te saludo, ni nada tengo que decirte, porque nunca te necesitaré para nada.»
Jacinto, pensando que tal vez estaba llamando la atención, interrumpió su monólogo, diciendo:
– «Vamos, hijo mío, vamos; los malos tragos, pasarlos pronto, y además, que en casa te están esperando.»
Y como si esta última reflexión diera nuevos bríos á su decaída voluntad, avanzó resueltamente hacia el benéfico establecimiento.
Cuando llegó frente á la ventanilla del tasador, Jacinto, al pronto, se quedó como petrificado; después se puso sumamente encendido.
¿Qué le había sucedido ante aquella ventanilla, tras de la cual, un hombre alto y delgado, de mirar frío é indiferente, esperaba á que le alargaran la alhaja en cuestión?
Aquel hombre alto y delgado era un empleado de la misma oficina de Jacinto, Negociado 4.°; uno de los que se las buscaban con otro empleo que, por ser por la tarde, era compatible con el del Estado.
Saludáronse rápidamente, pues el otro, á fuerza de acostumbrado á tales encuentros, era prudente; y tras del frotar en la piedra con la pulsera, de tal manera que á Jacinto le parecía que le estaban frotando con lija en el corazón, y tras de probar con el ácido la nobleza del metal, el de al lado de allá de la ventanilla formuló la frase sacramental:
– Cuarenta pesetas.
– Bueno… si… está bien – respondió Jacinto, que estaba deseando largarse de allí cuanto antes.
– ¿Qué nombre…?
– ¿Nombre? Jacinto sintió que su cara se ponía como la lumbre. – El caso es que la pulsera es de una vecina que está enferma… y… pero póngalo usted al mío…
– Es igual – replicó el otro llenando un talón, con el que Jacinto tuvo que ir recorriendo ventanillas, que concluyeron de dar al traste con la poca serenidad que le quedaba.
Cuando se vió en la calle con aquellas 40 pesetas que tantas angustias le costaron, dió un tercer resoplido, que dejó chiquititos á los dos anteriores.
Renegando de su suerte y de aquel maldito encuentro, dirigióse precipitadamente, por la calle del Arenal, á la Puerta del Sol; entró en un botica y compró lo recetado por el médico; después, en un «Cuatro Caminos, por Fuencarral», fué á su casa.
Aquella noche, Jacinto obligó á su esposa á que se acostara, y él quedó velando á Luisín, para suministrarle la cucharada recetada, cada dos horas, combinada con la leche y los caldos.
A la luz de un mal quinqué, pues en la casa no había luz eléctrica, que entonces costaba un ojo de la cara, porque las Compañías no se habían decidido á darla perdiendo dinero, Jacinto preparó las cuartillas y se dispuso á escribir su primer artículo cómico.
La ocasión era la más propicia: la quietud de la noche, el silencio, sólo interrumpido por el débil toser de alguno de los niños; la triste y amarillenta luz del quinqué, todo, en fin, era adecuado para poner el ánimo de Jacinto en condiciones; y así debió ser, sin duda, por cuanto la pluma del pobre oficinista rasgueaba febrilmente, sin detenerse ni un instante, sobre el papel.
Cuando por la mañana tempranito se levantó Claudia, lo encontró