Jacinto llegó á preocuparse seriamente de la existencia de aquellos tres angelitos, que cada día le iba pareciendo más problemática. Su ánimo empezó á ensombrecerse y su persona tomó el aspecto tristón y retraído con que le hemos conocido.
Sus cuentos llegaron á ser verdaderamente espeluznantes.
Cuando Jacinto salió de la oficina, iba pensando en las palabras de sus compañeros. «¡Que escriba artículos cómicos! Pero, ¿es posible escribir artículos cómicos llevando una tragedia por dentro? ¿Seré yo una excepción de la regla? ¿Estaré yo preocupado sin motivo? Porque la verdad es que á mis compañeros no debe sobrarles, y, sin embargo, ellos ríen, están contentos y, al parecer, son felices. Gutiérrez tiene mujer y dos chicos; tiene el mismo sueldo que yo, y, que se sepa, los padres de ella, ya que él no los tiene, no le ayudan con nada. No obstante esto, difícil es encontrar un ser más alegre. ¿Será que no le preocupen las estrecheces de su casa? No; lo que es, ya lo han dicho bien claro: á mal tiempo, buena cara. Y tienen razón, ¡qué caramba! ¿Qué se adelanta con ponerse fúnebre? ¡Nada!»
El buen Jacinto, caminando hacia su casa, se hacía todas estas reflexiones para convencerse á sí mismo de que sus compañeros tenían razón.
«Sí; es preciso estar alegre – se decía argumentándose aún – ; es preciso reir: la risa es al alma, lo que la ropa al cuerpo: hay que presentarse de un modo agradable, aunque por dentro se vaya hecho una lástima. A la gente alegre todo el mundo la busca y en todas partes es bien recibida.»
De tal manera se argumentó Jacinto, para convencerse de lo infundado de sus tristezas, que casi empezó á sentirse contento.
«¿Que escribiera artículos cómicos? ¡Pues sí señor que los escribiría! Y no iba á tardar mucho: aquella misma tarde, en cuanto almorzara, se ponía á escribir el primero. ¿Que no tenía asunto?.. ¡De sobra! Con que contara lo que pasaba en su casa, figurando que sucedía en casa de un Fulano cualquiera, había veinte artículos. Sólo con relatar que una vez se le ocurrió pesar á sus tres hijos juntos, y se encontró con que entre los tres reunían 16 kilos de peso, había para hartarse de reir.
Pues, ¿y si contaba las batallas campales que los chicos sostenían con el gato para quitarle los cinco céntimos de cordilla? ¡Pobrecillos!..»
Aquel pobre gato cuyo espinazo era un serrucho —tal era su gordura– con el que se podía serrar toda la madera del mundo, era una verdadera ruina en la casa, con sus cinco céntimos diarios de gasto; porque, sobras en los platos… ¡Dios las diera!
Diversas veces había querido Claudia regalárselo á la portera; pero hablarse de esto y tirarse los tres chicos al suelo, berreando como desesperados, todo era uno.
En vano les decía su madre que el animalito estaría más distraído en la portería, por aquello de que podría asomarse á la calle á ver la gente.
Todo razonamiento era inútil. Además, que, ¿quién les negaba aquel gusto á los pobres nenes? ¡Era tan raro poderles dar alguno!
De tal peso fueron las razones que Jacinto se dió, que cuando llegó á su casa iba tan alegre, que ni él mismo se conocía. Cuando Claudia abrió la puerta y le vió con aquel semblante tan placentero, quedó muy sorprendida.
– ¿Qué te pasa, que vienes tan contento?
– Que estoy muy alegre. ¿No lo ves?
– Sí; sí que lo veo… Pero ¿por qué estás tan alegre?
– Porque ese, y no otro, es el estado natural del hombre; porque así es como se debe estar siempre: alegre, contento, satisfecho de la vida y de haber nacido. Tú también debes estar contenta.
– ¡No, por Dios; no me pidas que yo esté contenta!
– ¿Por qué no?
– Porque has de saber que, ya que era poco lo que teníamos encima, Luisito se ha puesto muy malito esta mañana, á poco de irte tú á la oficina.
– ¿Qué tiene? – preguntó Jacinto, sobresaltado.
– No lo sé – respondió Claudia, dejando correr las lágrimas, que, según brotaban, iba enjugando con la punta de su delantalito.
– Pues yo sí lo sé: lo que tiene Luisito es un empacho de tristeza.
Y Jacinto, al decir esto, tiró para la alcoba donde estaba el niño. Los dos mayorcitos habían ido ya al colegio.
– ¿Qué es eso, hombre?.. – preguntó Jacinto al niño, acariciando su rubia cabecita.
El niño, revolviéndose en su camita, contestó con un monosílabo que daba bien claro á entender las pocas ganas que tenía de conversación.
– He mandado á la portera que vaya á casa del médico y que le diga que venga cuanto antes – suspiró Claudia.
– Has hecho muy bien.
– Sí; pero ya ves, ahora ese gasto…
– No te apures, mujer: los médicos son unas bellas personas que esperan todo lo que se quiera para cobrar. ¡Ah! si se pudiera avisar que trajeran un jamón, con la misma facilidad con que se avisa al médico…
Claudia, en medio de sus lloriqueos, no pudo menos de echarse á reir al oir á su marido.
– ¿Qué has hecho para ponerte de tan buen humor?
– Nada, hija mía, nada: argumentarme, darme razones para convencerme de que el estado de funerario ambulante no me llevaba á ningún lado bueno; y tantas, y tan buenas, me las he dado, que me convencí, y aquí me tienes… Tú debes hacer igual, te lo repito.
– ¡Cómo quieres que me ponga contenta, hombre, viendo lo que pasa!
– ¿Qué pasa?.. ¡Nada!
– ¿Te parece poco este gasto del médico, siendo así que el mes que viene quería yo ver de arreglármelas para comprarles botitas á Paquito y á Carlos, porque los pobrecitos casi van descalzos?
– Pues se les compran: ya te he dicho que los médicos aguardan mucho…
– ¿Y la botica?
– ¿La botica?.. La botica… Pues mira, en último caso, si no se pueden comprar el mes que viene… ¡no se compran! ¿Se las vas á comprar con ponerte triste?
La campanilla de la escalera, al sonar, impidió oir la respuesta de Claudia; ésta, precipitadamente, pensando, con razón, que quien llamaba era el médico, corrió á abrir la puerta.
El doctor era, en efecto. Entró en la alcoba del niño, seguido de los padres, y tras de algunas preguntas á éstos, reconoció al enfermito detenidamente. Cuando hubo terminado el reconocimiento, salieron á la habitación contigua.
– No hay que alarmarse, pero hay que tener mucho cuidado: el niño no tiene nada y tiene mucho – dijo el galeno. – El niño necesita una buena alimentación: mucha leche, caldos de gallina y yemas de huevo para fortalecerle; después, este verano, á Santander, al Sardinero un par de meses, y… chico nuevo. Si me permite, voy á poner una receta y además el nombre de un reconstituyente que nos ayude un poco…
El médico tomó asiento ante la mesa de Jacinto; éste y Claudia se miraban mientras el doctor escribía. Lo que había dicho aquel hombre les había paralizado la lengua.
Extendida que fué la fórmula, el doctor se despidió, advirtiendo que el tratamiento debía empezar en seguida; que él volvería al día siguiente.
Cuando el doctor salió, Jacinto y Claudia, junto á la misma puerta de la escalera, quedaron mirándose sin hablar un buen rato.
– Leche… caldos… huevos… un reconstituyente…
– Y este verano ¡al Sardinero! – dijo Jacinto, continuando la relación empezada por su esposa.
– ¿Todavía estás alegre, Jacinto?
Éste,